Karla Salazar1
Dígame, ¿usted cree poder entrar en una fotografía? Es fácil, por ejemplo si usted desea entrar en una atmósfera melancólica recurre a las imágenes captadas por Juan Rulfo y elige entre páramos casi olvidados, hombres tristes o mujeres de voz apagada; pero si su ánimo no quiere besar el piso y prefiere soñar entre imágenes suaves, entonces le sugiero acariciar con la mirada las fotografías de Álvarez Bravo y entrar en los espacios claroscuros simulados por curvas sugerentes, a veces, uno entra en las fotografías queriendo apropiarse de “cosas”, tales como aromas, paisajes, sentimientos, vivencias y también amores, “cosas” que después se vuelven imposibles de perder.
Tengo fotos, que a pesar de los años todavía cargan mil sensaciones, tienen aromas peculiares, sensaciones sin olvido y un poco de tristeza; no obstante, su gran peso se debe a la carga de fantasías y aventuras (no ocurridas, sí deseadas) que la cámara logró captar. Entre ellas están las mías, fotografías que muestran la historia de una mujer explorando en la vida, en busca de su sensualidad. Sólo tenía 19 años, mis aventuras entonces eran tan fantásticas como reales, contaba con tiempo de sobra y los límites eran poco claros, casi no existían responsabilidades, el mundo parecía tan lejano y aunque a veces sentía pequeños miedos las horas venían con muchos momentos libres. Era tan libre, como para explorar la longitud del río Monclova sin regaños, leer y dibujar escondida por horas entre las siembras del abuelo, procurar estar en casa cuando todo mundo se había marchado y entonces bailaba frente al espejo por mucho tiempo para terminar sobando mis pies descalzos.
Los cambios en mi cuerpo cobraban intensidad, no comprendía bien que sentía y por qué sentía, pero mi cuerpo comenzaba a llenarse de calores y aparecían cosquillas raras, cada vez que miraba pasar a Pedro. Una vez, procuré tomarle la mano y la lleve a mi cuello, él no dejaba de repetir que mi piel era tan suave, pero no paso nada más. Me gustaba usar vestidos, de esa manera en la menor oportunidad podía sentir el viento acariciarme, alzando las telas y moviéndolas a tono. No reparaba en miradas ajenas, sólo importaba si Pedro dejaba asomar su curiosidad. De esta manera, pasaban los días bajo inocentes coqueteos y miradas, pensando que Pedro me invitaría a sentir el viento sin ropa, pero la invitación no llegaba. Sin embargo, las fantasías sobre nuestros cuerpos juntos invadían mis espacios de manera frecuente, tanto que la humedad no se hacía esperar.
Y mientras yo construía historias con Pedro, mis movimientos libres habían robado la atención de un fotógrafo maduro y extranjero de nombre Adam, quien utilizaba repetidamente la palabra “pintoresco” e insistía en retratarme. Un buen día, la tía Martha me convenció en invitar al tal Adam a comer, la tía Martha presumía de alta cultura, de buenos modales e insistía en que la familia tenía que trascender. Fue ella quien me acercó a la lectura, a la música clásica y quien me torturaba con su voz mientras apreciaba los libros que recopilaban las obras de los grandes pintores. En fin, el fotógrafo Adam llego una tarde de abril a la casa de la Tía Martha, puntual, bien vestido y con mucha hambre. Adam me parecía un señor interesante, de porte fino y mirada profunda. Era necio cuando mostraba sus fotografías, se aferraba a señalar lo que no enumerábamos de su “arte”, para mí representaba muchas veces un fastidio que interrumpía una de mis tardes de soledad y magia.
De esta forma, sin pensarlo se volvió un hábito tenerlo en casa durante las tardes de abril, comiendo con nosotras y tocando de manera discreta mis piernas por debajo de la mesa. Él sólo era un invitado ocasional, un fotógrafo foráneo que vino a enseñarme a bailar de forma elegante, aquel a quien sólo vería a la hora de la comida, que tocaría mi cuerpo robándose el sueño de mis noches, un invitado que acariciaría mis piernas a la menor oportunidad y pasaría horas tratando de pronunciar bien las palabras castellanas. No obstante, Adam no representaba un sueño duradero, era más bien un instructor de arte sensual, un actor con dos mascaras, una máscara para mí y otra máscara para el resto. Adam me pedía que le contara mis fantasías con Pedro mientras tomaba fotos de mi cuerpo, mi cuerpo y el viento, mi cuerpo y el tren, mi cuerpo y el agua, mi cuerpo a la orilla del río. Lo cierto era que Pedro estaba tan presente en esas fotos, lo curioso es que nunca apareció su imagen en ellas. Sin embargo, cuando observo esas fotos logro mirarlo tocándome y susurrando que mi piel es suave. Como gracia, también aparecen chispas, las chispas que yo estaba segura salían de los ojos de Adam cuando narraba en voz alta mis fantasías, cuánto me gustaba contar esas chispas que siempre llegaban a cien y marcaban la pauta de volver a casa.
Adam ganaba rápido la confianza de todos y un buen día solicitó llevarme a mi sola a la feria de la ciudad vecina, lo cierto es que jamás llegaríamos a esa feria, es más, tuvimos mucho tiempo a solas. Esa noche vestía una falda de cuadritos rojos, una blusa muy blanca y mi peinado resaltaba mis rizos caprichosos. Adam, recuerdo su olor, la suavidad de sus manos, sus labios en mi piel, sus ruidos, hasta ese día las caricias sólo habían sido en mis piernas, sólo habían sido momentos eróticos que para una chica se llamaban románticos. El coche que Adam manejaba se convirtió en un pedazo de luna, que invitaba a marcharse lejos. Adam manejaba con una mano y con la otra no dejaba de buscar mis piernas, mis pechos, mi boca. Cuando encontró el paraje ideal, se acabó la ternura, él mordió mis piernas, mis pechos, mi boca, creo que no faltó nada por morder. Sentí su esencia en mi cuerpo y sus palabras pintaban el paisaje oscuro y solitario donde nuestros ruidos no podrían alcanzar oídos humanos.
El alba nos alcanzó, ni siquiera puedo recordar los miles de problemas que esto ocasionó en casa, Adam ni siquiera se despidió, nadie en la ciudad volvió a verle, pero antes de que esto pasara, una forma de decir adiós fue cuando de forma delicada me cargó en sus brazos hasta debajo de un árbol a la orilla del río Monclova, y me dijo “posa una vez más para mí, pero sin Pedro”. Lo curioso es que todas las fotos que conservo evocan a Pedro, pero la esencia que captó el paisaje lleva la firma de Adam. Lástima que duro tan poco, dígame, después de 60 años ¿usted cree poder entrar en una fotografía? Ω
[1] Facultad de Trabajo Social y Desarrollo Humano de la Universidad Autónoma de Nuevo León.