Isaac Asimov
Es fácil argumentar a favor de los derechos de las mujeres como cuestión de justicia y de equidad. Fácil, pero con frecuencia inútil, pues cosas tales como justicia y equidad no son convincentes para quienes se benefician de su ausencia.
Sin negar en absoluto que haya justicia y equidad en el concepto de derechos de las mujeres, prefiero argumentar en su favor sobre la base de la necesidad.
A mí me parece evidente que, si continuamos manteniendo un sistema social en el que la mitad de la especie humana se ve obligada, por razón de una irrelevante anatomía, a dedicarse a tareas entre las que no se incluye la ciencia, se reducirán grandemente las probabilidades de que la civilización sobreviva a lo largo del siglo XXI.
No debería ser difícil comprender esto. Nos estamos enfrentando a numerosos y graves problemas, y es evidente que con el número total de seres humanos aumentando diariamente, con la provisión de energía haciéndose más precaria diariamente, con las reservas alimenticias disminuyendo diariamente, produciendo las crecientes incertidumbres una agitación y una violencia sociales que se incrementan día tras día…, nos enfrentamos a una crisis masiva que representa una alternativa de vida o muerte para nuestra civilización.
No es fácil prever cuáles serán las soluciones concretas que ayudarán a resolver la crisis, pero no cabe duda de que, cualesquiera que sean, llegarán a través de progresos efectuados en el campo de la ciencia y la tecnología. Debemos tener fuentes alternativas de energía, y éstas no surgirán sólo porque alguien haya compuesto una canción que se interpreta con el acompañamiento de una guitarra. Eso puede crear una atmósfera apropiada para el cambio, pero continuará haciendo falta mucha reflexión científica, y diseños técnicos, y construcción cuidadosamente supervisada…, y eso tendrán que hacerlo individuos dotados de inteligencia y adiestramiento.
Muchas personas están convencidas de que la tecnología se encuentra en la raíz de nuestros problemas y preconizan el desmantelamiento de nuestro complicado aparato industrial y su sustitución por una forma de vida que esté «más cerca de la Naturaleza» y sea más adecuada ecológicamente. Pero, ¿cómo puede hacerse esto en un mundo que contiene más de cuatro mil millones de habitantes y que jamás mantuvo a más de mil millones en los tiempos anteriores a la industrialización?
Si admitimos que los idealistas contrarios a la tecnología no desean la muerte de tres mil millones de personas, debemos entonces suponer que a medida que nuestra actual tecnología vaya siendo desmantelada debe construirse simultáneamente otra más sencilla, menos destructiva y más eficiente, a fin de que la población mundial continúe siendo mantenida. Y eso también requiere reflexión científica, y diseños técnicos, y construcción cuidadosamente supervisada… y eso tendrán que hacerlo personas dotadas de inteligencia y adiestramiento.
No es tan difícil comprender que, si queremos que las cosas funcionen bien, no hay ningún sustitutivo de la inteligencia y el adiestramiento.
Cualquiera que sea la dirección que la Tierra tome ahora, ya optemos por una tecnología más grande y mejor, o por una más pequeña y mejor, necesitaremos más inteligencia y adiestramiento que nunca…, es decir, si queremos que la civilización sobreviva, si no deseamos que se desplome en una orgía de luchas y matanzas hasta que el número de sus miembros quede reducido a los pocos que puedan vivir forrajeando y cultivando estrictamente lo necesario para su subsistencia.
Siendo tan esenciales, tan cruciales, la inteligencia y el adiestramiento, ¿no es una especie de suicidio desechar a la mitad de la especie humana como posible fuente de inteligencia y voluntad? ¿No es una tremenda estupidez pensar que podemos resolver esa clase de problemas avanzando a medio gas?
Aun a todo gas podríamos no conseguirlo…, pero ¿a medio?
En otras palabras, no sólo necesitamos tener más científicos y tecnólogos que nunca, sino también los mejores que podamos encontrar, dondequiera que podamos encontrarlos. ¿Mediante qué suprema estupidez, pues, suponemos que ninguno de ellos pueden encontrarse entre las mujeres? ¿Por qué disponemos nuestras sociedades de tal modo que la mitad de la especie humana rara vez adopta como profesión la ciencia o la tecnología, y cuando alguno de sus miembros consigue hacerlo encuentra bloqueado el camino hacia su mejor sueldo y hacia puestos directivos por la idea, a menudo inconsciente, pero a veces expresada, de la subcultura predominantemente masculina de la ciencia?
Naturalmente, es fácil sonreír con desprecio y decir que las mujeres no sirven para científicos, que la ciencia no es trabajo de mujeres.
Pero todo el concepto de «trabajo de mujeres» es un fraude, ya que «trabajo de mujeres» se define de forma conveniente para los hombres.
Si hay algunos trabajos que los hombres no quieren hacer y no hay disponible ninguna minoría dispuesta a hacerlos, siempre se les pueden encomendar a las mujeres…, la permanentemente disponible mayoría oprimida.
En cuanto a que la ciencia en particular no es trabajo de mujeres, resultaría fatigoso recorrer la lista de mujeres que han realizado importantes contribuciones a la ciencia, desde galardonadas con el premio Nobel hasta otras menos significativas, incluyendo algunas de las que quizá no haya usted oído hablar nunca, como la amante de Voltaire, que fue quien realizó la primera traducción al francés de los Principia Mathematica de Isaac Newton (y que lo hizo con completo acierto e inteligencia), y la hija de Lord Byron, que fue una de las dos primeras personas que se ocuparon con detalle de la tecnología de los ordenadores.
Podría argüirse que estas mujeres eran excepciones (incluso excepciones) «que confirman la regla», por usar una frase idiota que depende de una defectuosa comprensión del significado de la palabra «confirmar»).
Claro que son excepciones, pero no porque la gran mayoría de mujeres no sean aptas para la ciencia…, solamente porque la gran mayoría de las mujeres no pueden salvar los intolerables obstáculos acumulados en su camino.
Imagínese tratando de convertirse en científico cuando se le dice constantemente que carece de condiciones para ello y que no es lo bastante inteligente; cuando la mayoría de las Facultades no le dejasen ingresar; cuando las pocas que se lo permitiesen no enseñaran verdadera ciencia; cuando, si lograra, no obstante, aprender ciencia, los profesionales le recibieran con gélido distanciamiento o con abierta hostilidad e hicieran todo lo posible por relegarle a un rincón.
Si me estuviera refiriendo a un negro, cualquier ser humano decente se indignaría ante la situación y protestaría. Pero esto hablando de una mujer, así que muchas personas decentes se muestran turbadas.
Personas que negarían ardientemente que existan diferencias básicas de inteligencia entre las «razas» creerán todavía que los hombres son razonables, lógicos y científicos, mientras que las mujeres son emocionales, intuitivas y necias.
Ni siquiera es posible argumentar razonablemente contra esta dicotomía, ya que se da de tal modo por sentada la diferencia entre los sexos que la misma supone una autorrealización. Desde la más temprana infancia, esperamos que los niños se comporten como niños y las niñas se comporten como niñas, y les presionamos para que lo hagan así. Se conmina a los niños a que no sean mariquitas y se exhorta a las niñas a que sean femeninas.
Se puede permitir una cierta indulgencia hasta la adolescencia, pero ay del marica y de la marimacho después. Una vez que empiezan las clases de carpintería y de economía doméstica, sólo una chica vigorosa puede insistir en dar carpintería y sólo un chico valeroso hasta lo inverosímil puede soportar la execración universal que se produce si elige economía doméstica.
Si existe una división natural de aptitudes, ¿por qué nos esforzamos todos tanto en ridiculizar e impedir las «excepciones»? ¿Por qué no dejar que la Naturaleza siga su curso? ¿Sabemos en el fondo de nuestro corazón que estamos interpretando mal a la Naturaleza?
Una vez que los jóvenes son lo bastante mayores como para interesarse por el sexo, se intensifican las presiones para la diferenciación sexual. Los muchachos, habiendo sido adoctrinados para que se crean el sexo más inteligente, tienen el consuelo de saber que son más listos que la mitad de los seres humanos del mundo, por mucho más estúpidos que los otros hombres que puedan ser. Le resultaría insoportable a un hombre encontrar una mujer que demostrara ser más inteligente que él. Ningún atractivo, ningún grado de belleza, serviría para compensarlo.
Las mujeres no necesitan averiguar eso por sí mismas; se lo enseñan nerviosamente sus madres y sus hermanas mayores. Hay todo un mundo de adiestramiento en el arte de ser necia y estúpida… y atractiva para chicos que quieren brillar por contraste.
Ninguna chica ha perdido jamás a un chico por decir con una risita: «Oh, por favor, súmame estos números. Yo nunca he sido capaz de sumar dos y dos». Lo perdería inmediatamente si le dijese: «Lo estás haciendo mal, querido. Deja que te lo sume yo.»
Y nadie puede practicar durante bastante tiempo y con suficiente intensidad el ser necio y estúpido sin olvidar cómo ser otra cosa.
Si es usted mujer, ya sabe de qué estoy hablando. Si es usted hombre, busque una mujer que no tenga ninguna necesidad económica ni social de halagarle y pregúntele cuánto tiene que esforzarse a veces para no parecer nunca más inteligente que su pareja.
Afortunadamente, yo creo que estas cosas están cambiando. No son tan malas como lo eran hace un cuarto de siglo, por ejemplo. Pero aún queda mucho camino por recorrer.
Existiendo en el mundo una grave superpoblación, ya no necesitamos que haya numerosos niños. De hecho, debemos tener muy pocos, no más de los suficientes para remplazar a los que mueren, y durante algún tiempo menos aún quizás. Esto significa que no necesitamos a las mujeres como máquinas de hacer hijos.
Y, si no van a ser máquinas de hacer hijos, deben tener alguna otra cosa que hacer. Si queremos que tengan uno o dos hijos como máximo, debemos invitarlas a salir al mundo y hacer que les valga la pena estar en él. No podemos limitarnos a darles trabajos serviles y mal pagados. Debemos darles su oportunidad en cualquier actividad humana sobre una base de igualdad con el hombre.
Y sobre todo, sobre todo, las mujeres son necesarias en la ciencia. No podemos prescindir de su inteligencia. No podemos permitir que su inteligencia permanezca sin usar. No podemos, con criminal locura, destruir deliberadamente esas inteligencias, como lo hemos estado haciendo ruante toda la historia, con la excusa de que las mujeres deben hacer «trabajos de mujeres», o, peor aún, de que deben ser «femeninas». Ω