Agatha Christie
John Harrison salió de su casa y se detuvo por un momento en la terraza mirando hacia el jardín. Era un hombre alto de rostro delgado y cadavérico. Su aspecto normalmente era sombrío, pero cuando, como ahora, sus rasgos se suavizaban en una sonrisa, había en él algo muy atractivo.
John Harrison amaba su jardín, que nunca había estado mejor que en esta tarde veraniega y lánguida de agosto. Las rosas del sendero estaban bellas todavía y los garbanzos dulces perfumaban el ambiente.
Un sonido rechinante muy familiar hizo que Harrison volviera rápidamente la cabeza. ¿Quién estaba llegando por la puerta del jardín? Un minuto después una expresión de absoluto asombro llenó su rostro porque la arreglada figura que se acercaba por el sendero era lo último que hubiese esperado ver en este lugar del mundo.
—¡Esto es maravilloso!— gritó Harrison. —¡Monsieur Poirot!
En efecto, se trataba del famoso Hércules Poirot cuyo renombre como detective se había extendido por todo el mundo.
—Sí—, dijo él, —soy yo. Alguna vez usted me dijo: “Si llega alguna vez a esta parte del mundo, venga a verme.” Le tomé la palabra. Aquí estoy.
—Y me da mucho gusto— dijo Harrison cordialmente. —Siéntese y tome algo.
Con gesto amable señaló una mesa en la que había varias botellas.
—Gracias— dijo Poirot hundiéndose en una silla de mimbre. —¿No tiene usted jarabe? No, no, creo que no. Entonces un poco de agua mineral sola, sin whisky.— Y cuando el otro puso el vaso a su lado, agregó con emoción: —¡Ay, mis bigotes están blandos. Es este calor!
—¿Y que lo trae a este tranquilo lugar?— preguntó Harrison mientras se dejaba caer en otra silla. —¿Placer?
—No, mon ami, trabajo.
—¿Trabajo? ¿En este lugar apartado del mundo?
Poirot asintió con gesto grave. —Pues sí, amigo mío, los crímenes no se cometen entre multitudes, ¿sabe?
El otro rió. —Supongo que más bien se trata de una estúpida observación de mi parte. Pero, ¿qué crimen concreto investiga usted aquí?, ¿o se trata de algo sobre lo que no debo preguntar?
—Puede usted preguntar— dijo el detective. —Es más, preferiría que me preguntara.
Harison lo miró con curiosidad. Sentía algo inusual en las maneras del otro. —¿Dice usted que está investigando un crimen?— avanzó con dudas. —¿Un crimen grave?
—Un crimen de los más graves.
—Quiere usted decir…
—Asesinato.
Dijo esto Poirot de un modo tan serio que tomó a Harison bastante desprevenido. El detective lo miraba directamente, y de nuevo hubo algo tan inusual en su mirada que Harrison dificílmente supo cómo reaccionar. Finalmente dijo: —Pero yo no he oído de ningún asesinato.
—No— dijo Poirot —usted no ha oído de él.
—¿Quién ha sido asesinado?
—Nadie— dijo Poirot —hasta ahora.
—¿Qué.
—Por eso digo que usted no ha oído de él. Estoy investigando un crimen que todavía no se comete.
—Pero, oiga, esas son tonterías.
—De ninguna manera. Si uno puede investigar un crimen antes de que sea cometido, seguramente es mucho mejor que investigarlo después. Uno podría incluso… pequeña idea… evitarlo.
Harrison lo miró fijamente. —Usted no habla en serio, monsieur Poirot.
—Pues sí, hablo en serio…
—¿Realmente cree usted que va a cometerse un asesinato? ¡Oh, es absurdo!
Hércules Poirot terminó la primera parte de su oración sin darse cuenta de la exclamación del otro.
—…a menos que podamos arreglárnoslas para evitarlo. Sí, mon ami, eso quiero decir.
—¿Nosotros?
—Sí, nosotros. Voy a necesitar su ayuda.
—¿Por eso vino usted aquí?
Poirot lo miró de nuevo, y, otra vez, algo indefinible hizo que Harrison se sintiera incómodo.
—Vine aquí, monsieur Harrison, porque… bueno… usted me agrada.
Y luego agregó con una voz completamente diferente: —Veo, monsieur Harrison, que tiene aquí un nido de avispas. Debe usted destruirlo.
El cambio de tema hizo que Harrison, confundido, arrugara la frente. Siguió la mirada de Poirot y dijo con voz más bien desconcertada: —De hecho, voy a destruirlo. O más bien, lo hará el joven Langton. ¿Recuerda ussted a Claude Langton? Estaba en la misma cena donde lo conocí a usted. Vendrá esta noche a llevarse el nido. Él cree que puede hacer el trabajo.
—¡Ah!— dijo Poirot. —¿Y cómo va a hacerlo?
—Con gasolina y una jeringa de jardín. Él va a traer su propia jeringa; es de mejor tamaño que la mía.
—Hay otra manera de hacerlo, ¿no es así?— preguntó Poirot. —Con cianuro de potasio.
Harrison pareció un poco sorprendido. —Sí, pero es una sustancia bastante peligrosa. Siempre será un riesgo tenerla aquí.
Poirot asintió con gesto serio. —Sí, es un veneno mortal.— Dejó pasar un minuto, y repitió con voz grave: —Un veneno mortal.
—Útil si uno quiere deshacerse de la suegra, ¿eh?— dijo Harrison con una risa.
Pero Hércules Poirot permaneció serio. —¿Y está usted bastante seguro, monsieur Harrison, de que es con gasolina con lo que monsieur Langton va a destruir el nido de avispas?
—Completamente seguro. ¿Por qué?
—Me pregunto. Esta mañana estuve con el farmacéutico en Barchester. Hice una compra y tuve que firmar el registro de venta de venenos. Vi la última anotación. Era de una compra de cianuro de potasio y estaba firmada por Claude Langton.
Harrison lo miró fijamente. —Es extraño— dijo. —Langton me dijo el otro día que ni en sueños usaría esa substancia; incluso dijo que no debería ser vendida para ese propósito.
Poirot echó una mirada a las rosas. Su voz estaba muy tranquila cuando hizo la pregunta. —¿Le agrada Langton?
El otro se inquietó. Parecía que, de alguna manera, la pregunta lo había agarrado desprevenido. —Yo… yo… bueno… quiero decir… por supuesto, me agrada. ¿Por qué no debería?
—Sólo pregunté— dijo Poirot plácidamente —si le agradaba.
Y como el otro no respondió, continuó. —También me pregunto si usted le agrada a él.
—¿A dónde quiere usted llegar? Monsieur Poirot? Algo tiene usted en mente que no puedo comprender.
—Voy a ser franco. Usted está comprometido en matrimonio, monsieur Harrison. Conozco a la joven Molly Deane. Ella es encantadora, una muchacha muy bella. Antes de comprometerse con usted, ella estaba comprometida con Claude Langton. Ella lo dejó por usted.
Harrison asintió.
—No pregunto por los motivos de ella; puede estar en lo correcto. Pero le digo a usted esto, no es exagerado suponer que Langton no ha olvidado ni perdonado.
—Se equivoca usted, monsieur Poirot. Juro que se equivoca. Langton es un deportista; él toma las cosas como hombre. Él ha sido sorprendentemente decente conmigo, lo que le viene de su naturaleza amistosa.
¿Y eso no le parece extraño? Usted dijo “sorprendentemente”, pero usted no parece estar sorprendido.
—¿Qué quiere usted decir, M. Poirot?
—Quiero decir— dijo Poirot, y su voz tenía un nuevo sonido —que un hombre puede ocultar su rencor hasta que llegue el momento apropiado.
—¿Rencor? Harison sacudió la cabezá y rió.
—Los ingleses son muy tontos— dijo Poirot. —Piensan que pueden engañar a todos pero que nadie puede engañarlos. Del deportista, del buen amigo, nunca esperan algún mal. Y porque son valientes, pero tontos, algunas veces mueren cuando no hay necesidad.
—Usted está alertándome— dijo Harrison en voz baja. —Ahora veo lo que ha estado inquietándome todo el tiempo. Usted está alertándome contra Claude Langton. Vino usted hoy para alertarme…
Poirot asintió. Harison se levantó de repente: —Pero usted ha dicho una locura, monsieur Poirot. Aquí es Inglaterra. Esas cosas no pasan aquí. Los novios despechados no van por ahí apuñalando por la espalda o envenenando. Usted se equivoca con Langton. Ese muchacho no haría daño a una mosca.
—La vida de las moscas no me preocupa— dijo Poirot serenamente. —Y aunque usted dice que monsieur Langton no mataría una mosca, sin embargo olvida usted que él está preparándose ahora para matar a miles de avispas.
Harrison no respondió inmediatamente. El pequeño detective también se levantó. Avanzó hacia su amigo y le puso una mano sobre el hombro. Y Poirot estaba tan agitado que casi puso a temblar al hombre crecido, y entonces le susurró al oído: —Despierte, amigo mío, despierte. Y vea, vea lo que estoy diciéndole. Allí, en la ladera, cerca de la raíz de aquel árbol. ¿Ve usted a las avispas regresando a casa, tranquilas al terminar el día? En pocas horas habrá destrucción y ellas no lo saben. No hay alguien que les diga. Por lo que parece, ellas no tienen a un Hércules Poirot. Se lo digo a usted, monsieur Harrison, vine a trabajar. El crimen es mi trabajo. Y es mi trabajo antes de que suceda y después de que haya sucedido. ¿A qué hora vendrá monsieur Langton a llevarse ese nido de avispas?
—Langton nunca sería capaz…
—¿A qué hora?
—A las nueve en punto. Pero le digo, usted se equivoca. Langton nunca sería capaz…
—¡Estos ingleses!— gritó Poirot con pasión. Tomó su sombrero y su bastón y se encaminó hacia el sendero deteniéndose para decir por encima del hombro: —No me quedaré a discutir con usted. Solamente me enfadaría. Pero ¿entiende usted que regresaré a las nueve en punto?
Harrison abrió la boca para hablar, pero Poirot no le dio oportunidad: —Ya sé lo que va a decir: ‘Langton nunca sería capaz…’, etcétera. Ah, ¡Langton nunca sería capaz! Pero de todas maneras estaré de vuelta a las nueve en punto. Pero, sí, me asombrará —pongámoslo así— me asombrará mirar cómo se quita un nido de avispas. Otro de los deportes de ustedes, los ingleses.
No esperó respuesta, sino que recorrió rápidamente el sendero y salió por la puerta, que rechinó. Cuando estuvo en la calle aminoró el paso. Su viveza se calmó, su rostro se volvió grave y consternado. Sacó del bosillo el reloj y lo consultó. Marcaba diez minutos después de las ocho. —Faltan más de tres cuartos de hora—, murmuró. —No sé si debo esperar.
Aflojó el paso; parecía que iba a regresar. Un vago presentimiento pareció asaltarlo. Pero lo apartó con firmeza y siguió caminando hacia el pueblo. Pero su rostro todavía estaba afligido, y sacudió una o dos veces la cabeza como alguien que no está completamente satisfecho.
Faltaban algunos minutos para las nueve cuando de nuevo ya estaba cerca de la puerta del jardín. Era una noche bella y tranquila; la brisa apenas movía las hojas. Sin embargo, quizá había algo siniestro en la quietud, como la calma que precede a la tormenta.
Sus pasos se aceleraron ligeramente. De repente sintió alarma e incertidumbre. Le dio miedo no saber qué sucedía.
Y en ese momento se abrió la verja del jardín y rápidamente salió Claude Langton a la calle. Se sobresaltó cuando vio a Poirot.
—Oh, ehhh… buenas noches.
—Buenas noches, monsieur Langton. Se le hizo temprano.
Langton lo miró. —No sé qué quiere usted decir.
—¿Quitó usted el nido de avispas?
—La verdad es que no lo hice.
—¡Oh!— dijo Poirot suavemente. —Así que no quitó el nido de avispas. ¿Entonces qué hizo usted?
—Oh, solamente me senté a cotorrear un poco con el viejo Harrison. Tengo que irme corriendo ahora, monsieur Poirot. No tenía idea de que anduviera usted por esta parte del mundo.
—Tengo asuntos por aquí, ¿sabe?
—Bueno, encontrará usted a Harrison en la terraza. Perdóneme, no puedo detenerme.
Se fue corriendo mientras Poirot lo seguía con la mirada. —Un fulano joven; guapo, de boca débil.
—Así que encontraré a Harrison en la terraza— murmuró Poirot. —¿De verdad?— Entró por la puerta del jardín y caminó por el sendero. Harrison estaba sentado en una silla junto a la mesa. Estaba inmóvil y ni siquiera volvió la cabeza cuando Poirot llegó hasta él.
—Ah!, amigo mío— dijo Poirot. —Está usted bien, ¿eh?
Hubo una larga pausa y, entonces, Harrison dijo con voz extraña y expresión abstraída: —¿Qué dijo usted?
—Le pregunté si está usted bien.
—¿Si estoy bien? Sí. Estoy bien. ¿Por qué no habría de estarlo?
—¿No se siente mal? Qué bueno.
—¿Sentirme mal? ¿De qué?
—Del bicarbonato de sodio.
De repente, Harrison se levantó.
—¿Del bicarbonato de sodio? ¿Qué quiere usted decir?
Poirot hizo un gesto de disculpa. —Lo lamento infinitamente, pero era necesario. Puse un poco en su bolsillo.
—¿Puso un poco en mi bolsillo? ¿Por qué demonios lo hizo?
Harrison lo miró fijamente. Poirot habló con tono calmado e impersonal, como un orador que se pone al nivel de un niño pequeño.
—Verá usted. Una de las ventajas, o desventajas, de ser detective es que uno tiene contacto con los criminales. Y los criminales pueden enseñarle a uno algunas cosas interesantes y curiosas. Conocí a un carterista en el que me interesé porque, por primera vez, no había cometido el delito de que se le acusaba y logré que quedara absuelto. En agradecimiento, me pagó de la única manera que se le ocurrió: enseñándome algunos trucos de su negocio.
—Y así resulta que puedo meter la mano en el bolsillo de alguien sin que siquiera lo sospeche. Pongo una mano en su hombro, me inspiro y él nada siente. Pero al mismo tiempo me las arreglo para sustituir con bicarbonato de sodio lo que había en su bolsillo.
—Mire usted— continuó Poirot suavemente —si un hombre quiere tener un veneno a la mano para ponerlo en el vaso de alguien sin ser observado, de seguro que lo pondrá en el bolsillo derecho de su saco; no hay otro lugar mejor. Yo sabía que allí iba a estar.
Metió su mano en su bolsillo y sacó unos terrones pequeños y blancos. —Extremadamente peligroso— murmuró —traerlos sueltos—.
Con calma, sin apresurarse, tomó de otro bolsillo una botella de boca ancha. Puso en ella los terrones, caminó hacia la mesa y llenó la botella con agua simple. Luego, con mucho cuidado, la tapó con un corcho y la agitó hasta que los terrones se disolvieron. Harrison lo miraba como si estuviera fascinado.
Poirot verificó que los terrones estuvieran disueltos y caminó hacia el nido de avispas. Destapó la botella, apartó la cabeza y vertió la solución dentro del nido. Luego se apartó unos pasos y se quedó a observar.
Algunas avispas salieron volando, se estremecieron un poco y cayeron. Otras se arrastraron fuera de la boca del nido solamente para morir. Poirot observó por uno o dos minutos, asintió con la cabeza y regresó a la terraza.
—Una muerte rápida— dijo. —Una muerte muy rápida.
Al fin, Harrison pudo hablar. —¿Cómo lo supo usted?
—Poirot lo miró directamente. —Como le dije, vi el nombre de Claude Langton en el libro del farmacéutico. Lo que no le dije a usted es que inmediatamente hablé con él. Me dijo que había comprado cianuro de potasio que usted le había pedido para deshacerse de un nido de avispas. Eso me pareció un poco extraño porque recordé que en aquella cena que usted mencionó, no paró usted de hablar de las cualidades superiores de la gasolina y criticó el uso del cianuro como peligroso e innecesario.
—Siga usted.
—Yo sabía algo más. Vi a Claude Langton y Molly Deane juntos, cuando creían que nadie los veía. No sabía yo el motivo por el que ellos habían terminado, lo que permitió que ella fuera a los brazos de usted, pero comprendí que habían resuelto sus diferencias y que la señorita había vuelto al amor de él.
—Siga.
—Sabía yo algo más, amigo mío. Un día estaba yo en la calle Harley y lo vi salir a usted del consultorio de cierto doctor. Conozco a ese doctor y la clase de padecimientos que trata, y vi la expresión en el rostro de usted. Sólo he visto esa expresión una o dos veces en mi vida, pero no puede uno confundirla fácilmente. Era el rostro de un hombre senenciado a muerte. ¿Me equivoco?
—No se equivoca. El doctor me dijo que me quedaban dos meses de vida.
—Usted no me vio, amigo mío, porque estaba usted pensando en otras cosas. Vi algo más en su cara; lo que le dije esta mañana que los hombres tratan de ocultar. Vi allí el odio, amigo mío. No se molestó usted en ocultarlo porque creía que nadie lo observaba.
—Siga— dijo Harrison.
—No hay mucho más que decir. Vine aquí, vi por accidente el nombre de Langton en el libro de venenos, como ya le dije; me entrevisté con él y vine a verlo a usted. Le puse algunas trampas. Negó usted haber pedido a Langton que consiguiera cianuro, y más bien manifestó sorpresa de que lo hubiera conseguido. Al principio, usted se desconcertó con mi llegada, pero inmediatamente se dio cuenta de que más bien le convenía, y alentó usted mis sospechas hacia Langton. Él ya me había dicho que vendría a las ocho y media. Usted me dijo que lo haría a las nueve, con el propósito de que cuando yo llegara todo estuviera terminado. Así que yo estaba enterado de todo.
—¡¿Por qué vino usted?!— gritó Harrison. —¡No tenía por qué haber venido!
Poirot se levantó. —Ya se lo dije— respondió. —El asesinato es mi negocio.
—¿Asesinato? Suicidio, querrá usted decir.
—No.— La voz de Poirot sonó aguda y clara. —Quiero decir asesinato. La muerte de usted iba a ser rápida y fácil, pero la muerte que usted planeó para Langton era la muerte más espantosa que puede haber para un hombre. Él compró el veneno; el vino aquí y estaba los dos solos. Usted moriría inmediatamente, el cianuro sería encontrado y langton iría a la horca. Ese era el plan de usted.
Harrison gimió de nuevo.
—¿Por qué vino usted? ¿Por qué vino?
—Ya se lo dije; pero hay otra razón. Usted me agrada. Escúcheme, amigo mío: usted está muriendo; usted perdió a la mujer que amaba. Pero usted no es un asesino. Ahora, dígame, ¿se alegra o se lamenta de que yo haya venido?
Hubo un momento de silencio y entonces Harrison se levantó también. Había una dignidad nueva en su rostro; la mirada de un hombre que había conquistado su ser mas profundo. Tendió su mano a través de la mesa.
—¡Gracias a Dios que vino!— lloró. —¡Oh! Gracias a Dios que vino. Ω