Florence: ni debido proceso ni pruebas

Luis de la Barreda Solórzano

En el presente siglo ningún asunto judicial había atraído tanto la atención pública en México como el de Florence Cassez. No era para menos: el delito por los cuales se le acusó y se le condenó ––secuestro en concurso real, es decir, secuestro reiterado–– es de los más graves y devastadores, de los más despreciables, pero ella misma exhibió ante los televidentes del noticiario de Denisse Merker que la captura televisada semanas antes fue una puesta en escena, la editorial Océano publicó un libro en el que ella narra su versión de los hechos declarándose inocente, dos sucesivos gobiernos franceses la apoyaron decididamente, varios militantes de organismos civiles que militan por la causa de la seguridad pública exigieron que cumpliera aquí y no en su país la condena y que se le negara el amparo, el entonces presidente Felipe Calderón se negó a entregarla a Francia y en reiteradas ocasiones asumió el papel de órgano de la acusación asegurando que ella era culpable, se formó en Francia un comité de apoyo a Florence Cassez y un grupo de prestigiosos académicos abogó por su liberación dadas las irregularidades del procedimiento y las inconsistencias de las pruebas en su contra.


Liberada después de siete años de prisión por resolución de la Suprema Corte de Justicia, mucha gente cree ––influida sobre todo por comentarios en Televisa, Televisión Azteca y artículos de opinión–– que es culpable y se le dejó en libertad tan sólo por las violaciones al debido proceso, lo que les parece inaceptable. Es comprensible tal punto de vista: ¿cómo puede una secuestradora quedar libre sólo porque no se avisó inmediatamente de su detención al cónsul de su país, la policía la retuvo un día antes de ponerla a disposición del Ministerio Público, fue recreada su detención para hacerle creer al público televidente que se le detenía en flagrancia en el momento mismo del rescate de los secuestrados y durante varios días no se permitió a su abogado consultar el expediente? ¿Esa actuación errática y abusiva de las autoridades basta para que se exima a una persona condenada por diferentes tribunales por un delito tan monstruoso?

            En este texto demostraré que no existen en el expediente pruebas que justifiquen la condena contra la enjuiciada. Suplico a los lectores leer desprejuiciadamente, sopesando los hechos y los señalamientos que aquí se apuntarán, razonando con la mente abierta y serena en vez de fulminar con las vísceras. Las consideraciones que siguen las he ido fraguando durante varios años. Además revisar cuidadosamente el exhaustivo y cuidadoso examen que Héctor de Mauleón hizo de los 13 tomos y miles de páginas del expediente (Nexos, julio de 2011), me han orientado varias horas de conversación con Agustín Acosta y Frank Berton ––defensores de Florence Cassez––, mi amigo Eduardo Gallo y funcionarios de la embajada francesa, además de que yo mismo tuve acceso, en fotocopia, a las constancias de la averiguación previa y del proceso.

Imposible que no supiera

            ¿Qué pruebas existen contra Florence Cassez? Un indicio, decisivo en las resoluciones judiciales, es el hecho indudable de que ella estaba viviendo en el rancho Las Chinitas, propiedad de su exnovio Israel Vallarta, sitio en que según la acusación se tenía a los secuestrados. En ese lugar, de acuerdo con la versión de la Agencia Federal de Investigación (AFI) de la Procuraduría General de la República (PGR), se detuvo a ambos en el mismo operativo en el que se rescató a las víctimas. Porque vivía en el rancho, consideró el Séptimo Tribunal Colegiado en Materia Penal al negar el amparo, era imposible que Florence no estuviera enterada de los hechos, pues de otro modo no se le hubiera permitido residir allí, ya que quienes se dedican al secuestro no permiten el acceso al lugar donde están los secuestrados “de terceras personas que desconocen los sucesos, porque claro está que podrían delatar (sic) el delito”.

            Además, los tres secuestrados rescatados por la AFI la reconocieron, dos de ellos mucho tiempo después de haber aseverado que no la identificaban y otro desde su primera declaración. Los dos que, contradiciendo sus primeras declaraciones, la identificaron meses más tarde —no por el rostro, que no pudieron ver nunca, pues durante el plagio estaban vendados o con una cobija encima, o en su presencia los secuestradores usaban pasamontañas— son Cristina Ríos y su hijo Christian, entonces un niño de 11 años, a quien estando plagiado se le extrajo sangre porque, se le dijo, su papá quería que le mandaran algo suyo. Dos meses después de haber sido liberados, Christian sostuvo que la mano que sintió al sacársele sangre era “muy delicada, suave y de piel blanca” y la voz que le indicaba que apretara el brazo tenía pronunciación “como extranjera, con un acento raro y no con el tono (sic) de una mexicana”, y su madre aseguró que quien le había sacado sangre al niño fue “una persona del sexo femenino que hablaba con acento raro, ya que no podía pronunciar la palabra aprieta”, y reconoció la voz, sin temor a equivocarse, como la de Florence.

El otro secuestrado, Ezequiel Elizalde, identificó a la acusada desde el momento de ser liberado, tampoco por el rostro, que no vio ya que estaba vendado y ella traía pasamontañas, sino por un mechón de cabello que se salía de dicho pasamontañas, y también por la voz: el acento era extranjero y arrastraba la letra erre. Este ofendido también señaló que esa misma persona fue quien la noche anterior a su rescate lo había inyectado en un dedo para adormecérselo y cortárselo, y mostró en ese dedo, como huella de la inyección, un punto de coloración roja.

Esas son las pruebas en que se basaron las sentencias condenatorias.

Las apariencias engañan

Hasta aquí parecería clara la culpabilidad de Florence Cassez: vivía con Israel Vallarta en el rancho donde estaban los secuestrados, allí mismo se le detuvo en flagrancia y los tres ofendidos la reconocen. Pero hay otras pruebas en el expediente que apuntan en sentido contrario. Veamos.

            Se descubrió que al ser detenida Florence Cassez no se encontraba en el rancho Las Chinitas, como se hizo creer a los televidentes en el montaje en el que los agentes de la AFI entran aparentemente a rescatar a los secuestrados y a detener a los secuestradores a las 6:47 del 9 de diciembre de 2005. A Florence se le detuvo junto con Israel, en el automóvil de éste, lejos del rancho, un día antes, el día 8, y se le mantuvo encerrada en una camioneta durante 20 horas en tanto se preparaba la escenificación. Israel iba a ayudarla a mudarse al departamento en que ella viviría y que había conseguido el día anterior. Florence estaba de regreso en México después de una estadía en su país, y había pedido a su exnovio que le permitiera guardar sus muebles en el rancho mientras encontraba dónde vivir. El secuestro que originó la investigación ocurrió precisamente en el verano de 2005, durante el tiempo que Florence estuvo en Francia.

            Ella vivía en el rancho, es verdad, desde hacía tres meses. ¿Era posible que no se diera cuenta de que varias personas estaban secuestradas en la pequeña construcción ubicada al lado derecho y a unos 80 metros de la casa principal? Israel le dijo que brindaba alojamiento a un amigo suyo en ese cuarto, al que Florence no tenía necesidad de acudir porque ella habitaba en la casa principal. La AFI instaló el 6 de diciembre un sistema de vigilancia fija en los alrededores del rancho. Según el parte oficial, los agentes mostraron el juego de fotografías a otras víctimas, plagiadas con anterioridad supuestamente por la misma banda a la que según la acusación pertenecían Florence e Israel. Algunas reconocieron el rancho como el sitio donde se les mantuvo privadas de su libertad y más adelante identificaron otra casa de la avenida Xochimilco como el lugar donde estuvieron secuestradas.

            El testigo Ángel Olmos declaró que conocía desde hacía cuatro años a Israel Vallarta, a quien ayudaba en diversas tareas del rancho, el cual Israel le prestó en varias ocasiones para hacer fiestas e incluso le dio llave porque le permitía guardar allí a sus animales. Entraba al rancho dos veces por semana. El 5 de diciembre ingresó a la habitación donde supuestamente estaban los plagiados: “Es un cuarto que ocupaban como bodega para guardar cervezas o el vino cuando se hacía alguna fiesta”. En ese cuarto, dijo el testigo, “nunca vi a persona alguna privada de su libertad”. Su esposa, Alma Delia Morales, manifestó que Ángel daba mantenimiento al rancho, y que el día 5, al ir a buscarlo, vio que “el cuarto no tenía nada, sólo cosas que no sirven y unas tablas”. Los tribunales no hicieron comentario alguno sobre estas declaraciones. Los juzgadores que condenaron una y otra vez a Florence las soslayaron.

            Algo más, sumamente sugerente. Sabemos que la detención de Florence e Israel no tuvo lugar en el rancho sino en un sitio lejano y se les retuvo durante 20 horas antes de ser llevados a la escenificación de la falsa captura. No se detuvo a nadie más por la sencilla razón de que allí la policía no encontró a ningún secuestrador, sólo a las víctimas.  Entonces, ¿quiénes vigilaban a éstas, a quienes no halló la policía encadenadas ni amarradas ni encerradas con llave o candado? ¿Es creíble que los secuestradores hubieran dejado sin custodia a los secuestrados y con la puerta abierta? Y si las víctimas se prestaron a la puesta en escena del rescate, ¿no es también probable que, habiendo sido llevadas desde otro lugar, aceptaran decir que su cautiverio había tenido lugar en el rancho?

            Israel Vallarta confesó su participación en los secuestros. Al momento de declarar presentaba equimosis violácea en los brazos, el pecho, el flanco derecho, la región cervical, los muslos, los glúteos y los labios, tenía los genitales hinchados y presentaba quemaduras causadas —de acuerdo con la Comisión Nacional de los Derechos Humanos— por objeto transmisor de corriente eléctrica, no obstante lo cual aseguró que Florence Cassez “se la pasaba trabajando en el hotel Fiesta Americana de Polanco, motivo por el cual no estaba enterada de las personas que tenía secuestradas dentro de mi casa”.

            ¿Y las víctimas que la identifican? Como ya se apuntó, Cristina Ríos y su hijo Christian la identificaron meses después de sus declaraciones iniciales no por el rostro, pues a ninguno de los secuestradores se lo vieron, sino ambos por la voz y el niño también por la mano “muy delicada, suave y de piel blanca” que sintió  cuando se le extrajo sangre. Pero ambos, en su primera versión, al serles puesta a la vista Florence Cassez, a quien se hizo hablar delante de ellos, no la reconocieron físicamente ni por la voz. Por otra parte, Christian dijo que sintió, no que vio, la mano. ¿Cómo pudo saber, sin verla, que la piel era blanca? Y si la vio, ¿por qué no hizo referencia a la característica más notable de las manos de Florence, que están cubiertas de pecas?

            Más todavía: Christian había asegurado inicialmente que quien le sacó sangre era no una mujer de mano delicada, suave y blanca, sino un hombre a quien identificaba entonces como Hilario, y al escuchar la voz de Israel Vallarta la reconoció “como la de la misma persona a la que me refiero en mi declaración como Hilario”. También había sostenido que durante su secuestro identificó siete voces masculinas, sin aludir a alguna voz femenina. Christian narró asimismo que la forma de expresarse de uno de los secuestradores era parecida a la de un primo suyo, Edgar Rueda, primo también de José Fernando Rueda, de quien Edgar en alguna ocasión le dijo que “era muy chingón hasta para el secuestro”. La AFI no siguió esta pista. Christian realizó en su relato una asombrosa metamorfosis: ¡le cambió el sexo al tal Hilario ––o Israel Vallarta–– y lo transformó en Florence Cassez!

            El otro agraviado, Ezequiel Elizalde, dijo que identificó a Florence por el cabello y por la voz, y que fue ella quien pinchó el dedo meñique de su mano izquierda con una aguja, supuestamente para anestesiárselo antes de cortárselo y mandarlo a su familia. Elizalde mostró ante el Ministerio Público la marca de la punción. Pero el dictamen médico presentado por la defensa, no objetado en el proceso, indica que esa huella, un punto de coloración roja, no corresponde a una punción previa sino que es una petequia, esto es una mancha pequeña en la piel debida a una efusión interna de sangre. Otro dato añade misterio a la situación de esta víctima: su esposa, Karen Pavlova, dijo que descubrió que la madre de Ezequiel durante el secuestro de su hijo telefoneaba al secuestrador en lugar de que, como sería de esperarse, éste le telefoneara a ella. Cuando Karen revisó el identificador de llamadas quedó estupefacta: el número al que había telefoneado su suegra era ¡el número del teléfono celular del propio Ezequiel! Éste mintió repetidas veces: en la víspera de que la Suprema Corte tomara la resolución definitiva, Elizalde envió una carta abierta al presidente de la República, Enrique Peña Nieto, en la que exigió que fuera negado el amparo y aseveró que nunca olvidaría el rostro de Florence Cassez en el instante en que lo inyectó… olvidando que ante la autoridad ministerial había dicho que nunca pudo ver la cara de la acusada sino tan sólo un mechón de su cabello. Israel Vallarta afirmó que presenció que a su lado la policía golpeaba a Ezequiel reprochándole haberse hecho pasar por secuestrado para sacarle dinero a su padre. Al presentarse a declarar, Elizalde presentaba heridas en la pierna izquierda y huellas de golpes en la espalda, la cabeza y el abdomen, y le dijo al médico de la defensa que observó las lesiones que fue golpeado por agentes policiacos.

Razonamiento

Las preguntas ineludibles son perturbadoras. ¿Los secuestrados estuvieron realmente en el rancho? ¿Todos a quienes supuestamente se rescató en la simulación del operativo escenificada para la televisión estuvieron privados de su libertad? ¿Son creíbles las imputaciones que, formuladas meses después, contradicen las primeras versiones de quienes las hacen? Esas contradicciones ¿no son suficientes para generar una duda razonable en un juzgador objetivo?

            No siempre es posible saber con certeza si la versión de un hecho es verdadera o falsa. A menudo sólo los testigos presenciales y los protagonistas pueden saberlo. Lo que sí es posible dilucidar es si resulta o no verosímil. La verosimilitud dependerá de diversas condiciones. Una, indispensable, es que haya congruencia en el relato. Cuando de un hecho se ofrecen dos versiones contradictorias en un punto crucial como es la identificación de alguno de los participantes en un delito, lógicamente es imposible que ambas versiones sean verdaderas pues la contradicción cancela esa posibilidad.

            ¿Cuál de las versiones de Cristina Ríos y su hijo Christian es la verdadera?  Es evidente que por lo menos al exponer una de las dos versiones ambos mintieron, y esa mentira hace que pierdan confiabilidad como testigos. Por otra parte, en materia penal rige el principio in dubio, pro reo, que significa que en caso de duda debe estarse a lo que más favorezca al acusado. Cristina Ríos y Christian dicen primero que no podrían identificar a Florence; mucho después la identifican plenamente. Una de las dos aseveraciones es falsa. En aplicación del principio aludido, deben considerarse falsas las imputaciones contra la acusada. No hay ninguna razón para darle crédito a la versión tardía y negárselo a la inicial. Por el contrario, es de considerarse que al exponer su primera versión los declarantes aún no tenían tiempo de haber sido aconsejados o aleccionados

            ¿Se les aleccionó? El 10 de febrero de 2006 Cristina Ríos y su esposo se presentaron en la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO) en tres ocasiones, y su hijo Christian pasó cuatro horas allí. Después viajaron a San Diego, desde donde Cristina y Christian rindieron las declaraciones en las que inculpan a Florence. Es de llamarse la atención sobre el hecho de que estas declaraciones inculpatorias fueron rendidas después de que, telefoneando desde prisión al noticiario de Denisse Merker en el que ésta entrevistaba al titular de la AFI sobre el caso, Florence desmintió que hubiera sido detenida en flagrancia, lo que tuvo que aceptar ante las cámaras el jefe policiaco. Antes, el 9 de diciembre  de 2005, Cristina Ríos declaró que al ser liberada —se refiere al montaje para la televisión— los agentes de la AFI le informaron que las personas que tenían detenidas, Florence e Israel, formaban parte de la banda de sus secuestradores, pero la declarante, reitero, no la identificó entonces pues nunca la vio ni escuchó una voz de mujer durante el tiempo que permaneció secuestrada.

            Quizás algún lector esté pensando que en un primer momento Cristina y Christian temieron que identificar a los secuestradores les pudiera ocasionar represalias. Al respecto habría que recordar que Christian identificó desde el instante en que fue rescatado la voz de Israel Vallarta como la del secuestrador que le extrajo sangre, a quien durante su cautiverio conocía como Hilario. Es decir, ese posible temor no fue impedimento para la identificación del secuestrador  desde el primer instante por parte del niño.

            Como ya se apuntó, la otra víctima, Ezequiel Elizalde, reconoció desde su primera declaración como la persona que lo inyectó a Florence Cassez por la voz y porque, a pesar de que él estaba vendado y de que ella tenía la cara cubierta por un pasamontañas, pudo ver un mechón del cabello de la mujer que se salía de dicho pasamontañas. Este testimonio provoca extrañeza porque, por una parte, no explica el testigo cómo observó el mechón estando vendado, y, por otra, quedó demostrado pericialmente que la marca que supuestamente dejó la inyección, marca que Ezequiel presentó a las cámaras de televisión durante la transmisión del supuesto rescate y después en la SIEDO y en el juzgado, no es una cicatriz sino una mancha en la piel. Sin embargo, el tribunal inexplicablemente sostuvo que “tal inspección ministerial y certificación del secretario del juzgado (de dicha marca) permite corroborar la veracidad del dicho del ofendido”. Por otra parte, no es comprensible que durante el cautiverio de Ezequiel su madre se comunicara con el secuestrador o los secuestradores llamando al teléfono móvil de su hijo plagiado.

            Como se advierte, no es sólo el montaje del rescate y la captura lo que pone en duda la participación de Florence Cassez en los secuestros por los cuales se le condenó prácticamente a cadena perpetua ––90 años de prisión, condena posteriormente reducida a 60 años de privación de la libertad––. Ninguno de los testimonios en que se basa la condena resiste el análisis. Seguramente el presidente Nicolás Sarkozy no hubiera intercedido públicamente por ella, en una visita oficial a nuestro país, de no haber tenido un detallado informe sobre las irregularidades del procedimiento —tampoco se dio aviso inmediato de la detención al consulado francés— y las inconsistencias de las condenas. Tampoco su sucesor, el presidente Francois Hollande, la hubiera respaldado con tanta firmeza. El entonces presidente Felipe Calderón dijo reiteradamente que diversas instancias judiciales revisaron el caso y decidieron que la acusada era culpable. Es cierto, pero esas sucesivas revisiones no generan una verdad indiscutible, pues las incongruencias aquí esbozadas están en el expediente. Una conclusión no es certera sólo por el hecho de que muchos coincidan en ella o que se repita una y otra vez. Los anales forenses abundan en casos de errores judiciales ratificados en las diversas instancias.

            ¿Por qué tendrían que haber mentido las víctimas? Aun dejando de lado la probabilidad de que Ezequiel Elizalde declarara bajo la coacción de los golpes propinados por la policía y la posibilidad de que el suyo hubiera sido un autosecuestro, pensemos que estar secuestrado es una situación límite, una de las angustias más grandes a que puede ser sometido un ser humano. La persona secuestrada a quien rescata la policía queda profundamente agradecida a ésta por el rescate. Si la policía le solicita que diga que reconoce a uno de sus secuestradores porque se sabe que participó en el delito aunque se carece de las pruebas para demostrarlo, tal vez la víctima, principalmente por gratitud pero también por creer en lo que se le está diciendo, sobre todo si su creencia se refuerza por ver la escena de la supuesta detención del supuesto secuestrador, aunque en verdad no lo reconozca, acceda a hacer una falsa identificación. También la puede estar convencida de que cierta persona participó en el delito aunque no pueda probarlo. En el caso de Florence, el hecho de que en efecto estuviera viviendo en el rancho y tuviera cierta relación con Israel Vallarta pudo hacer creer a los policías investigadores que era parte de la banda de secuestradores. Pero, como hemos visto, hay muchos otros elementos que echan abajo esa suposición.

            La hipótesis anterior no es la única posible. Aunque suene novelesco, podría tratarse de una venganza privada por motivos ignotos para la cual un personaje poderoso contó con los servicios de agentes policiacos sin escrúpulos. Las víctimas, reales o no, pudieron ser sobornadas o coaccionadas para participar en tan truculenta trama.

            Florence Cassez, en la plenitud de la vida, estuvo más de siete años presa. Es mucho tiempo para una persona privada de su libertad, el tesoro más valioso, junto con la honra, de que puede disfrutar un ser humano, según enseña Don Quijote a su escudero Sancho Panza. La Suprema Corte de Justicia ha puesto punto final a esa monstruosa injusticia. Lo hizo demasiado tarde. Para reafirmar ante toda la sociedad su independencia, debió resolver el caso antes de que Calderón concluyera su mandato. Pero eso no cancela el valor de su resolución.

            El caso Florence Cassez, similar al caso Dreyfus ––oficial degradado y deportado en 1894, a pesar de la falta de pruebas, bajo el cargo de facilitar información secreta al agregado militar alemán en París––, es sólo un ejemplo más de las miserias de la procuración de justicia en México, cuya ineficacia mayúscula va acompañada de la perversa propensión a las falsas acusaciones.

            Es deplorable la postura del CEN del PAN al lamentar el fallo de la Suprema Corte en lugar de fustigar la burda farsa. Hace recordar la actitud del PRD en otro caso célebre de fabricación de culpables: el de Paola Durante y coacusados. ¿Acaso los abusos dejan de ser condenables si los perpetradores son correligionarios?

            Igualmente triste es la actuación de los jueces y magistrados que habían condenado a Florence.

            Es cínica la afirmación de que el fallo de la Corte agravia a las víctimas; por el contrario, las víctimas se ven doblemente agraviados cuando no se castiga al culpable del delito sino a un inocente. La sentencia de nuestro máximo tribunal libera a una víctima de un abuso de poder que le hizo sufrir, en la plenitud de la vida, una eternidad de más de dos mil seiscientos días en prisión, y puede propiciar la urgentísima reforma de los órganos de la acusación en el país.

            Nuestra ley suprema consagra, como sucede en todos los regímenes democráticos, el principio de presunción de inocencia, que entre otras cosas supone que en caso de duda razonable el juzgador debe absolver al acusado.

            Lectora, lector: lo aquí expuesto ¿no hace surgir por lo menos una duda razonable respecto de que Florence Cassez sabía que en el lugar donde pernoctaba había secuestrados, si no es que la seguridad de que se le armó una falsa acusación?