El pueblo bueno

La extorsión a comerciantes se ha vuelto en nuestro país una práctica cotidiana tan reiterada y extendida territorialmente que será muy difícil abatirla, sobre todo por la complicidad de autoridades locales, su actitud negligente o su inacción ante ese delito que arruina negocios en los cuales se han invertido ahorros, esfuerzos e ilusiones.

            A pesar de que se sabe de las represalias que sufren los que se niegan a pagar el derecho de piso, hay quienes, indignados por ese atropello o hartos de que no tenga fin, se atreven a decir no a los delincuentes. Eso fue lo que hicieron los dueños de un par de tiendas en Arcelia, Guerrero: prefirieron bajar la cortina de sus establecimientos que seguir siendo víctimas de los que lucran con el temor que provocan sus amenazas. No hace falta mencionar el valor que se requiere para asumir esa actitud.

            Los criminales tomaron venganza: abrieron las tiendas e hicieron un llamado a la población a saquearlas. Atendieron el llamado cientos de personas, adultos, adolescentes y niños, mujeres y hombres. Hay fotos y videos en los que se les observa trasladando el botín, sonrientes como los niños que recogen la fruta y los dulces de la piñata que acaba de ser rota.

            A pesar de que toda la comunidad sabía de la invitación al robo y de que los locales se encuentran en el centro de la ciudad, la policía municipal no intervino: durante cuatro horas, suficientes para arrasar con todos los productos, centenares de habitantes se llevaron lo que se les antojó, incluyendo refrigeradores y estufas.

            Los hechos apenas fueron objeto de algún comentario en los medios de comunicación, en el que se destacaba el notorio vacío de autoridad que el saqueo impune había puesto en evidencia: se puede invitar a delinquir a toda una población sin que los encargados de la seguridad pública lo impidan.

            Pero a mí lo que más me inquieta y me revuelve las entrañas es la respuesta colectiva al convite. No dos o tres infelices con el rostro escondido bajo un pasamontañas: unas 800 personas obedecieron gustosas la convocatoria. El demagogo dirá que se delinque por hambre. Por lo visto, los saqueadores requerían refrigeradores para conservar frescos los alimentos y estufas para calentarlos.

            El espectáculo es perturbador: el pueblo bueno acude a un llamado del crimen organizado para robar a unos comerciantes cuya falta imperdonable fue negarse a seguir pagando a quienes parasitaban su trabajo; ese pueblo bueno que ––nuevamente diría el demagogo–– siempre tiene razón.

            En diferentes momentos, lugares y encarnaciones, ese pueblo bueno bramó “¡Crucifícale!” ante la pregunta de Poncio Pilatos; acudió festivamente a las plazas públicas para insultar, escupir y maldecir a las brujas y los herejes condenados a la hoguera; asistió excitado a la Plaza de la Revolución a presenciar el funcionamiento de la guillotina durante el terror.

            Ese pueblo bueno aclamó delirantemente a Hitler, Mussolini, Stalin y Mao; linchó en Tláhuac, en un espectáculo transmitido por la televisión en tiempo real, a jóvenes policías que cumplían con su deber, ante la pasividad criminal del jefe de gobierno y el jefe de la policía de la hoy Ciudad de México, Andrés Manuel López Obrador —quien dijo que con los usos y costumbres del pueblo no había que meterse— y Marcelo Ebrard, respectivamente; descarrila ferrocarriles en Puebla y Veracruz para robar el cargamento.

            ¿Usos y costumbres del pueblo? No hay tal cosa como el pueblo entendido como un ente con una sola esencia y una sola voluntad, con razón infalible por encima y contra los individuos de carne y hueso. En un régimen civilizado los derechos de cada individuo deben ser protegidos contra cualquier abuso: de los gobernantes, las iglesias, los sindicatos, los ricos, los pobres, los delincuentes, la mayoría, las minorías y la colectividad.

            Savater advierte que la sociedad es frecuentemente sublime, pero la masa es siempre abyecta, y subraya “la cobardía y la vesania del mastodonte policéfalo, su vocación apisonadora frente a las víctimas, la miseria moral comunitaria que se entusiasma con el hedor de sus propias heces, el cretinismo ufano de sus legitimaciones ideológicas” (Mira por dónde. Autobiografía razonada).