La turba justiciera

Con escalofriante frecuencia nos enteramos de linchamientos ocurridos en diversas regiones del país, tanto en zonas urbanas como rurales. Los reporteros entrevistan a académicos, y éstos suelen coincidir en que el fenómeno se debe a la falta de confianza de la población en las autoridades: la gente opta por la justicia de propia mano —denominación errónea, como explicaré más adelante— ante la creencia de que el delincuente quedaría impune si su suerte quedase en manos de la policía y el Ministerio Público.

Nadie podría negar que, en efecto, la ciudadanía desconfía de la eficacia, el profesionalismo y la honestidad de nuestros cuerpos policiacos y nuestros organismos persecutores de delitos, y sabe que muchos delitos quedan impunes debido a los vicios y las deficiencias de esas instituciones. Pero la gran mayoría de los ciudadanos no hemos participado jamás, ni lo haríamos si se presentara la ocasión, en un linchamiento.

            Lo primero que hay que decir es que esa práctica nada tiene que ver con la justicia. Ésta requiere, para aplicarse, un juicio en el que el acusado tenga facilidades para defenderse, y si las pruebas en su contra son aptas para demostrar su culpabilidad, la pena que se le imponga debe ser proporcional a la gravedad del delito cometido.

            No ocurre eso en un linchamiento. La multitud no escucha al desgraciado que tiene en su poder. Se sospecha que cometió un delito por las circunstancias en que fue capturado o simplemente porque alguien lo señala como autor de la conducta delictiva. Y en no pocas ocasiones los linchadores se equivocan. No podemos recordar sino con horror el reciente caso del empleado de una distribuidora de medicamentos ahorcado por una muchedumbre en San Francisco del Mar, Oaxaca, sin que hubiera incurrido en acción ilícita alguna.

            El episodio más espeluznante tuvo lugar en Tláhuac durante el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Tres jóvenes policías federales que estaban cumpliendo con su deber, indagando una denuncia sobre narcomenudeo, fueron señalados como autores de robo de infante. No había sido presentada una denuncia al respecto ni algún niño de la comunidad había sido sustraído. Nadie había visto a los agentes en alguna actividad que pudiera sugerir que estaban involucrados en un delito. No hizo falta. Durante horas fueron azotados por la multitud, y después quemados vivos, sin que ni el jefe de gobierno ni el jefe de la policía capitalina (Marcelo Ebrard) ni el jefe de la Policía Federal (Ramón Martín Huerta) dieran la orden de salvarlos, no obstante que hasta el lugar llegaron camarógrafos que transmitían en vivo las escenas ante millones de televidentes.

            Recuerdo los rostros de los justicieros. Muchos no presentaban talante de indignación o de pesar por el supuesto robo de un niño: aporreaban a los indefensos con gesto divertido, como quien en la feria juega al tiro al blanco. Era la oportunidad de sacar al monstruo de la parte más oscura del alma con altas probabilidades de impunidad. López Obrador había declarado que era mejor no meterse con los usos y costumbres del pueblo, con el México profundo.

            Sin duda en ciertas ocasiones los linchados han cometido, o intentado cometer, un gravísimo delito: un secuestro, una violación, un asalto en casa habitación. Sin duda entre los vengadores hay ciudadanos hartos de la impunidad. ¿Pero quién tiene corazón para apalear a un semejante hasta hacerlo trizas, para rociarlo de gasolina y prenderle fuego? Una cosa es la venganza privada de una mujer o un hombre dolido hasta la médula por el daño que se infirió a un ser querido, y otra, muy distinta, la horda que se ensaña con la presa a la que se ha privado de todos sus derechos, incluso el de probar, si fuera el caso, que no ha realizado la acción que se le atribuye.

            Confieso que hasta podría simpatizar —que es muy diferente a justificar— con quien enfrenta al matador, al violador o al secuestrador de su padre o su madre, su hijo o su pareja, y venga el agravio que le ha destrozado el corazón. Pero no con el vengador perdido en el anonimato de la turba justiciera que destroza a un infeliz cebándose en la sangre la víctima.