Niños emigrantes

En menos de un año 60 mil menores llegaron a Estados Unidos procedentes de México y Centroamérica, muchos de ellos absolutamente solos, sin la compañía de alguno de sus padres u otro familiar. ¿Por qué un niño emprende travesía tan riesgosa, expuesto a ser asesinado, secuestrado, violado, a sufrir hambre, temperaturas extremas, noches a la intemperie, accidentes letales, y siempre con la probabilidad de que se le deporte desde la tierra prometida?

Antaño se emigraba a Estados Unidos porque en ese país se podía conseguir un empleo remunerado con salarios imposibles en cualquier lugar de América Latina. En el caso de los centroamericanos, hoy se emigra no sólo en pos de un sueño dorado sino, también y sobre todo, escapando de una realidad que, sin exageración alguna, podemos calificar de atroz. El norte de Centroamérica es la región más densamente poblada y, con Haití, más pobre del continente, y la más violenta del mundo. Amplias capas de la población están desnutridas. Las tasas de homicidios dolosos en Guatemala, El Salvador y Honduras oscilan entre 40 y 90 por cada 100 mil habitantes (para darnos una idea de lo que esto significa, conviene recordar que en los países de la Unión Europea esa tasa es de uno a dos homicidios, y en México, en los peores momentos de la guerra contra el narcotráfico, fue de 24).

La emigración es tabla de salvación pero, a la vez, produce familias y comunidades desintegradas. Las remesas representan en Honduras y El Salvador alrededor de 20% del Producto Interno Bruto, por lo que, apunta Joaquín Villalobos en su artículo “El infierno al sur de México” (Nexos, septiembre de 2014), “dan a la economía un carácter rentista que hace perder incentivos a la inversión y la producción”.

En realidad, la crisis humanitaria no se inicia con la salida de decenas de miles de niños de sus países, que es más bien un efecto de la verdadera crisis: la violencia exacerbada, la miseria, el hambre, la ausencia de condiciones mínimas de existencia decorosa. La criminalidad es tan brutal como en las regiones más violentas de nuestro país, y ha llegado a imponer sus leyes no escritas en los barrios más pobres sometiendo muchas veces a los pobladores a la dramática disyuntiva de morir o emprender el éxodo.

El mayor exponente de esa violencia es la pandilla de La Mara Salvatrucha, la más perniciosa del mundo. Los maras no tienen familia o están separados de ella. No actúan clandestinamente sino son componente cotidiano de la vida de los barrios que consideran su territorio. Se dedican principalmente a la extorsión de pequeños negocios, los cuales por esa razón frecuentemente resultan inviables. Sus crímenes son espeluznantes: no se tientan el corazón para secuestrar, mutilar o asesinar incluso a mujeres, ancianos, niños y personas con discapacidad.

El victimismo que ha caracterizado el discurso populista latinoamericano, según el cual el imperialismo yanqui es el causante de todos nuestros males, no ayudará a resolver este grave problema. EU no podría acoger a todos los que llegan. Una actitud permisiva propiciaría un efecto llamada que agravaría la situación. Sólo el desarrollo económico y el fortalecimiento de las instituciones, principalmente las de seguridad pública y justicia penal, pueden combatir los terribles males que aquejan a la región.