El perro celestial1

E.M. Cioran

No puede saberse lo que un hombre debe perder por tener el valor de pisotear todas las convenciones, no puede saberse lo que Diógenes ha perdido por llegar a ser el hombre que se lo permite todo, que ha traducido en actos sus pensamientos más íntimos con una insolencia sobrenatural como lo haría un dios del conocimiento, a la vez libidinoso y puro. Nadie fue más franco; acaso límite de sinceridad y lucidez al mismo tiempo que ejemplo de lo que podríamos llegar a ser si la educación y la hipocresía no refrenasen nuestros deseos y nuestros gestos.

«Un día un hombre le hizo entrar en una casa ricamente amueblada y le dijo: ‘Sobre todo no escupas sobre el suelo’. Diógenes, que tenía ganas de escupir, le lanzó el lapo a la cara, gritándole que era el único sitio sucio que había encontrado para poder hacerlo.» (Diógenes Laercio)

¿Quién, después de haber sido recibido por un rico, no ha lamentado no disponer de océanos de saliva para verterlos sobre todos los propietarios de la tierra? Y, ¿quién no ha vuelto a tragarse su pequeño escupitajo por miedo a lanzarlo a la cara de un ladrón respetado y barrigón?

Somos todos ridículamente prudentes y tímidos: el cinismo no se aprende en la escuela. El orgullo, tampoco.

Menipo, en su libro titulado La virtud de Diógenes, cuenta que fue hecho prisionero y vendido y que le preguntaron qué sabía hacer. Respondió: «‘Mandar’, y gritó al heraldo: ‘Pregunta quién quiere comprar un amo’.»

El hombre que se enfrentaba con Alejandro y con Platón, que se masturbaba en la plaza pública («Plugiere al cielo que bastase también frotarse el vientre para no tener ya hambre»), el hombre del célebre tonel y de la famosa linterna, y que en su juventud fue falsificador de moneda (¿Hay dignidad más hermosa para un cínico?), ¿qué experiencia debió tener de sus semejantes? Ciertamente la de todos nosotros, pero con la diferencia de que el hombre fue el único tema de su reflexión y de su desprecio. Sin sufrir sus falsificaciones de ninguna moral ni de ninguna metafísica, se dedicó a desnudarle para mostrárnosle más despojado y más abominable que lo hicieron las comedias y los apocalipsis.

«Sócrates enloquecido», le llamaba Platón. «Sócrates sincero», así debía haberle llamado. Sócrates renunciando al Bien, a las fórmulas y a la Ciudad, convertido al fin en psicólogo únicamente. Pero Sócrates —incluso sublime— es aún convencional; permanece siendo maestro, modelo edificante. Sólo Diógenes no propone nada; el fondo de su actitud y la esencia del cinismo, está determinado por un horror testicular del ridículo de ser hombre.

El pensador que reflexiona sin ilusión sobre la realidad humana, si quiere permanecer en el interior del mundo y elimina la mística como escapatoria, desemboca en una visión en la que se mezclan la sabiduría, la amargura y la farsa; y, si escoge la plaza pública como espacio de su soledad, despliega su facundia burlándose de sus semejantes o paseando su asco, asco que hoy, con el cristianismo y la policía, no podríamos ya permitirnos. Dos mil años de sermones y de códigos han edulcorado nuestra hiel; por otra parte, en un mundo con prisas, ¿quién se detendría para responder a nuestras insolencias o para deleitarse con nuestros ladridos?

Que el mayor conocedor de los humanos haya sido motejado de perro prueba que en ninguna época el hombre ha tenido el valor de aceptar su verdadera imagen y que siempre ha reprobado las verdades sin miramientos. Diógenes ha suprimido en él la fachenda. ¡Qué monstruo a los ojos de los otros! Para tener un lugar honorable en la filosofía, hay que ser comediante, respetar el juego de las ideas y excitarse con falsos problemas. En ningún caso el hombre tal cual es debe ser vuestra tarea. Siempre según Diógenes Laercio: «En los juegos olímpicos, habiendo proclamado el heraldo: ‘Dioxipo ha vencido a los hombres’, Diógenes respondió: ‘Sólo ha vencido a esclavos, los hombres son asunto mío’.»

Y, en efecto, los venció como ningún otro, con armas más temibles que las de los conquistadores; él, que no poseía más que una alforja, el menos propietario de los mendigos, verdadero santo de la risotada.

Tenemos que agradecer el azar que le hizo nacer antes de la llegada de la Cruz. ¿Quién sabe si, injertada en su desapego, una malsana tentación de aventura extrahumana le hubiera inducido a llegar a ser un asceta cualquiera, canonizado más tarde y perdido en la masa de los bienaventurados y del calendario? Entonces es cuando se hubiera vuelto loco, él, el ser más profundamente normal, porque estaba alejado de toda enseñanza y toda doctrina. Fue el único que nos reveló el rostro repugnante del hombre. Los méritos del cinismo fueron empañados y pisoteados por una religión enemiga de la evidencia. Pero ha llegado el momento de oponer a las verdades del Hijo de Dios las de este «perro celestial», como le llamó un poeta de su tiempo. Ω

[1] Fragmento de Adiós a la filosofía, Edit. Alianza, España, 1980, p. 107-109.