Feligreses

En un país en el que la generalidad de los habitantes tuviera un buen nivel de cultura cívica se derrumbaría estrepitosamente, ipso facto, el apoyo a un candidato a presidente, primer ministro o canciller si en algún momento de su campaña incorporara a su equipo o apoyara la postulación a cargos de elección a personajes que han sido acusados de conductas delictivas

            Los ciudadanos que hasta entonces hubiesen simpatizado con tal aspirante seguramente considerarían incompatible con sus valores cívicos y éticos seguirle otorgando su respaldo, pues lo más elementalmente exigible a quien pretende gobernar un país es que no sólo él mismo, sino también sus colaboradores y sus aliados, sean mujeres y hombres intachables, cuyas trayectorias constituyan un ejemplo de honradez y apego a la legalidad.

            En nuestro país se ha vuelto cotidiana la queja de la corrupción en el gobierno —así, en general, el gobierno, como si fuera válido juzgar en bloque y sin matices a un amplísimo conjunto de servidores públicos de muy diversas áreas y muy distintos niveles—; pero muchos de esos quejosos simpatizan precisamente con el candidato que está promoviendo a individuos de turbia trayectoria a los que se les han hecho graves acusaciones: Napoleón Gómez Urrutia, por agandallarse 55 millones de dólares de trabajadores mineros; un exlíder de la CNTE, por lavado de dinero, allanamiento de morada, golpes y amenazas de muerte contra profesores; un extesorero de la misma sección sindical, por fraude, y una excomandante comunitaria, por secuestros. ¿Por qué lo siguen secundando?

            Donald Trump, cuando era candidato a la Presidencia de su país, aseguró con ufana soberbia que no perdería seguidores si en la Quinta Avenida de Manhattan se pusiera a disparar a la vista de todos contra los transeúntes. Lo escalofriantemente cierto es que millones de mujeres votaron por él a sabiendas de los episodios en los que afrentó a mujeres con prepotente obscenidad. ¿Condescendencia con la patanería rufianesca? ¿O, peor aún, identificación con el patán?

            Andrés Manuel López Obrador insultó a la mayoría de los mexicanos al decir que todos los que no voten por él y los candidatos de su partido serán cómplices de la corrupción. En primer lugar, advirtamos que se trata de una declaración propia de un dictador: todos los que no estén conmigo están con la mafia en el poder, con el mal; son los malos, los enemigos del pueblo bueno que sólo yo represento. Por otra parte, es una expresión incoherente en boca de quien está respaldando a personas impresentables. Pero lo perturbador es que sus simpatizantes —varios millones de mexicanos— no se inmuten.

            Luego, ¿en verdad causa tanta grima en los descontentos la corrupción, o ésta se vuelve aceptable si los corruptos son de la propia grey? Ya que el candidato ha sido endiosado, ¿puede, sin que los feligreses lo bajen del altar, hacer cualquier cosa, por vituperable que sea, sin que chisten sus fieles seguidores? ¿No hay en la numerosa feligresía algunos cuya conciencia les haga ver que hay cosas que por decencia no se pueden secundar, ni siquiera soportar?

            No sólo transigen con lo inaceptable, sino que, enfebrecido su ánimo y cancelado su juicio crítico, muchos devotos lanzan toda clase de improperios e incluso amenazas contra todo aquel que se atreve a emitir una opinión desfavorable al Ungido. No responden a la crítica adversa con refutaciones, sino con improperios de una violencia verbal exacerbada. Así la polémica razonada se vuelve imposible.

            El líder no hace el menor intento de persuadir a sus adeptos de que depongan esa actitud intolerante, pues ellos, sólo ellos, son el pueblo bueno. Esa intolerancia ha llegado, en la afiebrada voz delirante de Paco Ignacio Taibo II, al increíble extremo de propugnar no sólo las expropiaciones a los empresarios inconformes con el César mexicano, sino el fusilamiento en el Cerro de las Campanas a los traidores que apoyaron reformas acordadas en el Pacto por México.

            Ante tales rabiosos arrebatos, lo peor sería el silencio amedrentado o las respuestas con similar incivilidad. La batalla debe darse indefectiblemente en el campo de la razón y los argumentos, el campo de la verdad.