Nuevas consideraciones sobre la historia, por Voltaire

Tal vez suceda pronto con la manera de escribir la historia lo que ha sucedido con la física. Los nuevos conocimientos han proscrito los antiguos sistemas. Se querrá conocer al género humano con ese detalle interesante que constituye hoy día la base de la filosofía natural.

Empezamos a respetar muy poco la aventura de Curcio[1] que cerró una sima arrojándose a ella con su caballo. Nos burlamos de los escudos descendidos del cielo y de todos los hermosos talismanes que los dioses regalaban con tanta liberalidad a los hombres, y de las vestales que ponían un barco a flote con su cinturón, y de todo ese montón de tonterías célebres de que son pródigos los antiguos historiadores. Tampoco nos satisface mucho que en su historia antigua el señor Rollin[2] nos hable con toda seriedad del rey Nabis[3] que permitía a aquellos que le traían dinero que abrazasen a su esposa y arrojaba a aquellos que se lo negaban en los brazos de una linda muñeca de un exacto parecido con la reina y armada de puntas de hierro bajo su corpiño. Nos reímos cuando vemos que tantos autores repiten, uno tras otro, que el famoso Otón, arzobispo de Maguncia, fue asaltado y devorado por un ejército de ratas en el año 698; que unas lluvias de sangre inundaron la Gascuña en 1017; que dos ejércitos de serpientes lucharon cerca de Tournai en 1059[4]. Los prodigios, las predicciones, las pruebas del fuego, etc., ocupan actualmente el mismo rango que los cuentos de Herodoto.

Quiero hablar aquí de la historia moderna, en la que no encontramos ni muñecas que abrazan a los cortesanos ni obispos comidos por las ratas.

Se pone gran cuidado en decir en qué día se dio una batalla, y se tiene razón. Se imprimen los tratados, se describe la pompa de una coronación, la ceremonia de la imposición de un birrete, e incluso la entrada de un embajador, en que no se olvida ni a su ujier ni a sus lacayos. Es bueno que haya archivos de todo a fin de poderlos consultar en caso necesario; y yo considero hoy día todos los gruesos volúmenes como diccionarios. Pero después de haber leído tres o cuatro mil descripciones de batallas y el contenido de varios centenares de tratados, encontré que en el fondo no estaba mejor informado que antes. Sólo aprendía en ellos acontecimientos. No conozco mejor a los franceses y a los sarracenos por la batalla de Oírlos Martel que a los tártaros y a los turcos por la victoria que obtuvo Tamerlán sobre Bayaceto. Confieso que después de leer las memorias del Cardenal de Retz y de Madama de Motteville[5], sé todo lo que la reina madre dijo, palabra por palabra, al señor de Jersai; me entero de qué forma el coadjutor contribuyó a las barricadas; puedo hacerme una idea de los largos discursos que dirigía a Madama de Bouillon: es mucho para mi curiosidad; es, para mi instrucción, muy poca cosa. Hay libros que me enteran de las anécdotas, auténticas o falsas, de una corte. Todo el que ha visto las cortes, o ha deseado verlas, está tan ansioso de esas ilustres bagatelas como una provinciana de conocer las noticias de su pequeña ciudad: en el fondo es la misma cosa y tiene la misma importancia. Se contaban, bajo Enrique IV, anécdotas del tiempo de Carlos IX. Todavía se hablaba del duque de Bellegarde[6] en los primeros años del reinado de Luis XIV. Todas esas pequeñas miniaturas se conservan una o dos generaciones y luego se olvidan para siempre.

Sin embargo, se descuida por ellas otros conocimientos de una utilidad más evidente y duradera. Me gustaría conocer las fuerzas de que disponía un país antes de una guerra, si esa guerra las aumentó o las mermó. ¿Era España más rica antes de la conquista del Nuevo Mundo que hoy? ¿Qué diferencia de población tenía en tiempos de Carlos V y en los de Felipe IV? ¿Por qué Amsterdam contaba apenas veinte mil almas hace doscientos años? ¿Por qué tiene hoy doscientos cuarenta mil? ¿Y cómo se sabe eso positivamente? ¿En cuánto ha aumentado la población de Inglaterra con respecto a la que tenía bajo Enrique VIII? ¿Será verdad lo que se dice en las Cartas persas[7] de que le faltan hombres a la tierra y que está despoblada en comparación con los habitantes que tenía hace dos mil años?[8] Es cierto que Roma tenía entonces más ciudadanos que hoy. Confieso que Alejandría y Cartago eran grandes ciudades; pero París, Londres, Constantinopla, el gran Cairo, Amsterdam, Hamburgo, no existían. Había trescientas naciones en las Galias, pero esas trescientas naciones no valían lo que la nuestra, ni en número de habitantes ni en industria. Alemania era un bosque: hoy está cubierta de cien ciudades opulentas. Parece como si el espíritu crítico, cansado de perseguir únicamente detalles, hubiese tomado por objeto el universo. Se proclama sin cesar que este mundo está degenerado y se quiere, además, que se despueble. ¡Cómo!, ¿tendremos que echar de menos los tiempos en que no había camino real de Burdeos a Orléans y en los que París era una pequeña ciudad en que las gentes se degollaban entre sí? Por mucho que se diga lo contrario, Europa tiene hoy más hombres que entonces y esos hombres valen más que aquéllos. Dentro de pocos años se podrá saber a cuánto asciende la población de Europa; porque, en casi todas las grandes ciudades, se publica el número de nacimientos al cabo del año, y basándose en la regla exacta y segura que acaba de establecer un holandés tan hábil como incansable, se conoce el número de habitantes por el de nacimientos[9]. Aquí tenemos ya uno de los objetos de la curiosidad del que quiere leer la historia’como ciudadano y como filósofo. Estará muy lejos de limitarse a este conocimiento; tratará de averiguar cuáles han sido el vicio radical y la virtud dominante de una nación; por qué ha sido poderosa o débil en el mar; cómo y hasta qué punto se ha enriquecido desde hace un siglo; los registros de las exportaciones pueden decírnoslo. Querrá saber cómo se han establecido las artes, las manufacturas; las seguirá en su paso y en su vuelta de un país a otro. En fin, los cambios en las costumbres y en las leyes serán su gran tema. Se sabría así la historia de los hombres en vez de conocer una pequeña parte de la historia de los reyes y de las cortes.

Leo en vano los anales de Francia: nuestros historiadores callan sobre todos esos detalles. Ninguno ha tenido por divisa: homo san, humani nil a me alienum puto[10]. Sería pues preciso, me parece, incorporar con arte esos conocimientos útiles a la trama de los acontecimientos. Creo que es la única manera de escribir la historia moderna como verdadero político y como verdadero filósofo. Ocuparse de la historia antigua es, me parece, amalgamar algunas verdades con mil embustes. Esa historia sólo puede ser útil de la misma manera que lo es la fábula: para los grandes acontecimientos que constituyen el tema perpetuo de nuestros cuadros, nuestros poemas, nuestras conversaciones y de los que se sacan ejemplos de moral. Hay que conocer las proezas de Alejandro como se conocen los trabajos de Hércules. En fin, esa historia antigua me parece, con respecto a la moderna, como lo que son las viejas medallas en comparación con las monedas corrientes; las primeras permanecen en las vitrinas de los gabinetes; las segundas circulan por el mundo para el comercio de los hombres.

Pero para emprender semejante obra se precisan hombres que conozcan algo más que los libros. Hace falta que sean estimulados por el gobierno, tanto, por lo menos, por lo que harán como lo fueron los Boileau, los Racine, los Valincour[11], por lo que no hicieron; y que no se diga de ellos lo que decía de aquellos caballeros un alto funcionario del Tesoro Real, hombre de mucho ingenio: «Todavía no hemos visto de ellos más que sus firmas.»

Fuente:
Voltaire, Opúsculos. Madrid, Ediciones Alfaguara, 1978, pp. 176-179.


[1]  Mercio Curcio (¿?-362 a.C.) héroe legendario romano; habiéndose abierto una grieta en el Foro a causa de un terremoto, dijo el oráculo que sólo se cerraría si Roma arrojaba en ella su mejor tesoro; creyendo Curcio que un valiente es el mejor tesoro, se arrojó por ella, montado en su caballo, tras lo cual la grieta se cerró.

[2] Charles Rollin (1661-1741), humanista e historiador francés, nacudi en París, rector de la universidad; autor de un Traité des etudes.

[3] Nabis (206-192 a.C.), tirano de Esparta, famoso por su crueldad, murió asesinado por los etolios que ocuparon temporalmente la ciudad.

[4] La lluvia de sangre se menciona en el Abrégé chronologique ou extrait de l’histoire de France, de Mézerai, París, 1676, t. II p. 416; también en el mismo tomo, p. 446, se menciona la batalla de las serpientes. Los comentaristas de Voltaire confiesan no haber encontrado ninguna referencia de que el arzobispo de Maguncia, Otón, fuese devorado por las ratas.

[5] Françoise de Motteville (¿1621?-1689), camarera de Ana de Austria, autora de unas Memorias sobre dicha reina.

[6] Roger Saint-Larry de Bellegarde (¿?-1579), uno de los favoritos de Enrique III; llegó a ser mariscal de Francia, pero cayó en desgracia.

[7] Lettres persannes (1721), obra de Montesquieu. Correspondencia imaginaria entre dos persas, Rica y Usbek, que visitan Europa y, especialmente París. Es una crítica libérrima sobre política, religión, y la sociedad francesa contemporánea.

[8] En Cartas persas, t. I, 112, se pone a Roma como ejemplo de la despoblación del globo. Se afirma que «Francia no es nada en comparación con esa antigua Galia de que habla César», que «los países del Norte están muy despoblados» y concluye «que hay apenas en la tierra la décima parte de los hombres que la habitaban en la antigüedad.

[9] El holandés Kersseboom (1691-1771) escribió varias obras sobre estadística demográfica. Puede verse también el articulo Age (Edad) en el Dictionnaire philosophique de Voltaire y el articulo Vie (Vida) en la Enciclopedia.

[10] Terencio ( Heautontimoroumenos, El hombre que se castiga a sí mismo), I, 1, 25. (Soy hombre y nada de lo que es humano me es extraño.)

[11] Jean-Baptiste Henry de Trousset de Valincourt (1635-1730), escritor francés protegido de Bossuet, sucesor de Racine en la Academia Francesa e historiador de la misma, junto con Boileau; entre sus obras: Lettres de la marquise de… sur la princesse de Clèves (1678), Vie de François de Lorraine, duc de Guise (1681), etc.