Hace apenas diez años, la monarquía era la institución mejor valorada por los españoles en todas las encuestas, pero la aceptación ya era menor que una década atrás. Mientras en 1997 la calificación fue de 7.5, entre 2006 y 2010 solamente alcanzó 5.35. En 2014 ya estaba por debajo del cinco.
Esa baja de popularidad es atribuida por los analistas a que la mayoría de los españoles de hoy no vivió la transición a la democracia, a la imputación penal contra el yerno Iñaki Urdangarín, a la desafortunada fotografía en la que el monarca aparece en una cacería de elefantes, a los rumores sobre sus lances amorosos, y a que ya no tiene la prestancia y la vitalidad de sus años de plenitud.
De la conducta del esposo de una de las infantas y de las fechorías de Cronos no se le puede reprochar nada: bastante carga tiene sobre sus hombros cualquier hombre con sus propias culpas para que además se le echen encima las de otros. Lo verdaderamente relevante en la biografía del monarca abdicante es su participación decisiva en la instauración y la defensa de la democracia española. Respecto de los pecados y deslices —ningún delito— que se le reprochan al rey Juan Carlos, es verdad que cazar elefantes no es un proceder admirable (Tarzán castigaba justamente a quienes asesinaban a esas criaturas prodigiosas), y es cierto que seducir mujeres no es una práctica que amerite la beatificación del seductor. Pero esas flaquezas son, en realidad, muy poca cosa comparadas con los servicios que prestó a su país.
Otro factor es indispensable considerar: la desmemoria y la ingratitud propias de la humana índole, la propensión a agrandar los errores y a empequeñecer las acciones heroicas cuando no son de uno mismo. El monje budista Getsudo sentenció: “Ahí donde se produce una hazaña inmortal, el asno sólo oye truenos”.
El rey Juan Carlos renunció a los poderes absolutos heredados del dictador Francisco Franco, lo cual posibilitó organizar la democracia y elaborar la Constitución en la que sus funciones quedaron establecidas en términos similares a las de otras monarquías parlamentarias. Sin esa decisión, España no se hubiera convertido en aquel momento en un país democrático.
Después, el rey tuvo una intervención crucial contra los golpistas que intentaron deponer al gobierno legítimo el 23 de febrero de 1981. Su discurso en la televisión desautorizando el golpe impidió que la naciente democracia española fuera aniquilada. Asombrosamente, han surgido fabulaciones según las cuales el golpe fue montado por el rey. Son fantasías del mismo tipo que los delirios en torno a los asesinatos de Kennedy y Colosio y al atentado contra las Torres Gemelas de Manhattan. Como advierte Javier Cercas (El País, 3 de junio de 2014), se trata de teorías sin fundamento, especulaciones noveleras. Y estupideces, “entre otras razones, por lo evidente, y es que, si el rey llega a montar el golpe, el golpe triunfa. La verdad es, como casi siempre, lo evidente: que el rey paró el golpe; al fin y al cabo, sólo él podía pararlo, usando la última baza de un rey sin poder: la que tenía como jefe simbólico del Ejército y heredero de Franco”.Ω