Los funerales de Amado Nervo1

Héctor de Mauleón

UNO

Aquella mañana de 1919 en la que alcanzó el tramo final de su agonía, Amado Nervo estrechó las manos del ministro de Relaciones Exteriores de Uruguay, y dijo una frase extraña:

            —La muerte me encuentra por los pies.

            Fueron sus últimas palabras. La tarde anterior, la nefritis crónica que lo aquejaba había entrado en una fase crítica; el médico de cabecera entendió que no era posible esperar una reacción favorable y congregó a los amigos más cercanos en la habitación que el poeta ocupaba en el Hotel Plaza, de Montevideo. Contaría después el ministro uruguayo:

            —Poco antes de entrar en agonía, como su habitación estuviera en una semipenumbra, Nervo dijo a las personas que le rodeábamos: «¿Por qué no abren esas ventanas para que entre la luz? Yo no quiero morir sin ver el Sol».

            —Sus últimos instantes fueron de una dulzura impresionante. Se extinguió con la serenidad y con la calma de que hizo gala toda su vida. El ministro de Perú, que no se apartó un instante del poeta, me dijo esta tarde: «Tuvo una muerte admirable, la muerte de un santo, de un iluminado. La dulzura y delicadeza de su alma no se empañaron nunca durante la enfermedad». La forma en que se extinguió ha impresionado a todos los que le rodeábamos— recordó el diplomático.

            Es poco lo que se sabe sobre los últimos días, las últimas horas de Nervo. El 20 de mayo, cuatro días antes de su muerte, había escrito una carta que Bernardo Ortiz de Montellano consideró luego, más que paradójica, premonitoria. Iba dirigida a «un amor ideal» — «voz de oro, frente serena y dulces ojos claros, con el brillo de un poco de emoción»— que el poeta acababa de encontrar en Argentina. Tal vez fue éste el último documento que salió de la pluma: «No quiero que vengan… Estoy rodeado de gente. Por Dios, no diga nada más a la Legación. Se lo ruego. Tres médicos me ven… Sólo usted me falta, pero usted está en mi alma. Es de creer que me podré ir el 24… ¡Qué cerca!… Ya pronto estaremos juntos. Hasta luego».

            La muerte lo alcanzó, precisamente, aquel 24 de mayo al que la carta hacía referencia. «La vida no es otra cosa/Que el resplandor de la muerte», dice una milonga argentina recuperada por Borges. Si Nervo brilló en su vida como pocos poetas de su tiempo, sus esponsales con la muerte constituyeron un acontecimiento inusitado: «no tienen precedente en la historia política y literaria de América Latina», apuntó un diario. En 1944, escribiría por su parte el propio Ortiz de Montellano:

Ni héroe ni rey alguno, menos un poeta, han recibido nunca los honores funerales que durante seis meses, tiempo que duró el traslado de sus restos a la capital mexicana, le rindieron a su paso los pueblos de América. La prensa de las veintiún repúblicas, durante seis meses, reprodujo, con frecuencia, artículos laudatorios, versos de homenaje, noticias de los funerales, crónicas de veladas literarias en su honor. Los escritores, los poetas, las voces femeninas de América —Juana de Ibarbourou, Gabriela Mistral, Alfonsina Storni— unieron su palabra y su voz. Los libreros agotaron las ediciones de sus libros. Millones de labios repitieron su nombre y sus versos.

DOS

En mayo de 1919, los diarios de la Ciudad de México daban cuenta de batallas, emboscadas, fusilamientos y asesinatos a mansalva. Fotografías del cadáver de Zapata, ejecutado un mes antes en Chinameca, o de la cabeza de Blanquet, decapitado en Chavaxtla. Titulares teñidos de rojo: «¡Detened la invasión!», porque Villa había balaceado a unos soldados gringos, o porque circulaba la noticia de que Alemania había intentado, durante la Primera Guerra Mundial aliar a México contra los Estados Unidos. Pablo González y Álvaro Obregón luchaban por la Presidencia de la República y los carrancistas terminaban de cincelar su leyenda negra —secuestros, violaciones, juicios sumarios verificados en plena calle—, mientras en el resto el mundo caían  «tormentas formidables» y los dirigibles desaparecían en la bruma.

            Todo aquello se detuvo momentáneamente el domingo 25 de mayo. Con titulares quizá más negros que de costumbre, informó en su primera plana El Universal: «Nervo, el gran poeta mexicano, ha muerto». Abajo, una foto reproducía la imagen que años después describiría Alfonso Reyes: «Los rasgos arqueados, la nariz interrogativa, los ojos entre magnéticos y burlones, la boca tan baja —que era ya mefistofélica—, un algo de pájaro, un algo de monje, un perfil de sombra chinesca».

            En 1919 El Universal incluía entre sus colaboradores a Ramón López Velarde, Carlos González Peña, Salvador Quevedo y Zubieta, Xavier Sorondo y Enrique González Ledesma, entre otros. Tal vez a uno de ellos le tocó redactar la nota necrológica —sin firma— que decía:

Un cable, con su habitual y cruel laconismo, nos informa que Amado Nervo murió ayer en Montevideo, la hermosa capital uruguaya, blasonada entre las más ilustres por el talento peregrino de Herrera y Reissig. Nervo acababa de presentar sus credenciales al gobierno de dicha república, después de haberlo hecho en Buenos Aires, donde la palabra de Leopoldo Lugones lo saludó en nombre de la intelectualidad argentina más alta.

         Hace pocos meses que nuestro poeta regresaba a México al cabo de una ausencia de 15 años. Entonces se pudo ver, en homenajes públicos y privados, la simpatía y admiración que despertaba a su paso un hombre que supo llevar la lira sobre el corazón […] Todos lo querían y todos lo amaban por el penetrante encanto de su poesía, diáfana y cordial, reflejo fiel de su vida armoniosa, no enturbiada por las concupiscencias que mancharon a tantos en estos tiempos pródigos en prevaricaciones y apostasías.

            La nota iba acompañada con la transcripción de la carta con que Nervo había rechazado una pensión de siete mil quinientas coronas, ofrecida por las cortes españolas para atenuar su estrechez económica («Aun cuando mi situación pecuniaria es sobrado modesta, yo, como Azorín, soy un “pequeño filósofo” y los pequeños filósofos  vivimos con muy poco y hasta tenemos cierto amor a la “austeridad”, lo que no sienta mal, por lo demás, a un poeta místico». Incluía también una breve reflexión escrita por Darío antes de que a él mismo le alcanzara la muerte («¿Sabrá bridge ya amado Nervo?… Lo que sí sabe y sabrá siempre es infundir en sus versos que se visten de sencillez y de claridad como las horcas de cristal, que anuncian la paz de los amables días, un misterio delicado y comunicativo que nos pone en contacto con el mundo armonioso que crea su voluntad intensa»), así como un fragmento, extraído de una página autobiográfica del propio Nervo, en la que el poeta trazaba a grandes rasgos la tragedia de una generación obligada a ganarse la vida en el periodismo, y contaba su propia iniciación en la literatura:

Empecé a escribir siendo muy niño, y en cierta ocasión una hermana mía encontró mis versos, hechos a hurtadillas, y los leyó en el comedor a toda la familia reunida. Yo escapé a mi rincón. Mi padre frunció el ceño. Y eso fue todo. Un poco de rigidez y escapo para siempre. Hoy serías quizás un hombre práctico. Habría amasado una fortuna con el dinero de los demás y mi honorabilidad y seriedad me abrirían todos los caminos. Pero mi padre sólo frunció el ceño…

Decía Nervo:

No he tenido ni tengo tendencia alguna literaria especial, escribo como me place. No sostengo más que una escuela: la de mi honda y personal sinceridad. He hecho innumerables cosas malas en prosa y verso, y algunas buenas, pero sé cuáles son unas y otras. Si hubiera sido rico no habría hecho más que las buenas, y hoy sólo se tendría mi pequeño libro de arte consciente, libre y activo. No se pudo. Era preciso vivir en un país donde casi nadie leía libros y la única forma de difusión estaba constituida por el periódico. De todas las cosas que más me duelen es esa la que me duele más; el libro, breve y precioso, que la vida no me dejó escribir; el libro libre y único.

            Una frase cerraba la nota: «Con la muerte de Amado Nervo consideramos que se queda solo llorando Lugones, cortando el lirio de oro en el más alto crestón de Los Andes».

TRES

Tras la muerte de Darío en 1916, Nervo había alcanzado «la apoteosis del reconocimiento». Se le proclamó «el más grande de los modernistas mexicanos», «el mayor poeta de América», e incluso «el primero del idioma». Lo que nunca le perdonarían los críticos —«sus textos finales, de aspiración mística y sin literatura»— le permitió convertirse en un autor popular, penetrar amplios núcleos lectores de México, América Latina y España. En Uruguay, su muerte causó conmoción: incluso el comercio cerró sus puertas. Cuando el poeta fue embalsamado y trasladado «con pompa y solemnidad» a la Universidad de Montevideo, donde iba a ser velado, «un público inmenso, compuesto por todas las clases sociales, desde las de mayor representación hasta las más humildes, desfiló durante los dos días en que estuvo expuesto el cadáver, haciéndose necesario, en vista de la aglomeración, reglamentar la entrada y salida a la capilla ardiente». Cadetes, estudiantes e intelectuales, en guardia de honor, custodiaron día y noche los restos, envueltos con las banderas mexicana y uruguaya.

            Tres días más tarde el féretro fue llevado al Panteón Nacional, donde permanecería hasta su traslado a México. «Durante el trayecto —relata El Universal— las damas que presenciaban desde los balcones el paso del luctuoso cortejo, arrojaron sobre el ataúd del llorado poeta, ramilletes de flores». Diplomáticos argentinos, italianos y brasileños, pronunciaron oraciones fúnebres. También Juan Zorrilla de San Martín, autor del célebre Tabaré, hizo uso de la palabra «y con bellísimas frases habló del dulce amor de nuestra patria, siendo su elogio una verdadera pieza literaria». Se anunció incluso que el gobierno uruguayo había mandado hacer un mausoleo de mármol, «habiéndose tomado para el rostro del llorado bardo, la mascarilla que momentos después de su fallecimiento, fue sacada».

            México también se cimbró. Representantes del gobierno visitaron la casa de la familia Nervo para dar el pésame oficial, un grupo de regidores propuso al cabildo iniciar una colecta que permitiera levantar un monumento, dedicado a Nervo, en el Bosque de Chapultepec, y la Banda de Policía anunció una audición extraordinaria, que tendría como fin recaudar nuevos fondos. Los estudiantes comisionaron al joven Luis Enrique Erro «para que estudiara la manera de unir los sentimientos de la falange estudiantil con los de la Nación», y «los cultos vecinos de la simpática colonia Santa María, después de haber conseguido del Ayuntamiento la autorización para cambiar el nombre de una calle por el de Amado Nervo, organizaron un programa frente a la casa que habitó el poeta antes de salir a Argentina».

            El Senado de la República enlutó su tribuna durante tres días. El 27 de mayo, Alfonso Cravioto y Juan Sánchez Azcona pronunciaron encendidos discursos. Deliraba de dolor este último:

Cuando yo le dije a Nervo que debía venir a México, me contestó: «No puedo, estoy de tal manera enfermo que un viaje a San Sebastián me obligaría a guardar un día de cama; en consecuencia, si voy a México no llego». Insistí: «El señor Presidente de la República me autorizó de manera directa para invitarlo a venir». Vino. Y vino tan contento que me decía a últimas fechas: «Ya no estoy enfermo, ya estoy bien, ya el viaje largo por mar me ha hecho, en vez del daño que yo temía, un efecto tonificante». Y señores: permitidme hasta entrar en detalles: él llevaba una dieta muy estricta en Madrid, y aquí comía de todo y se entusiasmaba con nuestros platillos. Comió enchiladas, mole y tamales y no le hicieron daño, y me dijo: «Mi enfermedad era ficticia, la enfermedad que yo tenía era el estar lejos de la patria».

            Ese mismo día, Ramón López Velarde visitó las oficinas de El Universal para rechazar la autoría de una «Corona fúnebre» que cierto periódico le había atribuido.

            Estoy de acuerdo con lo expuesto en la «Corona fúnebre» —dijo—: con la muerte de Nervo, México pierde a su poeta más alto. Sin embargo, me parece necesario aclarar que pude haber considerado tal opinión pero tal vez sin decir que el poeta «se había remontado a las regiones ignotas del ideal» y sin afirmar que en sus versos «encontraremos parte de su alma bellísima»… Creo en la eficacia de estas palabras para no interrumpir la digestión de las personas que cultivan la literatura en las diversas sociedades y ateneos. Pero declino cortésmente el hallazgo de su descubrimiento en honor de los colonos milenarios que las inventaron. Ya cuando murió Homero los supervivientes se apresuraron a ponerlo en las «ignotas regiones del cielo». En cuanto a aquello de «su alma bellísima» es una frase delicada, tierna y expresiva, que cedo a favor de las señoritas acostumbradas a despedir con una sentida romanza la hora trastabilleante del crepúsculo, siempre lleno de inagotable paciencia como un enfermo alucinado.

            Dos semanas más tarde, López Velarde entregaba un artículo a los editores de El Universal. Seguía considerando que Nervo era «nuestro as de ases… el poeta máximo nuestro», pero se confesaba «reacio a sus prosas y versos catequistas alejados de la naturaleza artística, y en ocasiones en pugna con ella»: «Cuando me tentaba el deseo de formular mi disentimiento de su labor de los últimos años, me abstuve, empero, por no lastimar su carne mortal. Hoy si me escucha me entenderá […] y nadie puede lastimarse si lo digo».

            Ningún autor que llega a ser popular puede seguir contando con la aprobación de la crítica, afirma José Emilio Pacheco. Tal vez con aquél artículo comenzó el desprestigio con que se enlodó la figura de Nervo durante las décadas siguientes, la muerte pública que —aun a costa de dos antologías de José Emilio Pacheco, un estudio de Manuel Durán y algunos otros de Ernesto Mejía Sánchez— lo sigue acompañando hasta la fecha.

CUATRO

Los restos, no se entiende porqué, permanecieron cuatro meses en Montevideo. El 3 de septiembre, ocho marinos condujeron en hombros, de la universidad a la cubierta del crucero Uruguay, el ataúd del poeta. Los comercios volvieron a suspender sus actividades.  Bandas militares, tropas, cadetes, una multitud «expectante y abigarrada» acompañó el cortejo encabezado por el Presidente de aquel país. Además del Uruguay ―dieciocho oficiales, ciento sesenta y siete tripulantes, cincuenta y cinco cadetes de la escuela naval―, un navío argentino, el Nueve de Julio― con quinientos diez tripulantes, escoltaría el regreso de Nervo a las playas mexicanas. Nadie imaginaba que a lo largo del trayecto cientos de hombres se añadirían al cortejo «como los soldados a su capitán en las viejas leyendas». Si en diez años de revuelta política México había sufrido un total desprestigio en el extranjero, ahora reflexionaba el 14 de septiembre un editorialista de El Universal― «un espíritu que emprende el eterno viaje reivindica por encima de los excesos y las pasiones políticas, por sobre la destrucción  y la matanza, nuestro derecho a la vida libre y que se nos tenga en cuenta en el concierto de los pueblos civilizados».

            Las naciones sudamericanas exigían que el convoy se detuviera a cada paso. Discursos, homenajes, manifestaciones de duelo, se repitieron una y otra vez en las playas de Brasil y Venezuela. El primero de noviembre, tras casi sesenta días de travesía, el Uruguay, con un féretro cubierto por todas las banderas latinoamericanas, llegó a Cuba.

            Desde la Ciudad de México trenes especiales salían rumbo a Veracruz con los asientos repletos de ministros y diplomáticos. El 11 de noviembre, al medio día, «se vio sobre la línea entre el horizonte y el mar, primero, el humo, después las chimeneas y luego, poco a poco, perfilándose como para mostrar la redondez de la tierra, la silueta gris, pequeña del primer acorazado, el Uruguay, seguido por lo que parecía una pequeña escuadra naval: cruceros cubanos, brasileños, mexicanos y norteamericanos».

            Entonces ocurrió una imagen que hubiera celebrado el propio Nervo: mientras el navío fondeaba, miles de gaviotas le sobrevolaron. Algunas, incluso, se posaron en la cubierta. Y entonces comenzó a soplar el viento del norte, como si también la naturaleza quisiera rendir su cuota lacrimosa de dolor».

            Aquella noche, bajo una tormenta terrible, las autoridades del puerto prohibieron la música. Veracruz entero se sumó al luto. No era todo: dos días más tarde, miles de personas recorrieron decenas de kilómetros para mirar el paso del tren en su ruta a México y una multitud incalculable se agolpó en los alrededores de Buenavista. Ahí comenzó la verdadera apoteosis: el 13 de noviembre el gobierno decretó luto nacional, veinte mil personas acompañaron el féretro desde la estación hasta el edificio de Relaciones Exteriores, completamente decorado por la agencia Gayosso, donde se amontonaban seiscientos cincuenta coronas y miles de arreglos florales. Varios aeroplanos ―artefacto que Nervo había detestado― acompañaron el cortejo. Las tropas presentaron armas, las mujeres arrojaron rosas, incluso los hombres rompieron en llanto: para Ortiz de Montellano, aquel día se mezclaban la luz y las tinieblas, el silencio del poeta y el clamor revolucionario: aparecía el claroscuro de la nueva vida mexicana.

            Nervo fue sepultado al día siguiente. No se recordaba éxtasis fúnebre semejante. Casi trescientas mil personas integraron el último cortejo. Bernardo Ortiz de Montellano entendió que algo estaba terminando. Por eso, cuando la gente abandonó el cementerio, se quedó unos momentos frente al sepulcro y recordó un versículo: «cuando Jesús fue entregado a los fariseos […] todos los discípulos huyeron. Sólo un adolescente que no llevaba más que una sábana sobre el cuerpo desnudo lo siguió. Los esbirros intentaron prenderle mas él, dejándoles la sábana entre las manos, se huyó de ellos desnudo». Comenzaba, de ese modo, la otra noche de Amado Nervo. Ω

[1] DE MAULEÓN, Héctor. El tiempo repentino. Crónicas de la Cd. de México en el siglo XX. Cal y Arena. México. 2000. p. 143-155.