Samer Muscati
Investigador Senior
de la Divisón de Derechos de la Mujer
JUBA, South Sudan — En un campamento de refugiados cerca del lago Chad, bajo un calor agobiante, una joven de 17 años, a quien llamaré “Fátima”, me contó cómo su vida se había desmoronado en agosto pasado, cuando combatientes de Boko Haram ingresaron en el restorán donde trabajaba en el norte de Nigeria y la secuestraron, junto con otras seis mujeres y jovencitas.
La obligaron a contraer matrimonio con un combatiente, tras amenazar con matarla y pretender que entregaban una dote simbólica a su familia —monedas que juntaron de sus bolsillos—, para simular que se trataba de una unión legítima.
Consiguió escapar cinco meses después, pero en enero fue víctima una vez más de Boko Haram, que perpetró una masacre en Baga, su localidad de origen, donde Fátima había intentado resguardarse. Si bien pudo huir y llegar más tarde al campamento del lago Chad, los combatientes mataron a su hermano y secuestraron a sus tres hermanas y a dos primas.
También conocí a “Mariam”, de 30 años, quien estaba en el noveno mes de su embarazo cuando fue raptada, junto con muchas otras mujeres, por Boko Haram durante un ataque a Baga. Los captores obligaron a las mujeres y jóvenes a permanecer hacinadas en una residencia rodeada por guardias armados. Durante la noche, los combatientes elegían a mujeres y jóvenes para violarlas. Mariam dio a luz en cautiverio, y luego fue violada dos veces por un mismo combatiente.
Una noche, tras haber estado retenidas 50 días, miembros de Boko Haram anunciaron que todas serían obligadas a contraer matrimonio, y fue así que ella y otras 40 jóvenes decidieron intentar huir. Si bien Mariam y su niño lograron escapar, muchas otras no lo consiguieron.
Los relatos de Fátima y Mariam guardan una espeluznante semejanza con otras historias que escuché de mujeres y jóvenes yazidíes, que forman parte de una minoría religiosa asentada en la región de Sindar, en Irak, aproximadamente 260 millas al norte de Bagdad. En enero, fueron víctimas de violencia sexual sistemática a manos de combatientes de Estado Islámico (EI).
Hablé con “Wafa”, de 12 años, que había sido llevada por la fuerza de su vivienda en el norte de Irak por combatientes de EI. La niña fue separada de su familia, según nos contó, y finalmente trasladada a Raqqa, en Siria. Un combatiente de edad más avanzada aseguró a Wafa que no la lastimarían, ya que era “como su hija”; sin embargo, una mañana Wafa despertó y advirtió que tenía las piernas ensangrentadas. El hombre la había drogado para violarla.
El elemento común a todos estos relatos son los abusos sistemáticos contra mujeres y jóvenes durante los conflictos armados, incluidos los secuestros en masa. Ante el carácter extendido de estas atrocidades, ¿cuál es la finalidad de la histórica Resolución 1325 del Consejo de Seguridad sobre las mujeres, la paz y la seguridad? La resolución, adoptada en 2000, reconoció el impacto desproporcionado de los conflictos para las mujeres y las niñas. También tuvo como objeto abordar el hecho de que las mujeres son agredidas deliberadamente durante los conflictos y son excluidas de las acciones para poner fin a los combates.
Las aspiraciones de la Resolución 1325 fueron claras e inequívocas. Exigió una mayor participación de las mujeres en todos los niveles de toma de decisiones, la protección de mujeres y niñas frente a la violencia sexual, y medidas para atender los temas que interesan a estas en la reconstrucción de comunidades damnificadas durante crisis internacionales.
Desde su adopción, se ha concedido mayor atención a prevenir la violencia sexual durante los conflictos armados. Por ejemplo, en la República Democrática del Congo —donde los niveles espeluznantes de violaciones sexuales han sido una marca distintiva del conflicto— la intervención de organismos de la ONU ha redundado en un incremento de las detenciones y los procesos contra presuntos responsables. Incluso un capitán general fue procesado penalmente en 2014, con resultados satisfactorios.
Sin embargo, algunos grupos extremistas han intensificado los secuestros en masa como táctica de guerra. Inevitablemente, tal comportamiento conlleva otras violaciones de derechos humanos, como esclavización, conversión religiosa forzada, matrimonio forzado, violencia sexual y tortura. Infinidad de mujeres y jovencitas permanecen cautivas en países tan diversos como Congo, Nigeria, Irak, Siria y Myanmar.
Incluso cuando se ha liberado a algunas de estas mujeres cautivas, el estigma y la discriminación recaen sobre ellas al regresar a sus hogares y comunidades. En Nigeria, hubo casos de mujeres que huyeron tras ser apodadas “esposas de Boko Haram”. Otras regresaron a sus hogares embarazadas y con una urgencia acuciante de recibir atención de salud reproductiva y maternal. Sin embargo, muchas no tienen acceso a controles de salud elementales luego de una violación, atención postraumática, asistencia social y atención psicológica para víctimas de violación.
Hace un año, el mundo se estremeció con el secuestro, por Boko Haram, de 276 jóvenes alumnas en Chibok, en el noreste de Nigeria, un hecho que propició un movimiento global para que las jovencitas fueran liberadas. Desde entonces, las milicias han acrecentado sus acciones para secuestrar a mujeres y jóvenes.
Debemos dar cumplimiento a las promesas de la Resolución 1325 de la ONU. Debemos contribuir a la participación de las mujeres en todas las instancias de toma de decisiones, asegurar que los gobiernos consideren a los derechos de las mujeres como una cuestión prioritaria al combatir el extremismo violento, y llevar ante la justicia a agresores y secuestradores. De lo contrario, los grupos extremistas se atreverán a continuar desplegando su violencia contra mujeres y jovencitas.
Para Fátima, Mariam, Wafa y muchas otras jóvenes más, la Resolución 1325 de la ONU no es más que una idea abstracta con poco impacto en sus vidas. Es crucial, pues, que se convierta en una realidad.