Lección 8
Democracia vertical
La opinión pública y la democracia electoral tienen que ver con la dimensión horizontal de la política: la base del edificio. Pero después viene el edificio y, con él, la dimensión vertical de la política, donde hay quien está arriba y quien está abajo, quien manda y quien es mandado, el nivel superior y el nivel inferior.
“Democracia vertical” es, pues, la democracia como sistema de gobierno, y por tanto como estructura jerárquica. Y aquí topamos con la acusación que se viene haciendo desde siempre a la democracia: ¿cómo es que el mando de la mayoría se transforma en mando de minoría o minorías?
Es sobre todo porque ese término, “mayoría”, tiene muchos significados, pero sobre todo dos. Mayoría en el sentido de criterio mayoritario, o bien en el sentido de mayor número. Democracia es mando de la mayoría, si por mayoría se entiende que la democracia se somete, en la toma de decisiones, a la “regla mayoritaria”; pero no es mando de la mayoría si con ello queremos decir que el mayor número gobierna y el menor número es gobernado.
Veámoslo por partes. En las elecciones tenemos tres niveles. Primero, las mayorías electorales eligen a sus candidatos y las minorías, las minorías electorales (las que no llegan al porcentaje de voto exigido), los pierden. Hasta aquí todo claro. Llegamos al segundo nivel: los elegidos son de hecho un número menor, una minoría respecto a sus electores (pongamos uno por cada cincuenta mil). También aquí todo claro. Tercer nivel: los elegidos, a su vez, eligen un gobierno que es, una vez más, un número reducido respecto al Parlamento que lo vota. ¿Sigue todo claro? Yo creo que sí. Desde luego, yo no sabría hacerlo de otra forma.
Al final aparece un primer ministro: una minoría de “uno solo” respecto al comienzo
de todo el proceso en el que han participado diez, cien, quinientos millones de electores. ¿Qué tenemos que pensar? ¿Que la democracia está trastocada, vuelta del revés, que ha sido traicionada? Es indudable que no. Y repasando el proceso paso a paso vemos que es precisamente la regla mayoritaria la que cada vez transforma una mayoría sustantiva en un número menor. Por tanto, lo que parece una paradoja, si no incluso una contradicción, esto es, que la democracia tendría que ser un gobierno de la mayoría y en cambio es gobernada por una reducidísima minoría, en realidad no es tal. También porque en ese proceso la democracia nunca otorga todo el poder a nadie; por el contrario, lo reparte de distintas formas entre mayorías y minorías que se alteran entre sí justamente en función del principio mayoritario.
Otra aparente paradoja es que para los constituyentes estadounidenses -pero también para Tocqueville y para John Stuart Mili- el problema de la democracia no lo planteaban los pocos sino los muchos: era el problema de la “tiranía de la mayoría”. Los constituyentes de Filadelfia temían que el principio mayoritario funcionara en el Parlamento como una apisonadora, es decir, como un ejercicio absoluto del derecho de mayoría que deviene, precisamente, tiranía de la mayoría. Esta expresión ha adoptado posteriormente otros significados, pero el más importante es el que pusieron en evidencia los constituyentes estadounidenses.
También quisiera subrayar, como inciso, que la expresión “tiranía de la mayoría” no debe hacemos creer que las mayorías electorales puedan tiranizar. Una cosa son las mayorías concretas de pequeños grupos “reales” (que pueden perfectamente ser tiránicas) y otra muy distinta son las mayorías electorales, que son sólo agregados efímeros.
A propósito de elecciones, un detalle que puede resultar curioso: las técnicas electorales no provienen de los griegos (que normalmente recurrían al sorteo), sino de las órdenes religiosas, de los monjes atrincherados en sus conventos-fortaleza, que en la alta Edad Media se veían obligados a elegir a sus superiores. No pudiendo recurrir al principio hereditario ni al de la fuerza, no les quedaba otra salida que elegir votando. Pero los monjes elegían a un jefe absoluto. Se trataba de una elección muy seria para ellos. De modo que el voto secreto y la elaboración de las reglas de voto mayoritarias se los debemos al denuedo de los monjes. No obstante, lo cierto es que, durante la Edad Media y todo el Renacimiento, la maior pars tenía que estar en cualquier caso vinculada a la melior pars, con la parte mejor; y al final la elección tenía que resultar unánime (a los rebeldes se los convencía a garrotazos).
Ése es un punto importante. El principio consagrador del poder electivo (creado por elecciones) hasta el siglo XVII era la unanimidad. El paso de la unanimidad a las reglas mayoritarias sólo se produce con Locke, y se produce porque con él el derecho de la mayoría se integra en un sistema constitucional que lo disciplina y lo controla.
Fuente: Sartori, Giovanni. La democracia en 30 lecciones. México, Taurus, 2009, pp. 43-47.