Trepidatorio

Karla Salazar Serna

Ese día a Conchita, mi madre, se le había antojado caldo de gallina; creo que ya estaba harta de la comida que yo le podía preparar. Yo subía las escaleras del edificio con su encargo tratando de no quemarme, lo quería muy caliente. De pronto la alarma sísmica sonó. “Otro temblor”, me dije. Solté sin pensar todo lo que traía en las manos, y aun cuando el instinto animal de sobrevivencia me decía “corre hacia abajo”, yo corrí hacia arriba a buscar a Conchita. Abrí la puerta sin esfuerzo; la cuestión es que no titubeé en ningún momento, corrí hacia su recamara y ahí estaba ella, sentada en la cama, serena, a sus 88 años. Esa era una decisión inteligente. Me miró y estiró sus brazos diciendo:

            —Ven hijo, no tengas miedo.

            La cuestión es que en ese momento ya todo se movía; las puertas, las persianas, sus perfumes y cremas resbalaban de lado a lado sobre el tocador. Los retratos y los cuadros que mi exmujer pintó se caían de las paredes. Ella continuaba serena tomando mi mano pese a los tronidos de las paredes y los rebotes de los muebles. Yo sentía que el suelo no tardaría en partirse por la mitad.

            Tan sólo habían pasado unos segundos de que el suelo dejó de moverse, y Conchita miraba a través de la ventana desde el segundo piso del edificio que acogía nuestro hogar. Yo la miraba a ella, y entonces sus ojos llenos de historia se hicieron muy grandes, me miró y dijo:

            —¡Se están derrumbando!

            Yo miré hacia afuera y lo único que vi fue polvo blanco. Su mano apretó la mía, la serenidad desapareció, las lágrimas salían de nuestros ojos. El 85 dejó grietas que nunca cerraron. La situación era grave. Lo primero que pensé fue en avisar que estábamos bien. No dudé en llamar a mi hija Marycruz, que vivía en Madrid, pero no había línea. Después reparé en que tampoco había luz. Afortunadamente tenía suerte; el celular estaba funcionando. Marqué su número y timbraba y timbraba, hasta que escuché su voz.

            —¿Hola?

            —Marycruz, soy yo.

            —Papá ahora no es buen momento

            —Hija, sólo quería decirte que…

            —¡No es buen momento, padre, te lo he dicho!

            —Sólo quería decirte que estamos bien.

            —Nosotros también estamos bien, ¿vale? Dejemos las cosas así, sin detalles y tal, sabéis que estoy ocupada.

            —Te quiero, hija.

            Terminé la llamada bajo la mirada compasiva de Conchita. Ella señaló hacia afuera y nos acercamos al ventanal; la gente se movilizaba. Entonces soltó sus palabras y dijo:

            —A veces ayudar alivia la necesidad y agobio que uno guarda dentro.

            Y sí, esas palabras sacuden a un hombre de 63 años. Para la mañana siguiente ya nos encontrábamos abajo del edificio, en el café de Juan José, que para ese entonces ya era sede de voluntarios, pues los edificios derrumbados estaban tan sólo a dos cuadras. Conchita en silla de ruedas y yo con el dolor interminable de piernas nos ocupábamos de preparar tortas y tacos de diferentes guisados que las vecinas habían bajado. El sentimiento de comunidad era avallasador. La vecina del 104 abrió literalmente su casa para quien necesitara el baño. Samuel, el chico “millenial”, había puesto extensiones para cargar los “benditos” celulares que dejé de odiar. Carlos y Josefa organizaron los carritos del súper para transportar el cascajo del edificio caído, y los motociclistas que tanto disgustaban al barrio no dejaban de ir y venir llevando gente. Pronto me percaté de que el transporte había colapsado, que escuchar las sirenas de las ambulancias ya era parte del paisaje sonoro, que los niños de la escuela vecina estaban bien pero todos empolvados. La señora del puesto de revistas no paraba de llorar, decía que conocía a todos los que estaban bajo los escombros. Los consuelos y abrazos no se pedían, se daban. Una señora rubia y con pecas, que dijo llamarse Elvia, se dirigió hasta donde yo estaba, se veía asustada.

            —¿Está usted bien?— le pregunté.

            —Sí, sí, lo que pasa es que quiero ayudar. ¿Puedo?

            Claro, pasé por favor.

            Rato después Elvia le contaba a Conchita las peripecias que pasó para recoger a sus hijos de la escuela. Le llevó dos horas llegar desde su trabajo; tuvo que caminar, casi correr, sosteniendo el corazón en la mano. El celular de ella simplemente no funcionó, la incertidumbre la acompañó hasta llegar al restaurant que albergó por horas a las maestras con los niños. Conchita le contó que yo perdí a mi hija después del 85, cuando su madre se la llevó a vivir a España.

            Por la tarde alguien llegó al café gritando que se necesitaban picos y palas. Juan José me pidió que lo acompañara a la ferretera de Gertrudis, quien no dudó en sacar lo que tenía. Llevamos todo hasta donde nos podíamos acercar. Un hombre vestido con traje, que parecía que se había bañado con polvo, lloraba sentado en la banqueta. Me percaté de que sus manos sangraban y toqué su hombro preguntando si no encontraba a alguien. Él, mirándome con esos ojos rojos, me dijo:

            —Yo vivía ahí; fui a buscar la caja de cenizas de mi difunta mujer, pero pronto me di cuenta de que ya no se trataba de eso.

            Una jovencita se acercó y le dio agua. Elvia llegó al lugar con tortas preparadas. Se veían filas formadas por hombres y mujeres que cargaban bloques de cemento con varillas mientras gritaban:

            —Una, dos tres: jalen.

            Gentes con guantes, sin guantes, con casco y sin casco, algunos con chaleco, todos estaban ahí, tratando de rescatar. Pronto visualicé que también había perros. (¿Será que puedan ser útiles?) De pronto escuché sonar mi celular; insisto, qué suerte la mía; yo si tenía línea.

            —¡Bueno!

            —¿Papá?

            —¡Marycruz!, hija…

            —¡Papá!, por fin logré comunicarme; yo no sabía…; me acabo de enterar … ¿Estáis bien?, ¿la abuela?, ¿estáis todos bien?

            Yo miré alrededor, vi a Juan José moviendo piedras, a Elvia repartiendo las tortas, a los que no sabía cuál era su nombre y parecía que conocía de años, vi a todos unidos trabajando, y le contesté:

            —Todos estamos bien.

            —Pero, papá, tendréis que darme detalles, por favor, tengo tiempo charlemos…

            No pude responder lo que quería saber, ella siguió hablando al teléfono, pero el puño estaba en alto y todos guardábamos silencio. Ω