Cuando ya es demasiado tarde para detener al fascismo, según Stefan Zweig1

George Prochnik[2]
The New Yorker, 6 de febrero de 2017

El escritor austriaco emigrado Stefan Zweig elaboró el primer borrador de su autobiografía, “El mundo de ayer”, en un arrebato febril, durante el verano de 1941, cuando todas las noticias anunciaban que la civilización estaba siendo tragada por las sombras. La Francia amada de Zweig había sucumbido a los nazis el año anterior. La Blitzkrieg —‘Guerra Relámpago’ de Hitler— había llegado a su punto máximo en mayo con casi mil quinientos londinenses muertos en una sola noche. La ‘Operación Barbarroja’, la colosal invasión de la Unión Soviética por las fuerzas del Eje, en la que moriría casi un millón de personas, había sido desatada en junio. Los Einsatzgruppen —‘Grupos Operativos’— de Hitler, escuadrones asesinos móviles, rugían apenas detrás del ejército masacrando a los judíos y a otros grupos vilipendiados, frecuentemente ayudados por la policía local y ciudadanos ordinarios.

       Zweig mismo había huido de Austria preventivamente en 1934. Durante la breve y sangrienta guerra civil de febrero de ese año, cuando Engelbert Dollfuss, el canciller clerofascista del país, había destruido a la oposición socialista, el hogar de Zweig en Salzburgo había sido allanado en busca de armas escondidas destinadas al apoyo de las milicias izquierdistas. En esa época, Zweig estaba reconocido como uno de los más prominentes humanistas pacifistas de Europa, y la crudeza absurda de la acción policiaca lo enfureció tanto que aquella misma noche comenzó a empacar sus cosas. De Austria, Zweig y su segunda esposa, Lotte, fueron a Inglaterra; luego al Nuevo Mundo, donde la ciudad de Nueva York se convirtió en su base, a pesar de la aversión que él tenía a las multitudes y a la competitividad desgastante. En junio de 1941, buscando respiro a las necesidades de los exiliados en Manhattan, que le pedían ayuda con dinero, trabajo o conexiones, la pareja alquiló un bungalow modesto, bastante sombrío, en Ossining, Nueva York, una milla arriba de la cárcel de Sing Sing. Ahí, Zweig se puso a trabajar furiosamente en su autobiografía esforzándose como “siete demonios sin salida”, como él mismo dijo. Unas cuatrocientas páginas brotaron de él en cuestión de semanas. Su productividad reflejaba su sentimiento de urgencia: el libro estaba concebido como un mensaje al futuro. Es ley de la historia, escribió, “que los contemporáneos están negados al reconocimiento de los principios tempranos de los grandes movimientos que determinan sus tiempos”. Para beneficio de las generaciones siguientes, que tendrían la carga de reconstruir la sociedad a partir de sus ruinas, él estaba determinado a trazar la manera en que se había vuelto posible el reino de terror de los nazis, y cómo él y tantos otros habían estado ciegos a sus comienzos.

       Zweig se dio cuenta de que no podía recordar cuándo escuchó por primera vez el nombre de Hitler. Era una época de confusión, plagada de feos agitadores. Durante los primeros años del ascenso de Hitler, Zweig estaba en la cumbre de su carrera y era reconocido como un campeón de las causas que buscaban promover la solidaridad entre las naciones europeas. Él propuso la fundación de una universidad internacional con campus en todas las grandes capitales europeas, con un programa rotatorio de intercambio que pusiera en contacto a los jóvenes con otras comunidades, etnias y religiones. Él estaba muy conciente de que las pasiones nacionalistas expresadas en la Primera Guerra Mundial se habían originado en las nuevas ideologías racistas de los años precedentes. Las privaciones económicas y el sentimiento de humillación que los ciudadanos alemanes experimentaron a consecuencia del Tratado de Versalles habían creado un resentimiento generalizado que podría emplearse para alimentar cualquier cantidad de proyectos radicales y sanguinarios.

       Zweig vio la disciplina y los recursos monetarios que se desplegaron en los mítines de los nacionalsocialistas, sus ejercicios siniestramente sincronizados y sus nuevos y flamantes uniformes, y sus extraordinarias flotas de automóviles, motocicletas y camiones en los que desfilaban. Zweig viajaba frecuentemente a través de la frontera alemana para ir al pequeño pueblo turístico de Berchtesgaden, donde él veía “pequeñas pero siempre crecientes brigadas de jóvenes camaradas con botas de montar y camisas cafés con una colorida suástica en la manga”. Estos jóvenes —recordaba Zweig—claramente estaban siendo entrenados para atacar. Pero después de que fue aplastado el putsch de 1923 —golpe de estado intentado por HItler—, Zweig apenas dedica otro pensamiento a los nacionalsocialistas hasta las elecciones de 1930, cuando el apoyo al Partido explotó, de menos de un millón de votos dos años antes a más de seis millones. En ese momento, todavía sin darse cuenta de lo que este apoyo popular podría presagiar, Zweig aplaudió la pasión entusiasta expresada en las elecciones. El culpó de la victoria nazi a la vanidad de los anticuados demócratas, calificando los resultados de entonces como “una revuelta quizás insensata pero fundamentalmente sana y aprobable de la juventud contra la lentitud e irresolución de la «alta política»”.

       En su autobiografía, Zweig no se exculpa a sí mismo ni a sus pares intelectuales de haber fallado desde el principio en reconocer lo que significaba Hitler. “Los pocos escritores que se tomaron la molestia de leer el libro de Hitler se burlaron de su prosa forzada y grandilocuente en lugar de ocuparse de su programa”, escribió. No lo tomaron ni en serio ni literalmente. Incluso en la década de los treintas, “los grandes periódicos democráticos, en lugar de alertar a sus lectores, les aseguraban todos los días que el movimiento… se colapsaría en poco tiempo”. Orgullosas de sus conocimientos y cultura superior, las clases intelectuales no pudieron captar la idea de que, gracias a “manipuladores invisibles” —los grupos con intereses y quienes creían que podían manipular para su propio beneficio al inconformista carismático—, ese “agitador de cervecería” sin educación ya había acumulado un vasto apoyo. Después de todo, Alemania era un estado en el que la ley descansaba en una base firme, donde la mayoría del parlamento se oponía a Hitler, y donde cada ciudadano creía que “su libertad e igualdad de derechos estaba asegurada por una constitución solemnemente ratificada”.

       Zweig reconoció que la propaganda había jugado un papel crucial en erosionar la conciencia del mundo. Describió cómo, mientras la marea de la propaganda subía durante la Primera Guerra Mundial saturando los periódicos, las revistas y la radio, la sensibilidad de los lectores se entorpeció. Finalmente, incluso periodistas e intelectuales bienintencionados fueron culpables de lo que él llamó “el enajenamiento de la emoción”, una incitación artificial de la emoción que culminó, inevitablemente, en odio y miedo masivos. Al describir el sano alboroto que siguió después de la elocuente protesta de un artista contra la guerra en el otoño de 1914, Zweig observó que, en ese momento, “la palabra todavía tenía poder. Aún no se le había dado muerte mediante la organización de mentiras, mediante la ‘propaganda’”. Pero Hitler “elevó la mentira a una cuestión de costumbre”, escribió Zweig, y también puso el “antihumanitarismo en lugar de la ley”. En 1939, observó: “Ni un solo pronunciamiento de cualquier escritor tuvo el más leve efecto… ningún libro, folleto, ensayo o poema pudo inspirar a las masas para resistir el empuje de Hitler a la guerra”.

       La propaganda incitó a las bases de Hitler y encubrió las agresiones más brutales de su régimen. También permitió que se desdibujara la búsqueda de la verdad en ilusiones, ya que el anhelo de los europeos por una solución benigna a la crisis global superaba todo escepticismo racional. “Hitler simplemente tuvo que pronunciar la palabra ‘paz’ en un discurso para despertar el entusiasmo de los periódicos y hacerles olvidar todos sus actos pasados y desistir de preguntar por qué, después de todo, Alemania estaba armándose hasta la locura”, escribió Zweig. Aunque se oían rumores acerca de la construcción de campos especiales de internamiento y de cámaras secretas en las que algunas personas eran eliminadas sin juicio previo, relata Zweig, la gente se rehusaba a creer que la nueva realidad persistiría. “Esto no puede ser más que la erupción de una rabia inicial sin sentido. Este tipo de cosas no puede durar en el siglo XX”. En una de las escenas más impresionantes de su autobiografía, Zweig describe cómo vio a los primeros refugiados de Alemania subir por las montañas de Salzburgo y vadear los arroyos hacia Austria, poco después del nombramiento de Hitler a la Cancillería. “Hambrientos, harapientos, agitados… eran los líderes de la huída con pánico de la inhumanidad que iba a extenderse por toda la Tierra. Pero ni siquiera entonces sospeché, al mirar a aquellos fugitivos, que yo debía percibir en esos rostros pálidos, como en un espejo, mi propia vida, y que todos, todos nosotros, todos seríamos víctimas del deseo de poder de este hombre”.

       Zweig fue infeliz en Estados Unidos. Los estadounidenses parecían indiferentes ante el sufrimiento de los emigrados. Europa, decía él repetidamente, estaba suicidándose. Dijo a un amigo que se sentía como si estuviera viviendo una existencia “póstuma”. En un esfuerzo desesperado de recuperar su deseo de vivir, viajó a Brasil en agosto de 1941, donde, en visitas anteriores, la gente del país lo había tratado como una superestrella, y donde la mezcla de razas lo había impresionado como la única manera para lograr que la humanidad avanzara. En algunas cartas de esa época, suena crónicamente nostálgico, como si hubiera viajado de regreso al mundo de ayer. Y sin embargo, a pesar de su cariño por el pueblo brasileño y su aprecio por la belleza natural del país, su soledad fue volviéndose cada vez más aguda. Muchos de sus amigos más cercanos estaban muertos. Los vivos estaban a miles de kilómetros. Su sueño de una Europa sin fronteras, tolerante (siempre su espiritual y verdadera patria) había sido destruida. Escribió al autor Jules Romains: “Mi crisis interior consiste en que no puedo identificarme con mi yo del pasaporte, con mi yo del exilio”. En febrero de 1942, junto con Lotte, Zweig tomó una sobredosis de pastillas para dormir. En la nota formal de suicidio que dejó, escribió que le parecía mejor retirarse con dignidad mientras podía, habiendo vivido “una vida en la que el trabajo intelectual significó la alegría más pura, y la libertad personal, el mayor bien sobre la Tierra”.

       Me pregunto cómo calificaría Zweig a Estados Unidos, en su estado actual, en la escala de degeneración moral. Tenemos un líder con magnetismo personal, que miente continuamente y sin remordimiento, no patológica pero sí estratégicamente, para aplacar a sus oponentes, para inflamar las furias de quienes votaron por él y para fomentar el caos. El pueblo estadounidense está confundido y adormecido por una avalancha de falsas noticias y desinformación. Al leer en la autobiografía de Zweig cómo, durante los años del ascenso de Hitler al poder, mucha gente bienintencionada “no pudo o no quiso percibir que una nueva técnica de amoralidad conciente y cínica estaba en proceso”, es difícil no pensar en nuestro actual predicamento. La semana pasada, cuando Trump firmó una drástica prohibición migratoria que provocó protestas en todo el país y el mundo, y luego trató de mitigarlas con pequeñas medidas paliativas y negaciones, pensé en una de las otras técnicas cruciales que Zweig identificó en Hitler y sus ministros: introdujeron sus medidas más extremas gradualmente —estratégicamente— para medir cómo se recibía cada nuevo ultraje. “Solamente una pastilla por vez y luego esperar un momento para observar el efecto de su poder, para ver si la conciencia mundial aún digería la dosis”, escribió Zweig. “Las dosis se volvieron progresivamente más fuertes hasta que finalmente toda Europa pereció de ellas”.

       Y aun Zweig podría haber notado que, por lo menos hasta ahora, el presidente Trump y sus siniestros operadores no han establecido de manera definitiva los protocolos para el ejercicio de su poder. Una lección trágica que ofrece “El mundo de ayer” es que, a pesar de que en una cultura la desinformación se haya vuelto omnipresente, de que una masa enardecida apoyada por intereses disparatados y bien apuntalados se sienta empoderada por el mentir incesante de un líder carismático, el núcleo de la población se quede quieto. Según Zweig, la toxina final que se necesitó para precipitar la catástrofe alemana se hizo presente en febrero de 1933 con el incendio del edificio del parlamente nacional en Berlín, un ataque del que Hitler culpó a los comunistas, aunque algunos historiadores creen todavía que fue llevado a cabo por los propios nazis. “De un solo golpe toda la justicia en Alemania fue aplastada”, recordaba Zweig. La destrucción de un edificio simbólico —que no causó muerte alguna— se convirtió en pretexto para que el gobierno comenzara a aterrorizar a su propia población civil. Esa conflagración fatídica tuvo lugar menos de treinta días después de que Hitler se convirtió en Canciller. El poder atroz de la autobiografía de Zweig reside en el dolor de mirar hacia atrás y ver que había una pequeña ventana en la que era posible actuar, y luego descubrir cómo de repente e irrevocablemente esa ventana puede cerrarse de golpe. Ω

[1] Tomado de:
http://www.newyorker.com/books/page-turner/when-its-too-late-to-stop-fascism-according-to-stefan-zweig?mbid=social_facebook
Traducción de José A. Aguilar V.
[2] Poeta, narrador, ensayista y editor estadounidense con una vasta obra.