Sobre los cinco panes

Karel Capek

—…¿Me pregunta que qué tengo contra El? Se lo voy a explicar claramente, vecino. No es que esté en contra de sus enseñanzas, eso no. Una vez escuché sus predicaciones y le digo a usted poco faltó para que me convirtiera en su discípulo. Aquella vez volví a casa y le dije a mi primo el guarnicionero: “Tú debías oírle. Te digo que, a su manera, es un profeta. Habla muy bien hay que reconocerlo”. A uno se le alegra el corazón. Aquel día tenía yo los ojos llenos de lágrimas, hubiera cerrado la tienda muy a gusto y me hubiera ido tras él para no perderle nunca de vista, “Reparte todo lo que tienes, dijo, y sígueme. Ama a tu prójimo, ayuda al pobre y perdona al que te ofendió”, y cosas por el estilo. Yo soy un sencillo panadero, pero cuando le oía sentía dentro de mí una alegría y un dolor tan extraños… No sé como decirlo… Una fuerza que me hacía arrodillar en tierra y llorar y, al mismo tiempo, algo tan bello y tan ligero como si de mí se hubieran desprendido todas las preocupaciones, toda la maldad. Entonces, pues, fue cuando le dije a mi primo: “Tú, tonto de capirote, debería darte vergüenza lo que haces, hablas de tonterías, que si éste o el otro te deben, que si tienes que pagar los diezmos, recargos e impuestos, etc. Mejor sería que repartieras entre los pobres lo que tienes, dejaras a tu mujer y a tus hijos y le siguieras”.

            —Y eso de que cura enfermos y poseídos, tampoco se lo echaría en cara. La verdad, es un poder extraño y sobrenatural, pero todos nosotros sabemos que nuestros curanderos son unos matasanos y que los romanos no son mejores. Saben sacar dinero, eso sí, pero cuando llamas junto a un moribundo se encogen de hombros y te dicen que debías haberlos llamado antes. ¡Antes! Mi difunta esposa estuvo enferma dos años. Yo la llevaba de unos médicos a otros. No se puede usted imaginar el dinero que me costó. Y ninguno la ayudó. Si entonces hubiera ido ya Él por las ciudades, hubiera caído yo de rodillas a sus plantas y le hubiera dicho: “Señor, sana esta mujer”. Y ella hubiera tocado su túnica y se hubiera curado. Así, la pobrecita, sufrió como no tiene usted idea… Que cure enfermos lo encuentro muy bien. Claro que los doctores están en contra de eso y gritan que es una estafa y una intromisión, y quieren que se lo prohíban y que sé yo cuantas cosas más. Pero ya sabemos que en ello juegan parte importante los intereses particulares. El que quiere ayudar a la gente y salvar al mundo siempre tropieza con los intereses de alguien. No se puede contentar a todos, eso ya se sabe. Lo que yo digo: puede curar y resucitar muertos si le parece… Pero aquello de los cinco panes, no debió hacerlo. Como panadero, le digo a usted que fue una gran injusticia con respecto a nosotros.

            —¿Usted no a oído hablar sobre lo de los cinco panes? Me extraña, porque todos los panaderos están fuera de sí a causa de este asunto. Dicen que un gran gentío lo siguió hasta un lugar desierto, y Él curaba a sus enfermos. Y cuando anochecía se acercó a Él uno de sus discípulos, diciéndole: “Desierto está el lugar éste y el tiempo pasa. Déjales partir para que yendo a la ciudad encuentren para sí alimentos”. Entonces Él les contestó: “No es necesario que se marchen, dadles vosotros de comer”. Y ellos le contestaron: “No tenemos aquí más que cinco panes y dos peces”. Y Él contestó a su vez: “traédmelos aquí”. Y ordenó a la multitud que se sentara sobre la hierba y, tomando aquellos cinco panes y dos peces, miro al cielo, los bendijo y partiéndolos en pedazos daba el pan a sus discípulos, y los discípulos a la multitud. Y todos comieron y quedaron saciados. Después se recogieron las migajas llenándose doce cestos. Comieron alrededor de cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.

            —Comprenda, vecino, que esto no lo pueda consentir ningún panadero. ¿A dónde llegarían las cosas? Si tuviera que convertirse en costumbre que cualquiera pudiera con cinco panes y dos pececitos, hartar a cinco mil personas, ya estábamos arreglados. Entonces, los panaderos tendríamos que irnos a pacer, ¿tengo razón o no? En lo que se refiere a los pececitos, ¡allá se las arreglen! Crecen en el agua y los puede pescar todo el que quiera. Pero el panadero tiene que comprar la harina y la leña, tiene que tener un aprendiz y pagarle un jornal, ha de contar con el mantenimiento de la tienda, o sea, impuestos, y quién sabe cuántas cosas más; así que está contento si le quedan algunas monedas para alimentarse y no tener que ir pidiendo limosna. ¿Y Él? Le basta con mirar al cielo y tiene suficiente pan para saciar a cinco mil o quién sabe a cuántos miles de personas. La harina no le cuesta nada, no tiene que acarrear la leña de Dios sabe dónde, ningunos gastos, ningún trabajo… Está claro que de ese modo puede dar el pan gratis a la gente, ¿no es eso? Y no tiene en cuenta que a los panaderos de los alrededores les quita el medio de ganarse la vida honradamente. Le digo a usted que esto es una competencia turbia, y debía impedirse de alguna manera. Si quiere hacer de panadero, ¡que pague impuestos como nosotros! La gente ya viene diciéndonos: ¿cómo es eso?, ¿tanto dinero queréis por esos miserables panecillos? Gratis los deberíais dar, como Él. ¡Y vaya pan que era! Blanco, tostadito y con un aroma… uno hubiera comido hasta reventar. Ya hemos tenido que rebajar el precio de los panecillos, ¡palabra de honor!, los vendemos por menos que el precio de coste, solamente por no tener que cerrar las tiendas.

            —Pero, ¿hasta dónde vamos a llegar? Eso hace que los panaderos nos devanemos los sesos. Dicen que en otro lugar sació a cuatro mil hombres, sin contar mujeres y niños, con siete panes y unos cuantos peces, pero se recogieron solamente cuatro cestos de migajas. Seguramente a ese negocio suyo ya no le va tan bien como antes, pero a nosotros nos va a deshacer para siempre. Y yo le digo a usted que lo hace sólo por antipatía a los panaderos. Es verdad que los que comercian en pescado también se quejan, pero esos no saben ya qué pedir por sus peces. No es un trabajo tan honrado como el de panadero.

            —Mire usted vecino, yo soy ya un viejo y no tengo mujer ni niños. Hace poco le dije a mi aprendiz que se ocupe de la panadería él solo. No se trata, pues, de mis beneficios. Por mi alma que preferiría repartir mi pequeña propiedad y seguirle a Él, cultivar el amor al prójimo y todo lo que predica. Pero cuando veo como se ha enfrentado a nosotros, los panaderos, me digo: ¡Eso si que no! Yo, como panadero, veo que su sistema no es ninguna salvación para el mundo, sino una verdadera catástrofe para nuestra profesión. Me da lástima, pero eso no estoy dispuesto a consentirlo. ¡No puede ser!

            —Desde luego que hemos presentado una queja a Ananías y al Gobernador por violación de las leyes industriales y por incitar a la rebelión, pero ya sabe usted cómo van las cosas en esos lugares. ¡Hasta que se decidan a hacer algo! Usted me conoce, vecino, soy un hombre comedido y no busco pelea con nadie, pero si Él viene a Jerusalén, seré el primero en salir a la calle a gritar: ¡Crucificadle! ¡Crucificadle! Ω