Mario Bunge
Es sabido que hay dos regímenes de gobierno democrático: el parlamentario, de origen británico, y el presidencial, de estilo norteamericano. También es sabido que casi todas las repúblicas del Tercer Mundo son presidencialistas.
En el régimen parlamentario, el primer ministro y sus colegas del gabinete son diputados elegidos por la ciudadanía. Sus poderes están estrictamente limitados y sus actos son juzgados constantemente, ya que sus opositores les exigen cuentas y los interpelan todas las semanas en el recinto parlamentario, en sesiones televisadas.
Los gobiernos parlamentarios tienen la gran virtud de ser vulnerables, por lo cual deben andarse con cuidado: pueden caer de la noche a la mañana por haber perdido un voto de confianza.
Este peligro o, mejor dicho, esta oportunidad, se da cada vez que el gobierno se vuelve minoritario. Esto ocurre cuando ha subido en virtud de una alianza de partidos y luego perdió el respaldo de las agrupaciones que lo han ayudado a llegar al poder.
En este caso, el primer ministro puede cambiar de ocupación, pero conservará su banca hasta las siguientes elecciones.
Semejante cambio transcurre sin que se dispare un solo tiro, sin que se mande a nadie al destierro y sin que ni siquiera se gaste dinero en una campaña electoral. La única erogación que ocasiona la operación de cambio de gobierno puede ser la redecoración de la residencia del primer ministro.
(Esto ocurrió en Canadá dos veces en el curso de ocho meses: cuando Pierre Elliott Trudeau, liberal y hombre de mundo, fue derrotado en el Parlamento por Joe Clark, conservador y provincial, quien a su vez fue sucedido por su predecesor. Al volver, Trudeau se sintió asqueado por el mal gusto de su rival. Repintar una residencia oficial cuesta mucho menos que derribar o enjuiciar a un presidente.)
En el régimen presidencial, el primer mandatario nombra los ministros que se le antoja, y ellos obran to his pleasure, a su gusto, a espaldas de la opinión pública y sin inquietarse por su futuro político. El presidente puede vetar cualquier proyecto de ley, y el parlamento no puede exigirles a él ni a sus ministros que comparezcan en cualquier momento ante los representantes del pueblo para dar cuenta de sus actos. Y si se lo permite un parlamento amigo o cobarde, el mandalluvias puede gobernar por decreto. Incluso puede derogar centenares de leyes, como lo hizo en un solo día el anterior presidente norteamericano.
Si comparece y queda en evidencia, al ministro-lacayo nada le pasa. Podrá ser acusado de crímenes de guerra, como ocurrió con John McNamara, Henry Kissinger y Donald Rumsfeld. Pero gozará de la impunidad que le confiere la complicidad con un mandatario casi todopoderoso.
En resumen, el régimen presidencial es lo más parecido a una autocracia que puede darse en una democracia política. No debiera de extrañar, entonces, que la mayoría de los gobiernos presidencialistas sean dictaduras o, por lo menos, dictablandas.
Tampoco debería extrañar que tantos de esos presidentes y sus ministros saqueen impunemente el tesoro público, incluso en naciones pobrísimas. Este saqueo no siempre implica meter la mano en la caja fuerte. Puede consistir en asignar inmensos trabajos a empresas amigas, a costos fabulosos y sin licitación pública. (Recuérdese los casos de las legendarias empresas Halliburton, Bechtel y Kroll, amigas de George W. Bush y de su vice, Dick Cheney.)
Si el presidente cuasiomnipotente es carismático, o si dispone de una buena agencia de imagen pública o de una eficiente maquinaria de movilización popular, puede generar el personalismo. Este, a su vez, le permite abusar del poder, como pasó con tantos personajes sin más visión ni competencia que la necesaria para seguir aferrados al poder.
El presidente cuasiomnipotente tiende a ser tomado como modelo. Los jóvenes que quieren triunfar lo copian hasta en sus tics. Si es propenso a la violencia, alienta a los matones. Si es corrupto, propicia el robo. Si es mitómano, justifica a los mentirosos. Si es inculto, pone de moda la incultura. En resumen, el mandalluvias torcido imprime su carácter deforme en toda una generación.
El presidencialismo disminuye todas las instituciones democráticas, empezando por el parlamento. Hace medio siglo, en pleno auge del PRI, un equipo de politicólogos mexicanos hizo una encuesta reveladora entre chicos de la escuela primaria. Una de las preguntas era: “¿Cuál es la función de los diputados?”. La respuesta mayoritaria fue: “Los diputados son los ayudantes del señor presidente”. ¡Sobresaliente!
Pocos años después, uno de mis hijos, que cursaba el tercer grado en una buena escuela mexicana, hizo una monografía sobre la historia del país. Allí escribió: “Las personas más importantes de la historia mexicana son Hernán Cortés y el presidente Echeverría”. Su trabajo mereció una buena nota.
En aquella época, los mexicanos típicos que tenían alguna queja o pedido se dirigían al señor presidente, no al parlamentario de su distrito electoral. Y si les fallaba el presidente, no les quedaba sino la Virgen de Guadalupe.
Entre el Estado y el individuo no había organizaciones no gubernamentales que defendieran sus derechos.
El presidencialismo no sólo disminuye la democracia y favorece la corrupción, sino que también da un mal ejemplo que cunde: los dirigentes de todas las organizaciones tienden a adoptar el estilo presidencialista.
O sea: dan órdenes sin consultar a sus subordinados y menos aún los invitan a que participen en la toma de decisiones. El jefe de oficina actúa como un tirano, lo que es particularmente dañino cuando es incompetente.
El resultado del ejercicio de semejante liderazgo antidemocrático es la apatía de los de abajo: trabajan lo menos posible y no se atreven a sugerir cambios para resolver problemas. Muchísimo menos todavía piensan en modificaciones para mejorar el rendimiento de la organización, ya que no la sienten como cosa suya.
La democracia auténtica es participativa, porque no es otra cosa que autogobierno. La participación libre (voluntaria) no se puede falsear.
En cambio, la representación puede desvirtuarse de varias maneras: mediante el fraude, la compraventa de votos, la compra de espacios televisivos, la votación del tipo “quien saca más votos se queda con todo” (a diferencia de la proporcional), etcétera.
En una organización grande, la participación no puede ser directa: ha de ser representativa. Pero siempre es posible y deseable subdividir un sistema social grande en unidades menores. De esta manera, puede asegurarse la participación intensa en las unidades básica, junto con la representativa en las de orden superior.
Esta democracia, que llamo escalonada, se practica en todo el mundo. Pero, de hecho, rara vez se consulta a los de abajo sobre cuestiones importantes. Y rara vez se asciende de petiso de los mandados a director de empresa. Donde domina la mentalidad presidencialista, los ascensos están al arbitrio del mandamás. Y éste favorece al leal, o incluso al servil, por sobre el competente.
Son excepcionales las organizaciones en las que rige la meritocracia. En las más, dominan la autocracia y su fiel compañera, la mediocracia.
Las organizaciones meritocráticas son tan excepcionales que se las puede enumerar: entre ellas están el ejército ateniense de la época de Pericles, el ejército napoleónico, en el que “todo soldado lleva el bastón de mariscal en su mochila”; las cooperativas, las organizaciones no gubernamentales de bien público, tales como las asociaciones vecinales, la buena universidad, y pará de contar.
Raúl Alfonsín intentó, en la reforma constitucional de 1994, avanzar hacia un régimen parlamentario, pero su empeño no tuvo resultados en la práctica. Se explica: un régimen parlamentario no da cabida a un mandatario omnímodo, sea populista como Perón o plutocrático como los Bush.
Se objetará que el parlamentarismo no es garantía de buen gobierno. Es verdad. La perfección es prerrogativa de la matemática y del arte. Hay por lo menos dos maneras de desvirtuar el régimen parlamentario. Una es combinarlo con el presidencial, como ocurre en Francia. Si ambas ramas pertenecen al mismo partido, pueden funcionar. De lo contrario, los parlamentarios gastan más tiempo peleando entre sí que legislando. (Esto sucedió durante la última fase del “gobierno de cohabitación” del presidente socialista François Mitterrand con el jefe de gabinete conservador, Jacques Chirac.)
Otra manera de desvirtuar el parlamentarismo es elegir un parlamento sumiso, que se limite a aprobar todos los proyectos que le proponga el presidente. En este caso, el parlamentarismo apenas se distingue del presidencialismo, porque, de hecho, el parlamento no cumple su papel específico.
En todo caso, es más fácil corregir errores y evitar delitos políticos cuando el poder se distribuye que cuando se concentra. Esto se debe, en parte, a que el poder se debilita al diluirse (democratizarse). Y también a que el poder compartido incluye el debate y la transparencia.
En resumen: el presidencialismo es un cáncer que tiende a la metástasis en toda la sociedad. Habiendo fracasado desde su origen, en 1776, es hora de reemplazarlo por el parlamentarismo, el que invita a intensificar la participación, que es el carozo de la democracia auténtica. Además, divide menos y cuesta mucho menos. Aliente el parlamentarismo y ahórrese unos pesos. Ω