La libertad de expresión es una condición imprescindible para la democracia. Ahí donde esa libertad no es respetada y garantizada por las autoridades no puede considerarse que se viva en un régimen democrático. Tanto el fascismo como el comunismo han acariciado la utopía de la unanimidad de todas las voces. Uno y otro sistemas concibieron una sociedad en la que surgiera el hombre nuevo, plenamente adherido a los ideales y los valores de una única ideología, la establecida obligatoriamente por el dictador. Todos aquellos que se apartaran de la línea ideológica trazada por los gobernantes no respondían a las pautas marcadas para el hombre nuevo. Lo malo es que los hombres viejos, es decir, los disidentes de ese modelo, han sido perseguidos, encarcelados o asesinados, pues en la sociedad de hombres nuevos los hombres antiguos no tienen cabida.
La libertad de expresión para esa clase de regímenes es una libertad burguesa que no merece el menor respeto. La obsesión persecutoria contra los discordes tiene el mismo sustento que la persecución contra los herejes por parte de la Santa Inquisición medieval y contra los infieles ahora mismo en las sociedades cuyas leyes se inspiran en la sharia. Pero no sólo esos regímenes han tenido fobia por la libertad de expresión. Todos los gobiernos autoritarios la aborrecen.