Los que sostienen que el aborto voluntario es una práctica que invariablemente debe ser castigada con prisión justifican su postura con el postulado de que la vida, aun la vida en formación, siempre debe ser protegida, y, por tanto, quien la destruye es un criminal que debe pagar las consecuencias de su delito. Pero la realidad suele ser bastante más compleja de lo que suponen las buenas conciencias. Los conflictos no siempre se presentan entre el bien y el mal absolutos, o entre lo bueno y lo malo sin matices. Cada caso amerita un cuidadoso examen que se haga cargo de las implicaciones de la decisión que se elija.
Un caso límite se ha presentado en El Salvador, uno de los pocos países del mundo en los que el aborto procurado o consentido es delito en cualquier circunstancia, y se castiga hasta con 50 años de cárcel a la madre y 12 a los médicos que lo realizan porque se considera un homicidio agravado. Beatriz, una mujer salvadoreña de 22 años ––que tiene un hijo de 14 meses––, estaba en la vigesimosexta semana de un embarazo que ponía en grave peligro su vida. Padece lupus e insuficiencia renal, enfermedades que se agravaban día a día con el embarazo, razón por la cual los médicos del hospital donde se atendió recomendaban que no continuara la gestación. El feto era inviable, pues carecía de parte del cerebro; al nacer no sobreviviría más que, cuando mucho, unos días.
El Tribunal Constitucional no permitió el aborto ––“los derechos de la madre no pueden privilegiarse sobre los del nasciturus ni viceversa”––, aunque expresó que si se presentaba alguna complicación se podrían realizar las actuaciones que correspondieran desde el punto de vista médico. Por su parte, la Corte Interamericana de Derechos Humanos exigió a las autoridades del país tomar “de manera urgente todas las medidas necesarias y efectivas” para que los médicos pudieran “evitar daños que pudiesen llegar a ser irreparables en la vida, integridad personal y salud” de la joven. Este fallo, vinculante para el Estado salvadoreño, es histórico, pues es la primera vez que la Corte se pronuncia sobre el aborto.
La ministra de salud, María Isabel Rodríguez ––la primera médica de El Salvador, de 90 años––, asumió una postura admirable: “El fallo del Tribunal Constitucional nos da la posibilidad de actuar pues reconoce que se debe hacer todo lo posible para salvar la vida de Beatriz, y dictamina que se pongan todos los cuidados y los medios disponibles para ello”. La solución ideada fue no provocar el aborto sino inducir el parto. “Eso no sería un aborto ––explicó la ministra–– sino un parto inducido: ni la mujer ni los facultativos tendrían consecuencias legales”. En efecto, provocar un parto a las 26 semanas de gestación no es un aborto: el feto sería viable si estuviera en condiciones normales. En el caso sería un proceso en el que se da a luz a un niño prematuro, que se sabe que no sobrevivirá, para salvar la vida de la madre.
No fue necesario hacerlo. Las contracciones indicaron que el parto era inminente. Como el curso natural del alumbramiento suponía grave riesgo para la vida de Beatriz, se decidió practicar la cesárea. Nació una niña que murió cinco horas después.
¿Era razonable exponer la vida de la mujer en aras de la de un feto inviable? ¿De verdad creen las buenas conciencias que esa es una genuina opción por la vida?.Ω