Legitimar el vandalismo

Restituir a millones de ciudadanos su derecho a circular libremente por sus calles y avenidas y a que el Congreso de la Unión sesione libre de sobresaltos, sin que el desalojo de los invasores produzca derramamiento de sangre, no es una misión imposible ni inusitada.

En los países más democráticos y más respetuosos de los derechos humanos, el gobierno impide, sin que la acción gubernamental cause muertes ni lesiones graves, que una minoría lesione los derechos del conjunto de la población. En México se ha llegado al extremo de que un pequeño grupo cierre accesos viales, apalee policías, reporteros y transeúntes, ahuyente a los legisladores de la sede parlamentaria, destruya bienes, bloquee el paso al aeropuerto y desquicie la ciudad, sin que los gobernantes frenen esos desmanes, sino, por el contrario, se conceda a los belicosos el retiro de iniciativas de ley y la instalación de mesas de negociaciones. El diálogo con quienes se oponen a alguna medida de la autoridad es necesario y saludable, pero su realización exige que los inconformes depongan previamente toda actitud de violencia y no atropellen los derechos de los demás.

Ninguna Constitución del mundo permite manifestar inconformidades  cometiendo delitos. El ejercicio de los derechos por parte de cualquier individuo tiene como límite infranqueable los derechos de tercero. La CDHDF ha dicho que “no se opone al uso legítimo de la fuerza”, el cual debe atender a “los principios de racionalidad, congruencia y proporcionalidad”. Se ha puesto de moda decir que no debe criminalizarse la protesta social; pero la protesta se criminaliza a sí misma cuando quienes la protagonizan incurren en conductas delictivas.

Miguel Ángel Mancera, jefe de gobierno del Distrito Federal, ha anunciado que los profesores que han tomado la ciudad no serán replegados pues la consecuencia podría ser el derramamiento de sangre. Con esas palabras está legitimando las formas vandálicas que ha asumido el movimiento. La obligación del gobernante es hacer cumplir la ley. Esa obligación, como todas, se debe realizar con prudencia, con acciones bien planeadas y coordinadas que eviten consecuencias secundarias indeseables. Pero no puede dejar de cumplirse en un Estado de Derecho. Es falso ––señala Sergio Sarmiento en Reforma–– que para proteger a los capitalinos haya que derramar sangre. “En ninguna ciudad democrática del mundo se permiten los bloqueos, pero tampoco hay sangre”. “El gobierno del DF ––advierte Luis González de Alba en Milenio–– está cometiendo delitos graves por omisión”. “La impunidad como reina”, observa Federico Reyes Heroles en Excélsior.

Anticipar que quienes con desfachatez prepotente están atropellando los derechos de todos los demás no serán replegados ––retirados en buen orden, de acuerdo con la Real Academia––, en lugar de asegurar que ya no se tolerarán sus tropelías, supone no sólo rendirse a la coacción sino invitar a los violentos a replicar sin fin sus abusos: pueden hacer, impunemente, lo que se les antoje con la ciudad. Los capitalinos no importan: que pierdan sus vuelos o sus empleos, que no lleguen a tiempo por sus hijos a la escuela, que malgasten varias horas en trasladarse, que quiebren sus negocios, que falten a sus citas más importantes. Por lo visto no merecen respeto. A diferencia de los que chantajean a la autoridad. Ω