Palabras malditas

Para que una expresión sea discriminatoria o injuriosa, es menester que el emitente actúe con dolo de ofender al destinatario, y que el sentido que le confiera suponga menosprecio.

Las expresiones ofensivas pueden configurar discurso de odio si buscan provocar animadversión prejuiciada contra cierto grupo, como sucedió en Alemania cuando los líderes nazis demonizaban indiscriminadamente a los judíos culpándolos de todos los males. Esa satanización fue el ominoso preludio de la noche de los cristales rotos —vejaciones, linchamientos y destrucción de bienes— y después del holocausto.

El grito que festivamente se corea en los estadios mexicanos de futbol cada que un portero realiza el saque de meta —nuevamente motivo de una admonición de la FIFA— no contiene tales propiedades. No se vocea contra determinada persona por su preferencia sexual, el color de su piel o alguna otra peculiaridad del receptor, sino contra cualquiera que patee el balón.

Es un grito de desahogo de la tensión de los espectadores que no conlleva ánimo alguno de afrenta. ¿Alguien cree que alguno de los jugadores oyendo el coro al despejar se haya sentido afrentado?

Muy distinto es el caso, que se ha dado en México y otros países, en que a un jugador negro se le ha hecho mofa precisamente por su pigmentación epidérmica. Se le quiere vilipendiar por una particularidad personal que históricamente ha sido razón —más bien: sinrazón— de políticas y prácticas discriminatorias. A ningún portero, en cambio, se le ha hecho escuchar el famoso grito por algún rasgo de su aspecto físico o su personalidad.

Sucede con ese grito algo similar a lo que pasa con el mexicanismo güey. En su origen, es una deformación de la palabra buey, que en una de sus acepciones significa tonto o mentecato: “¡Fíjate cómo manejas, güey!” Después, el vocablo se utilizó simple y llanamente para dialogar con alguien de cierta confianza, como sinónimo de amigo, cuate o el mexicanísimo mano: “¿Vamos al cine, güey?” La palabra se emplea también para señalar indistintamente a cualquier hombre: “¡Ese güey tiene suerte!” Asimismo, el término se usa para referirse al novio de alguien: “La vi con su güey”. Se trata de una muletilla, es decir, de una voz que se repite mucho por hábito, inercia coloquial e imitación.

En algunas regiones del país los coloquios contienen palabras que, en otro contexto, serían insultos, pero entre ciertas personas y en ciertos ambientes son incluso cariñosas. En Alvarado, Veracruz, podemos escuchar a un oriundo decirle a un amigo: “Hijo de puta, ¿dónde te habías metido? No sabes el gusto que me da verte”. Nadie tomará esa expresión como injuria a la madre del aludido, a quien, por otra parte, el interlocutor jamás le faltaría al respeto.

El 6 de marzo de 2013, la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación resolvió que las expresiones maricón y puñal son discriminatorias cuando se realizan con ánimo de ofender. Al día siguiente, en entrevista con Joaquín López Dóriga en Radio Fórmula, el ministro Arturo Zaldívar, autor del proyecto, aclaró que las palabras tienen que analizarse en el contexto en que se expresen, y que las discriminatorias serán “las que reflejen una intencionalidad peyorativa de lastimar”.

La expresión eeeh, puto, popularizada en los estadios mexicanos, no lleva más intención que la de echar relajo, es decir, producir barullo para entretenerse o divertirse, pero sin animus injuriandi. No se lanza como arma verbal contra determinado individuo para denostarlo, sino que se dirige a todos los porteros. En ese contexto, su significado no es el de gay, homosexual o prostituto, sino otro tan distinto y difícil de explicar como el de la interjección uuuh, a la que recurren los aficionados de todos los deportes para indicar quiénes son sus adversarios deportivos.

Lo expuesto no supone que a mí me resulte agradable esa expresión. No suelo usarla. En el cuarto centenario luctuoso de Cervantes, preferiría que el grito de batalla fuera, digamos, fementido, que la Real Academia Española considera un adjetivo culto. Aunque tal palabra tampoco es elogiosa —recordemos que es para gritarla a los rivales—, sin duda, es más elegante que la que hoy está en boga.