El silencio armónico1

Eva-Lis Worio[2]

El viejo Vicente, de Formentera[3], era tal vez el hombre más feliz que he conocido. Y también, quizá, el más pobre.

            Era un individuo alto, seco, cadavérico, como un junípero, arrugado y macilento, y no poseía ni una sola prenda de ropa que no estuviese remendada. Vivía en Cala Pujol, en una choza hecha de piedras, leña y ramajes, con un rústico y enmohecido brasero a guisa de cocina y un par de potes de hierro descascarillados, desechados de los pescadores, en los que comía. Pero poseía también un excelente bañador[4], un par de zapatos marinos y una máscara de inmersión y, como ya he dicho, era un tipo feliz.

            Llevaba yo yendo a Formentera varios años ya, antes de que viese  Vicente entre los viejos pescadores que llevaban sus embarcaciones hacia los arbustos y los bambúes, al final de la playa donde empiezan las rocas. Pronto comprendí que no era pescador. No tenía tiempo para pescar.

            Conozco un poco de ibicenco[5], el dialecto de las islas, un lenguaje completamente distinto del castellano, aunque parecido al catalán, por lo que puedo afirmar que cuando le vi aquel día por primera vez, él estaba solicitando con mucha dignidad, no suplicando, que un pescador le prestara su pequeño bote. Sin saber que no era pescador no acerté a comprender cómo podría vivir sin una barca, y me ofrecí a prestarle la que yo solía alquilar cuando me hallaba en Formentera. En realidad, no la usaba muy a menudo. Me dio las gracias, y de nuevo volvió a impresionarme su dignidad.

            Le vi cargar la barca con el bañador, los zapatos de goma y la máscara de inmersión, una botella de agua y un pequeño paquete de provisiones. No llevaba aparejos de pesca ni rifle submarino. No comprendí qué intentaba pescar y cómo. Le vi remar hacia lo lejos, de cara al horizonte, empequeñeciéndose cada vez más.

            Le contemplé hasta que sólo fue una manchita en el horizonte y luego me olvidé de él. En Cala Pujol es fácil olvidar. Las aguas turquesas son profundas y claras en el fondo, la arena es como un polvillo, y hay un buen trecho de playa color plateado —bien, el año a que me refiero estaba así todavía—, y el sol es una constante bendición. En aquella paz, se olvida todo pronto.

Un día sopló el viento africano y el mar se sulfuró y los pescadores no pudieron salir a pescar. Se sentaron en el pequeño bar de cañas de bambú de la playa y bebieron vino tinto, y charlaron.

            —¿No ha vuelto aún Vicente?

            —Aún no.

            —«Este hombre está loco».[6]

            —No tanto. Tiene buenas intenciones.

            —¿De veras? Opino que tú también estás chiflado.

            —¿Yo? En absoluto. Yo le entiendo. Sí, le entiendo muy bien.

            —¿Vicente?— me entrometí en la conversación. —¿Es el viejo del equipo submarino?

            —Ajá— me respondieron.

            Pedí otra botella de vino de la isla, ya que allí sólo eso se bebe. Nadie se molesta en pedir otra cosa.

            Y, sentado allí, con el viento de África soplando a rachas y agitando el mar hasta ponerlo fangoso y violento, con un cielo bovino en lo alto, me enteré de la historia de Vicente, de Formentera.

            Sesenta años atrás había sido un muchacho ambicioso y habíase marchado de Formentera, la pequeña isla de sus antepasados. Pero sesenta años atrás un español no tenía mucho que hacer en España. Por tanto, Vicente zarpó en un buque extranjero, tardando bastante tiempo en volver. Regresó a la isla probando toda clase de empleos, hasta que terminó donde han terminado hombres mejor dotados que él: como descargador de muelle, en Barcelona.

            Había tenido sueños, pero a veces los sueños no se realizan. Por tanto, descargaba mercancías y, cuando no había trabajo, se dedicaba a acarrear las maletas de los viajeros, los españoles ricos, los visitantes, los turistas. Hasta diez años antes ésta había sido su vida, con un número en su gorra, saludando a todos los pasajeros de los buques y gritando:

            —¿Yo? ¡Yo! ¡El número setenta y tres!

            Un día, un rico americano de un buque de Palma vio su frenético agitar de manos y le llamó. Vicente se alineó con los demás maleteros y se abrió paso, por la escalerilla, hasta cubierta.

            —Aquí hay seis maletas— le dijo el rico americano —y esto. Tenga cuidado, que es una antigüedad.

            Vicente reconoció la vasija de barro. Era una ánfora fenicia, una vasija muy rara, sin duda destinada en sus tiempos para el transporte de granos o vino. En los viejos tiempos, a veces los pescadores las atrapaban en sus redes. A menudo las devolvían al mar, pero esto no duró mucho, ya que los «señores» de la ciudad comenzaron a comprárselas para sus museos.

            Vicente se cargó los bultos a la espalda, cogió la enorme vasija incrustada con dibujos y descendió por la escalerilla. La gente le empujaba al salir del barco o al subir al mismo, y él les gritaba y los otros le contestaban también a gritos. Llegó al muelle y otro maletero, al tropezar con una cuerda de amarre, le cayó encima y Vicente dejó caer el ánfora.

            Dos mil años se estrellaron con un sonido terroso, convirtiéndose en polvo.

            Diez años antes todavía había ánforas y otras reliquias de los griegos, los fenicios y los romanos en las grutas superficiales de las islas de Ibiza, pero a la sazón ya no había más que objetos sin valor de épocas más recientes; los objetos valiosos con cada vez más raros. El americano había pagado quinientos dólares por aquella vasija de barro de un marinero fenicio, tras haber hecho comprobar su autenticidad por expertos. Naturalmente, se encolerizó.

            Pero al mismo tiempo era un hombre sensible y sabía que un maletero, en toda su vida, podía llegar a economizar quinientos dólares, por lo que se mostró resignado y dispuesto a aceptar su pérdida.

            Pero no así Vicente. Sabía el valor que mucha gente le concede a esos potes y vasijas inservibles y había visto el desaliento retratado en la expresión del americano. Vicente era un hombre de honor y deseó enmendar su yerro.

            Siguió al americano a su hotel, le pidió su nombre y señas, y le prometió rembolsarle su dinero. Arrancó una hoja de papel de una agenta y garabateó una dirección: Abraham Lincoln Smith, 72 Hudson Avenue, Milwaukee, Wisconsin, Estados Unidos. Con el tiempo, aquello se convirtió en la más valiosa de sus pertenencias. Para él era como el último mojón en la larga carrera de su búsqueda.

            Creo que en sus sueños, Vicente se veía llegando por fin a Milwaukee, Wisconsin, Estados Unidos, con la antigua ánfora fenicia bajo el brazo, escuchando alborozado las frases de bienvenida del americano.

            Vicente sabía que jamás conseguiría el dinero suficiente para adquirir una ánfora, pero ¿quién le impedía pescar una? Otros lo habían logrado, docenas en la época de su juventud. ¿Por qué no él?

            No tenía familia, por lo que no tardó mucho en despedirse de Barcelona, aquella magnífica, ajetreada ciudad basada por el mar y apoyada en las montañas, donde había transportado equipajes por el precio de un vaso de vino en una taberna, y un cuarto sin ventanas donde pasar sus noches.

            Cuando hubo vendido lo poco que poseía, pudo adquirir un billete en cubierta para Ibiza, y aún le quedó algo. Desde la popa del barco miró hacia atrás y vio como Barcelona se iba hundiendo en el agua, y por primera vez comprendió que sus años allí habían sido como una prisión de su propia existencia. Jamás había levantado sus ojos desde las estrechas callejas del puerto hacia el ancho cielo.

«Y una vez más, como cuando era muchacho, el mar cantó en él»

            De vuelta a las islas emprendió la tarea que había elegido. Se enteró del lugar donde había sido hallada la última ánfora y comprendió, como habían hecho otros antes que él, que puesto que las piezas antiguas eran valiosas, todos los lugares próximos a las playas debían de haber sido examinados y registrados concienzudamente, dejándolos desprovistos de tesoros.

            El joven Sandik, de Santa Eulalia del Río, el hijo del carpintero, poseía gran reputación como nadador subacuático. Había descubierto una canoa en el fondo del mar y… pero ésa es otra historia. Para consultarle, Vicente fue en autobús a Santa Eulalia del Río, donde el consejo de Sandik fue breve. Adquirir una máscara, unas zapatillas de goma y lanzarse al agua. En el mar, muy adentro, todavía había lugares inexplorados, no más profundos que la estatura de un hombre, o dos o tres veces como un hombre, y todavía podía haber abundancia de tesoros en las grutas submarinas de tales sitios.

            Vicente, como muchos isleños, no sabía nadar. Pero se gastó el resto de su fortuna, según consejo de Sandik, en una máscara, las zapatillas y el traje. Después subió a la embarcación correo «Manolito» para volver a su isla de Formentera. Allí, acampando en la playa, guisándose su comida, aislado como todo hombre poseedor de una idea fija, comenzó a aprender a nadar.

            Tenía ya más de sesenta años. Era un viejo, tal como el tiempo torna a los hombres como Vicente. Sin embargo, era joven en su afán de aprender y llegar al límite del horizonte entre el cielo y el mar.

            Aprendió a nadar y aprendió a sumergirse con la máscara y las zapatillas, como una rana, como un cangrejo en las aguas claras de Cala Pujol. Se fue aventurando cada vez más lejos, hasta donde el agua se tornaba púrpura, donde empezaban las profundidades. Luego charlaba y charlaba, puesto que no podía reprimir sus ansias de contar las maravillas de sus primeras inmersiones, las inesperadas bellezas del mar. Los jardines de estrellas de mar, los multicoloreados peces de ojos salientes que le seguían, la tamizada luz solar en las misteriosas cuevas y sobre las rocas… Era todo esto lo les contaba a los pescadores que sólo se aventuraban sobre el mar. Y sus relatos estaban llenos de gracia y temor. Nunca, juraba, había conocido tanta libertad como en el fondo del mar.

            —¡Pero allí no se puede respirar!

            —Se respira con los ojos y los poros. Jamás había escuchado una música tan maravillosa.

            —¡Si sólo hay silencio bajo el agua!

            —Hay un silencio armónico. Como si muchos instrumentos lanzasen sus sonidos más duros al cielo azul.

«Así es el lenguaje español. El patán no suele emplear un lenguaje poético. Pero la poesía suele residir en la sencillez de las palabras».

            Día a día, semana tras semana, mes tras mes, y en años sucesivos, Vicente, buscando su ánfora que, como hombre honrado, sabía que debía remplazar a la que había roto, fue sintiéndose cada vez más feliz. Cada día le brindaba una nueva delicia, una nueva aventura. Sus días no se veían ya aprisionados por las necesidades de las horas. Siempre había algo para aplacar dichas necesidades, un pez para asar, un vaso de vino, un pedazo de pan, una caja de cerillas, un cigarrillo. Para los pescadores, su búsqueda se había convertido en una parte de su existencia en la playa y en el mar, y su generosidad con Vicente era espontánea, segura.

            Me contaron la historia de Vicente el día en que se levantó el viento africano, barriendo el mar y enviando altas olas al cielo, y yo también me dediqué a escudriñar el horizonte en busca de la pequeña embarcación. Luego me volví al padre Pedro, el cura de San Fernando, que se había reunido con nosotros.

            —¿Qué opina usted, padre? ¿Hallará su ánfora el viejo Vicente?

            El gordinflón sacerdote juntó sus dedos. Sus ojos también escrutaban el horizonte, pero no parecía muy trastornado. El viento de África azotaba el bambú que nos guarecía.

            Bueno, Vicente es feliz con su búsqueda. No es lo que pueda hallar, sino la búsqueda en sí misma lo que ahora le importa. Sólo la búsqueda.

El año pasado, y en otro día en que el viento se levantó también inesperadamente, agitado por el vendaval, el pequeño bote de Vicente, bote que también le habían prestado, fue arrojado a la playa.

            Nadie volvió a ver al viejo.

            El mar sabe guardar sus secretos.

            Pero amarrada fuertemente con algas marinas, en el fondo de la embarcación, había una ánfora, una vasija fenicia conservada durante siglos dentro del mar.

            El padre Pedro y un pescador que había sido el mejor amigo de Vicente me pidieron, puesto que yo sabía inglés, que le escribiese a a Abraham Lincoln Smith, de Milwaukee, Wisconsin, Estados Unidos, y así lo hice. Escribí un par de veces a las señas dadas, y finalmente el alcalde la ciudad.

            Nadie le conocía.

            Enojado con el viejo que había dejado caer su «souvenir», el americano se había inventado un nombre para desembarazarse de él. Tal vez, sin embargo, sí residía en Milwaukee. Pero esto no podemos saberlo. Ω

[1] Tomado de Las mejores novelas cortas, Bruguera, Barcelona, 1972, p. 87-94.
[2] Escritora finlandesa (1918-1988).
[3] Una de las islas Baleares, de España, en el Mediterráneo, que junto con Ibiza y varios islotes forma las llamadas islas Pitiusas.
[4] Traje para nadar (nota del traductor = NT).
[5] De Ibiza, otra de las Islas Baleares (NT).
[6] En español en el original.