Capítulo V. De cómo la tolerancia puede ser admitida
Me atrevo a suponer que
un ministro culto y magnánimo, un prelado humanitario y sabio, un príncipe que
sabe que su interés consiste en el gran número de sus súbditos y su gloria en
la felicidad de éstos, se digna pasar los ojos por este escrito informe y
defectuoso; suple su imperfección con sus propias luces; se dice a sí mismo:
¿Qué arriesgaría con ver la tierra cultivada y ornada por un mayor número de
manos laboriosas, aumentados los tributos, el Estado más floreciente?
Alemania sería un
desierto cubierto por los huesos de los católicos, de los evangelistas, de los
reformados, de los anabaptistas, que se habrían degollado unos a otros, si la
paz de Westfalia no hubiese procurado, por fin, la libertad de conciencia.
Tenemos judíos en
Burdeos, en Metz, en Alsacia; tenemos luteranos, molinistas, jansenistas: ¿no
podemos soportar y aceptar la presencia de calvinistas poco más o menos en las
mismas condiciones en que los católicos son tolerados en Londres? Cuantas más
sectas hay, menos peligrosa es cada una de ellas; la multiplicidad las
debilita, todas son reprimidas por leyes justas que prohíben las asambleas
tumultuosas, las injurias, las sediciones, y que siempre están en vigor por la
fuerza coactiva.
Sabemos que varios
cabezas de familia, que han creado grandes fortunas en los países extranjeros,
están dispuestos a regresar a su patria; sólo piden la protección de la ley
natural, la validez de sus matrimonios, la certeza de la legitimidad de sus
hijos, el derecho a heredar de sus padres, la franquicia de sus personas; no
piden templos públicos, ni el derecho a ejercer cargos municipales, ni a
obtener dignidades: los católicos no los tienen en Londres ni en algunos otros
países. Ya no se trata de conceder privilegios inmensos, plazas de seguridad a
una facción, sino de dejar vivir a un pueblo pacifico, de suavizar edictos tal
vez en otros tiempos necesarios, pero que ya no lo son. No nos corresponde a
nosotros indicar al ministerio lo que puede hacer; basta con implorarle en
favor de los infortunados.
¡Cuántos medios de
hacerlos útiles, de impedir que jamás lleguen a ser peligrosos! La prudencia
del ministerio y del consejo, apoyada por la fuerza, encontrará muy fácilmente
esos medios, que otras naciones emplean con tanta fortuna.
Existen todavía
fanáticos entre el populacho calvinista; pero es sabido que hay aún más entre
el populacho convulsionario[1].
La hez de los insensatos de Saint-Médard está considerada como algo sin
importancia en la nación, la de los profetas calvinistas ha sido destruida. El
gran medio de disminuir el número de maniáticos, si quedan, es someter esta
enfermedad del espíritu al régimen de la razón que lenta, pero infaliblemente,
ilumina a los hombres. Esta razón es dulce, es humana, inspira indulgencia,
ahoga la discordia, fortalece la virtud, hace amable la obediencia o las leyes,
mucho más de lo que la fuerza las impone. ¿Y consideraremos como cosa baladí el
ridículo que se atribuye hoy día al entusiasmo por la mayoría de las gentes
honorables? Dicho ridículo constituye una poderosa barrera contra las
extravagancias de todos los sectarios. Los tiempos pasados son como si nunca
hubieran existido. Hay que partir siempre del punto en que se está y de aquel a
que han llegado las naciones.
Hubo un tiempo en que se
creyó obligatorio promulgar decretos contra los que enseñaban una doctrina
contraria a las categorías de Aristóteles, al horror al vacío, a las quididades[2]
y al universal[3]
de la parte de la cosa. Tenemos en Europa más de cien volúmenes de
jurisprudencia sobre la brujería, y sobre la manera de distinguir los falsos
brujos de los verdaderos. La excomunión de los saltamontes y de los insectos
nocivos para las cosechas ha sido empleada profusamente y todavía subsiste en
algunos rituales. La costumbre ha caducado; se deja en paz a Aristóteles, a los
brujos y a los saltamontes. Los ejemplos de esas graves locuras, en otros
tiempos tan importantes, son incontables: se producen otras de vez en cuando;
pero cuando han producido su efecto, cuando se está harto de ellas, mueren por
sí mismas. Si a alguien se le ocurriese hoy día ser carpocrático, o eutiquiano,
o monotelita, o monofisita, o nestoriano, o maniqueo, etc., ¿qué sucedería? Se
reirían de él, como de un hombre vestido a la antigua, con gola y jubón.
La nación empezaba a
entreabrir los ojos cuando los jesuítas Le Tellier y Doucin fabricaron la bula Unigénitas
que enviaron a Roma: creyeron estar todavía en aquellos tiempos de ignorancia
en que los pueblos aceptaban sin examen las aserciones más absurdas. Se
atrevieron a proscribir esta proposición que es de una verdad universal en
todos los casos y en todos los tiempos: «El temor a una excomunión injusta no
debe impedir el cumplimiento del deber.» Era proscribir la razón, las
libertades de la Iglesia galicana y el fundamento de la moral; era decir a los
hombres: Dios os ordena que no hagáis nunca vuestro deber, si ello os hace
temer la injusticia. Jamás se ha atacado al sentido común más descaradamente.
Los consultores de Roma no se dieron cuenta de ello. Se persuadió a la corte de
Roma de que aquella bula era necesaria y que la nación la deseaba; fue firmada,
sellada y enviada: conocemos las consecuencias; seguramente, si se hubieran
previsto, se habría suavizado la bula. Las disputas han sido vivas; la
prudencia y la bondad del rey las han apaciguado finalmente.
Lo mismo sucede con una
gran parte de los puntos que nos dividen de los protestantes; hay algunos que
carecen de importancia; hay otros más graves, pero sobre los cuales la furia de
la disputa se ha amortiguado tanto que los propios protestantes no predican hoy
día la controversia en ninguna de sus iglesias.
Por lo tanto, estos
tiempos de desgana, de saciedad, o más bien de razón, son los que podemos
aprovechar como época y garantía de tranquilidad pública. La controversia es
una enfermedad epidémica que se halla en sus finales, y esa peste, de la que
estamos curados, no pide más que un régimen suave. Finalmente, el interés del
Estado consiste en que los hijos expatriados vuelvan con modestia a la casa de
su padre: el humanitarismo lo pide, la razón lo aconseja y la política no lo
puede temer.
Capitulo VI. De si la intolerancia es de derecho natural y de derecho humano
El derecho natural es d
que la naturaleza indica a todos los hombres. Habéis criado a vuestro hijo, os
debe respeto como padre y gratitud como bienhechor. Tenéis derecho a los
productos de la tierra que habéis cultivado con vuestras manos. Habéis hecho y
habéis recibido una promesa, debe ser cumplida.
El derecho humano no puede estar basado en ningún caso más que sobre este derecho natural; y el gran principio, el principio universal de uno y otro es, en toda la tierra: «No hagas lo que no quisieras que te hagan.» No se comprende, por lo tanto, según tal principio, que un hombre pueda decir a otro: «Cree lo que yo creo y lo que no puedes creer, o perecerás.» Esto es lo que se dice en Portugal, en España, en Goa. En otros países se contentan con decir efectivamente: «Cree o te aborrezco; cree o te haré todo el daño que pueda; monstruo, no tienes mi religión, por lo tanto no tienes religión: debes inspirar horror a tus vecinos, a tu ciudad, a tu provincia.»
Si conducirse así fuese
de derecho humano, sería preciso que el japonés detestase al chino, el cual
execraría al siamés; éste perseguiría a los gangaridas que se abatirían sobre
los habitantes del Indo; un mogol arrancaría el corazón al primer malabar que
encontrase; el malabar podría degollar al persa que podrá asesinar al turco; y
todos juntos se arrojarán sobre los cristianos que durante tanto tiempo se han
devorado unos a otros.
El derecho de la
intolerancia es, por lo unto, absurdo y bárbaro: es el derecho de los tigres, y
es mucho más horrible, porque los tigres sólo matan para comer, y nosotros nos
hemos exterminado por unos párrafos.
Fuente:
Voltaire, François. Tratado sobre la tolerancia. Con ocasión de la muerte de Jean Calas (1762). Madrid, Tecnos, 2015, pp. 23-27.
[1] Convulsionarios, supersticiosos franceses del siglo XVIII
que sufrían o fingían sufrir convulsiones al congregarse ante la tumba del diácono
François de Páris en el cementerio de Saint-Médard, de París, para obtener
curaciones milagrosas.
[2] Quididad, en terminología
escolástica, esencia y razón de una cosa.
[3] Universal, en terminología escolástica,
palabra con la que se designaban las ideas o términos generales que servían
para clasificar a los seres y a las ideas.