Salvar al capitalismo de los capitalistas gravando la riqueza1

Thomas Piketty

La distribución del ingreso y la riqueza es uno de los temas más polémicos del momento. La historia nos dice que hay poderosas fuerzas económicas empujando tanto hacia una mayor igualdad como a una mayor desigualdad. Lo que prevalezca dependerá de las políticas que elijamos.

Estados Unidos es un ejemplo de ello. Es un país que fue concebido como la antítesis de las sociedades patrimoniales de la vieja Europa. Alexis de Tocqueville, el historiador del siglo XIX, vio a Estados Unidos como el lugar donde la tierra era tan abundante que todo el mundo podía permitirse el lujo de tener una propiedad y donde una democracia de ciudadanos iguales podría florecer. Hasta la Primera Guerra Mundial, la concentración de la riqueza en manos de los ricos era mucho menos extrema en los EE. UU. que en Europa. En el siglo XX, sin embargo, la situación se invirtió.

Entre 1914 y 1945, las desigualdades en las rentas europeas fueron azotadas por la guerra, la inflación, la nacionalización y la fiscalización. Después de ello, los países europeos crearon instituciones que —a pesar de todos sus errores— son estructuralmente más igualitarias e inclusivas que las de EE.UU.

Irónicamente, muchas de estas instituciones se inspiraron en América. Desde la década de los 30’ hasta principios de los 80′, por ejemplo, Gran Bretaña mantuvo una distribución equilibrada del ingreso atacando con tasas impositivas muy altas a los que consideraban ingresos indecentemente altos. Pero los impuestos confiscatorios fueron de hecho una invención estadounidense aplicada por primera vez en los años de entreguerras en un momento en que el país estaba decidido a evitar las desigualdades que imperaban en la Europa clasista. El experimento estadounidense con altos impuestos no afectó el crecimiento, el cual fue mayor en ese momento de lo que ha sido desde 1980. Es una idea que merece ser revivida, especialmente en el país que primero pensó en ello.

  1. UU. también fue el primero en desarrollar la escolarización masiva, con la alfabetización casi universal —cuando menos entre los hombres blancos— en el siglo XIX, un logro que le tomó a Europa casi 100 años más. Pero, de nuevo, es Europa la que ahora es más incluyente. Es cierto que EE. UU. ha incentivado la creación de muchas de las universidades sobresalientes del mundo. Sin embargo, Europa ha logrado incentivar mejor la creación de universidades de rango intermedio. Según el ranking de Shanghai, 53 de las 100 mejores universidades del mundo se encuentran en EE. UU. y 31 en Europa. Habrá que observar que en las 500 mejores universidades, el orden se invierte: 202 en Europa contra 150 de EE. UU.

La gente suele hablar de las virtudes de sus meritocracias nacionales, pero —ya sea en Francia, Estados Unidos o en otros lugares— tal retórica rara vez se ajusta a los hechos. A menudo, el propósito es justificar las desigualdades existentes. El acceso a las universidades estadounidenses —alguna vez de las más abiertas del mundo— es muy desigual. La construcción de sistemas de educación superior, que combinan la eficiencia y la igualdad de oportunidades, es un gran desafío para todos los países.

La educación de masas es importante, pero no garantiza una distribución justa de los ingresos y la riqueza. La desigualdad de ingresos en EE. UU. se ha agudizado desde la década de los 80’ debido principalmente a los grandes ingresos de las personas en la parte superior de la pirámide. ¿Por qué? ¿Cuentan las habilidades de los cuadros gerenciales avanzados más que las de todos los demás? En una organización grande es difícil saber cuánto del trabajo de cada persona es verdaderamente útil. Pero otra hipótesis, la de que los altos directivos de las grandes compañías tienen el poder de fijar su propia remuneración, está mejor apoyada por la evidencia.

Incluso si la desigualdad salarial pudiera ser controlada, la historia nos habla de otra fuerza maligna, la que favorece las modestas desigualdades en la riqueza hasta que llegan a niveles extremos. Esto tiende a ocurrir cuando los rendimientos se acumulan para los dueños del capital más rápido de lo que la economía crece, permitiendo a los capitalistas obtener  una tajada más grande del botín, a expensas de la clase media y baja. Esto ha sucedido porque el rendimiento del capital excedió el crecimiento económico que la desigualdad agravó en el siglo XIX, y es probable que estas condiciones se repitan en el siglo XXI. La clasificación de multimillonarios Forbes muestra que la riqueza de los más ricos ha crecido más de tres veces más rápido que el tamaño de la economía mundial entre 1987 y 2013.

La desigualdad de EE. UU. puede ser ahora tan aguda, y el poder político tan fuertemente acaparado por las rentas más altas, que las reformas necesarias no se lograrán, al igual que sucedió en Europa antes de la Primera Guerra Mundial. Pero eso no debe impedir que se aspire a algo mejor. La solución ideal sería un impuesto progresivo global sobre el patrimonio neto individual. Los que acaban de empezar pagarían poco, mientras que los que tienen miles de millones pagarían mucho. Esto mantendría la desigualdad bajo control y haría más fácil subir la escalera. Además inyectaría dinamismo a la riqueza a nivel mundial, bajo un escrutinio público. La falta de transparencia financiera y de estadísticas confiables sobre la riqueza son de los principales retos de las democracias modernas.

Por supuesto que hay alternativas. China y Rusia también deben hacer frente a las oligarquías adineradas, y lo hacen con sus propias herramientas: los controles de capital y cárceles cuyas paredes sombrías puede contener a los oligarcas más ambiciosos. Para los países que prefieren el imperio de la ley y un orden económico internacional, un impuesto sobre el patrimonio mundial es una mejor apuesta. Tal vez China podría acercarse a él antes que nosotros.

La inflación es otra posible solución. En el pasado ha ayudado a aligerar la carga de la deuda pública. Pero también erosiona los ahorros de los menos favorecidos. Un impuesto sobre las grandes fortunas parece preferible.

Un impuesto sobre el patrimonio mundial requeriría la cooperación internacional. Esto es difícil, pero factible. EE. UU. y la Unión Europea representan cada uno un cuarto de la producción mundial. Si pudieran hablar con una sola voz, un registro global de los activos financieros estaría al alcance. Las sanciones podrían ser impuestas a los paraísos fiscales que se negaran  a cooperar.

A falta de eso, muchos podrían volverse en contra de la globalización. Si algún día encuentran una voz común, está pronunciará los olvidados mantras del nacionalismo y el aislamiento económico.


 

[1] Tomado de:

http://www.ft.com/cms/s/0/decdd76e-b50e-11e3-a746-00144feabdc0.html#axzz351GNH5bD

(28/04/2016)

Traducción de Estanislao Chávez