La utopía revolucionaria

  • Las revoluciones han prometido la utopía del hombre nuevo, el ser humano innatamente justo y solidario, creyente sin dubitaciones en los supremos valores revolucionarios. Una vez triunfantes, han perseguido con saña a todos los habitantes en quienes no tiene lugar esa prodigiosa metamorfosis.

Las revoluciones han prometido el cielo en este mundo, pero en ese paraíso han incluido, asegurando que son indispensables para proteger la revolución, algunos infiernos destinados a quienes no comulgan con los postulados revolucionarios. Los enemigos no son sólo quienes incurren en actos violentos o sabotajes contra la revolución, sino todos los que manifiestan su desacuerdo con las nuevas leyes o las nuevas políticas públicas.

            La revolución enseña que a los enemigos hay que tratarlos como se merecen, no con blandenguerías. Porque son los que ponen en peligro los logros revolucionarios. No hay que dejarlos hacer de las suyas. Conviene silenciarlos, y si no aceptan el silencio será necesario marginarlos o encerrarlos para evitar toda contaminación ideológica.

            Los avernos —que alcanzan no sólo a los enemigos sino también a los sospechosos de serlo, y cualquiera puede ser sospechoso— son de diversas clases: el gulag; el hospital siquiátrico para quienes no están convencidos de las bondades de la revolución; las granjas de reeducación para los reaccionarios y los homosexuales; el espionaje y la delación entre vecinos, amigos y familiares como forma de vida cotidiana; la cárcel para los disidentes y los antiguos camaradas que difieren de la política del grupo en el poder, el pelotón de fusilamiento para los enemigos del pueblo.

            La revolución ofrece el edén, aunque no inmediatamente. Las carencias, los sufrimientos y los abusos son parte del precio que hay que pagar por el futuro luminoso que se vislumbra en un futuro al que no se pone fecha, pero es inexorable. Los enemigos de la revolución intentan en todo momento poner en duda ese horizonte. Por eso es imprescindible prohibir toda crítica al régimen revolucionario, todo partido o asociación que no sean los que lo respaldan, toda publicación que cuestione el nuevo orden social, toda manifestación que incite a la disidencia, todo movimiento que reivindique las libertades burguesas o los derechos humanos que para los revolucionarios no son sino la coartada para enmascarar la explotación del pueblo.

            Los medios de comunicación no pueden sino ser caja de resonancia de los ideales del régimen. La fuente de noticias y de adoctrinamiento ha de ser sólo una para que las ideas reaccionarias queden desterradas tal como las herejías son proscritas y condenadas en los regímenes teocráticos. La iglesia revolucionaria  no admite herejes. La voz de la revolución es la voz del pueblo, del sentido correcto de la historia.

            La revolución se legítima, de una vez y para siempre, con la llegada al poder. No requiere legitimarse periódicamente con elecciones. Una vez derrocado el antiguo régimen, el gobierno revolucionario no necesita consultar la voluntad popular convocando a votar a los ciudadanos, pues gobierna en nombre del pueblo y todas sus acciones son en beneficio del mismo pueblo. Es antirrevolucionario darle a los enemigos del pueblo la oportunidad de alzarse con una victoria que les permitiría gobernar y entonces echar abajo las conquistas revolucionarias.

            El líder de la revolución es el faro rojo, el gran timonel, el guía infalible que ha de conducir los destinos del pueblo sin necesidad siquiera de consultarlo porque sabe qué es lo que le conviene, cuáles son sus anhelos y sus metas. La revolución satisface todas las necesidades del pueblo.

            Y, sin embargo, millones de ciudadanos quieren escapar de esos paraísos, y nadie de fuera quiere vivir en ellos. Casi tres millones de cubanos, muchos exponiendo la vida, han huido en balsas precarias dejando atrás querencias y apego. El Muro de Berlín, y con él los sistemas satelitales del socialismo soviético, fue derribado por los ciudadanos que salieron a la calle desarmados, venciendo el temor de décadas. Esta realidad ha sido soslayada por una izquierda cómplice tal como los feligreses incondicionales cierran los ojos ante los desvíos y desmanes clericales.