Consideraciones al margen sobre el libro “Legalizzare la tortura? ascesa e declino dello stato di diritto” (¿Legalizar la tortura? ascenso y declive del estado de derecho)

Natalina Stamile

Traducción: Gustavo Enrique Molina Ramos

Abstract

El libro “Legalizzare la tortura? Ascesa e declino dello Stato di Diritto”, de Massimo La Torre y Marina Lalatta Costerbosa, editado por El Mulino en el año 2013, se inserta en el actual debate filosófico-teórico inherente al uso de la fuerza y a la utilización de la tortura, temáticas que parecen emerger dramáticamente con siempre mayor intensidad. El texto pone en evidencia cómo los más recientes episodios y atentados terroristas —se piense en el 11 de septiembre de 2001, pero también en lo sucedido en Madrid en el año 2004, en Londres en el 2005, y también en el último año (2013, nota del traductor) en Boston— parecen haber incidido de manera determinante en una progresiva y alarmante involución y retroceso de las posiciones democráticas y constitucionalistas que han caracterizado las reflexiones y las elaboraciones jurídicas, políticas y sociales de los últimos tiempos. Por lo tanto, en muchos espacios se han comenzado a discutir y proponer hipótesis, y méritos, al menos discutibles, de la guerra preventiva, con la consecuencia inevitable de tener que reformular no solo el concepto mismo de Derecho, sino también de presentar tesis que tienden a propugnar por la legalización de la tortura. En la obra objeto de análisis se evidencia cómo antes del atentado de las Torres Gemelas el Derecho parecía evadir su dimensión coactiva, torva, violenta; a diferencia de lo que parece suceder hoy en día: el Derecho parece, al menos en algunos casos, dominado por su dimensión fáctica a despecho de la dimensión normativa que podríamos definir como discursiva y/o argumentativa, es decir, la relativa a normas, principios y valores. Detrás de tal cambio pueden identificarse varias posiciones teórico-filosóficas, en primer lugar, el “decisionismo político” o Estado de excepción, de matriz “Schmittiana”, que se basa en la afirmación de la supremacía del poder ejecutivo sobre el poder judicial, y así parece resonar la tesis de la legitimación del uso de la fuerza con la finalidad de alcanzar un estado de paz. Los riesgos son evidentes y graves, y la obra analizada tiene precisamente el mérito de poner en relieve algunos de ellos. Los autores se centran en explicitar una argumentación contraria al uso de la tortura, formulada luego de haber examinado este torvo fenómeno desde un punto de vista histórico, y no antes de haber enunciado y criticado las diversas tesis que sostienen la legitimación y la legalización de la tortura. En la primera parte del libro, la institución de la tortura es analizada desde el perfil histórico, sea como instrumento judicial, sea como instrumento de afirmación del dominio político, y atención particular se dedica al fenómeno de la cacería de brujas. En la segunda parte, en cambio, los autores tratan el binomio “tortura y derecho”. Así poniéndose en contraposición con las teorías “imperativistas”, la tesis expuesta en el volumen se centra en argumentar en torno a la oportunidad de la reafirmación del Derecho apacible y a la necesidad de afirmar una clara animadversión en contra de la adopción de cualquier tortura, en cuanto que ésta es categóricamente contraria a la dignidad humana. A propósito de lo anterior vienen confirmadas y compartidas las afirmaciones de Jeremy Waldron, sobre la vergüenza y el desprecio por los méritos que puedan atribuirse a la tortura; de Bernard Williams, sobre la impensable moral (moral unthinkable); y de Robert Alexy, quien define al argumento tortura como “discursivamente imposible”. Lo anterior porque todos debemos ser conscientes de que el solo imaginar o el mero pensar determinadas cosas nos produce un daño desde un punto de vista ético. Es necesario controlar aún nuestros pensamientos para ser verdadera y plenamente hombres virtuosos y morales.

Palabras clave

TORTURA

ESTADO DE DERECHO

TERRORISMO

TORTURA JUDICIAL

TORTURA POLÍTICA

CACERÍA DE BRUJAS

FRACASO DEL PARADIGMA NORMATIVO

ESTRATEGIAS Y ARGUMENTACIONES A FAVOR DE LA TORTURA

CRUELDAD DE LA TORTURA

REGLA DE ORO

SUMARIO: 1. INTRODUCCIÓN. 2. TORTURA E HISTORIA. 3. TORTURA Y DERECHO. 4. CONCLUSIONES.

  1. INTRODUCCIÓN

Este texto no pretende ser solo una reseña de Legalizzare la tortura? Ascesa e declino dello Stato di Diritto, obra de Massimo La Torre y Marina Lalatta Costerbosa, sino, sobre todo, retomar la invitación que los dos autores parecen dirigir a sus lectores a través de ese volumen: realizar un análisis más atento y menos emotivo del fenómeno de la tortura, tratando de involucrarlos para compartir una razonable y razonada prioridad: la necesidad moral y jurídica de desterrar de la realidad la práctica de los tormentos. Por tal motivo y, en la medida de lo posible, intentaré no alejarme de la línea maestra trazada desde la estructura del texto, pretendiendo, tal vez demasiado ambiciosamente, razonar sobre los argumentos y las reflexiones expresadas por los dos autorizados filósofos del Derecho en relación con uno de los aspectos más inquietantes de nuestro presente: el auge retorno de la utilización de la tortura, no solo en el nivel teórico-argumentativo sino, mucho más grave, en el nivel fáctico.

            Desde un punto de vista analítico, el libro reseñado puede ser definido como una obra de meta-ética, debido a que el análisis de los autores se dirige a justificar y argumentar en torno a la innegable atrocidad de la tortura, elaborando un juicio de valor dirigido a negar, en todos los casos, la utilización y el recurso a las prácticas de la tortura y, por tanto, a renegar del predominio de la fuerza y de la violencia sobre el Derecho, precisamente por una pretensión de justicia. Tal pretensión reenvía necesariamente al punto de la racionalidad, y a la reflexión moral y, por ello, a la justificación y a la discusión, de manera que la correspondencia entre Derecho y justicia sea valorable y comprobable. Así, desde las primerísimas páginas, se sugiere cuál debería ser el comportamiento que cualquier operador del Derecho debería asumir en las confrontaciones de, y con referencia a, todas aquéllas situaciones extremas en las que es propugnado el uso de las torturas y el recurso a la práctica del tormento. “El jurista, así como su alter ego crítico, el filósofo del Derecho, deben asumir cargas mayores (…) Lo anterior implica en primer lugar el esfuerzo de examinarse a fondo a sí mismos, en su propia manera de pensar y de actuar. Y en su personal manera de argumentar. Porque hay un modo que debería ser evitado, no solo por los contenidos que expresa, sino también por la inmoralidad que de por sí muestra”[1]. Argumentar sobre la tortura y sobre todas las teorías dirigidas a justificar su utilización no es como argumentar sobre cualquier otro tema: “no se debería hablar de tortura; pero si es necesario hacerlo desde un presente violento, se debería hacerlo sin perder de vista la realidad de la tortura y del sufrimiento provocado con ella a seres humanos”[2].

            El libro consta de una breve introducción y de dos partes: la primera, Tortura e Storia, se concentra, como resulta de su título, en la evolución histórica de la institución de la tortura hasta llegar a su abolición. En esta parte la obra se detiene a analizar los variados significados que la tortura asume en el curso de los siglos, a través de las posiciones, no siempre coincidentes, expresadas por pensadores del calibre de Nicolo Maquiavelo, Friedrich von Spee, Jean Bodin y Jeremy Bentham. Este último representa la máxima expresión del utilitarismo, teoría para la cual el sacrificio de un solo individuo está justificado en nombre de la seguridad pública y del interés colectivo, poniendo en una balanza no solo bienes y principios, sino también vidas humanas. Tal teoría será combatida, siglos después, por la devastante y eficaz crítica planteada por John Rawls, basada en la incapacidad y la inaceptabilidad del utilitarismo, para tomar en serio la unicidad de las personas[3]. En la segunda parte de la obra, Tortura e Diritto, el análisis pone en evidencia las que pueden considerarse como las mayores y más importantes teorías a favor de la tortura, para evidenciar sus límites y puntos oscuros, llegando a argumentar a favor de la tesis que niega categóricamente, aún en casos excepcionales y extremos, la posibilidad de su legalización. El Derecho, como espacio de la argumentación y del discurso, no puede admitir la utilización de la fuerza y de la violencia, independientemente de cuál pueda ser la (re)definición de la tortura; el Derecho tiene un vinculo con la moral y la política y su naturaleza no puede ser solo afirmación de la dimensión que corresponde al poder. Las teorías procedimentales de Ronald Dworkin, Jürgen Habermas y Robert Alexy, interpretativas del nexo conceptual entre Derecho, moral y política, vienen defendidas por las cualidades normativas que ofrecen, reconducibles, en síntesis, al requisito fundamental de universalidad, y a las imprescindibles instancias democráticas. De tal manera se llega a la elaboración de una teoría contra toda justificación y excepción, dirigida a legalizar o legitimar cualquier forma de tortura. Así pues, los autores asumen la prospectiva de la conexión conceptual necesaria entre tortura e ilegalidad. La doctrina de la tortura, con la reforma del derecho procesal penal a partir del iluminismo, parecía poder permanecer excluida para siempre de la práctica, y venir a menos como temática del más elevado debate iusfilosófico y, en lugar de ello, de manera inesperada, en nuestro tiempo ha hecho su aparición, erosionando la granítica consideración de que el Derecho no es, ni podría ser, instrumento en las manos del más fuerte, para alcanzar cualquier fin, ni puede asumir cualquier contenido, ni una sutileza que se pueda o se deba aplicar a contentillo[4]. Parece así surgir una especie de analogía con lo que afirmaba Pietro Verri en sus Osservazioni sulla tortura, escrita entre el 1770 y el 1777 pero, por su voluntad, publicadas en forma póstuma en 1804, cuando el poder inicuo de “dispersar las tinieblas y ofuscar a las mentes incautas”[5] se reduce a la alternativa entre delito cierto y delito probable. Si el delito es cierto, cualquier vejación al individuo es inútil, y si el delito es solamente probable, entonces, exponer a la humillación y tormentos a un hombre que podría ser inocente es “suprema injusticia”[6]. La argumentación adoptada por Verri, contra la tortura, en general, y el recurso al tormento en la práctica común judicial, entonces, va de lo injusto a lo inútil. Al exponer las “razones” que cuestionarían sistemáticamente la tortura, Verri mantiene el respeto por el rol del juez, en cuanto que sus reflexiones se dirigen a iluminar la función de la magistratura en armonía con una responsabilidad ética que lleve a “caminar plácidamente hacia la verdad”[7]. Estas consideraciones no solo son válidas, sino que pueden reencontrarse en nuestro tiempo, aunque expresadas en manera diversa y con otra argumentación. Desde la introducción, los autores exponen de manera incisiva como la cuestión de la responsabilidad ética de los juristas no puede ser eludida, y cuáles no son “elementos esenciales de la razonabilidad y de la moralidad de cuanto técnicamente contribuyen a hacer operar. La aplicación del Derecho está basada en sus virtudes, en su integridad y deontología profesional”[8]. De ahí la modernidad del pensamiento de Verri y la alarmante denuncia que involucra la “cuestión tortura” en nuestros días. La Torre e Lalatta Costerbossa realizan una elección de campo en su libro, tanto en el plano de los contenidos del ordenamiento positivo, como sobre el método jurídico, inclinándose a favor de un Derecho soportado por la ética, por las virtudes del jurista y por la orientación hacia un sentido ideal de justicia.

  1. TORTURA E HISTORIA

Como acabamos de señalar, en la primera parte de Legalizzare la tortura? Ascesa e declino dello Stato di diritto, se trata la dimensión histórica de la tortura, que por mucho tiempo ha sido una presencia constante en el derecho procesal penal, evidenciando como, incluso, no faltó la enseñanza de las técnicas para infligir tormentos, y para comprender cómo y cuándo recurrir a ellos. El ejemplo más llamativo es el de Bartolo di Sassoferrato considerado por los historiadores del Derecho uno de los exponentes, si no el mayor, de la escuela jurídica de los glosadores[9] que, como insigne jurista, no denigró o rechazó la tortura a sus imputados y a sus testimonios[10].

Se identifican dos rostros de la tortura en la historia: como instrumento judicial y como instrumento de afirmación del dominio político. Los autores, partiendo de la antigüedad, y encontrando las innegables exigencias de obtener una confesión y de amenazar con una pena ejemplar, logran evidenciar la existencia de un vínculo profundo entre la tortura y la política, “mas en particular entre la tortura y el rostro tiránico y cínico del poder. El primer aspecto está ligado al terror que la tortura sabe alimentar. El segundo está ligado a la utilidad común que la tortura parece favorecer, si bien con perjuicio de los intereses particulares de los individuos en su singularidad”[11]. Por lo tanto, el fenómeno de la tortura es analizado a través de cuatro peculiaridades, examinadas cuidadosamente con la finalidad de reconstruir el cuadro general en el que, por siglos, la misma ha cumplido una función delicada. Las primeras dos son referidas a la esfera judicial: tortura judicial para la confesión, y tortura judicial para el castigo; las otras a la esfera política: tortura política para el terror, y tortura política para la utilidad común.

            La tortura judicial para la confesión se plantea en la relación derecho y justicia, especialmente con referencia al mundo griego y romano[12]. La finalidad es la de arrancar una confesión plegando la voluntad contraria del imputado, pero también de quienes debían testimoniar, a fin de obtener pruebas sobre las que basar la sentencia. Así la tortura niega categóricamente la presunción de inocencia en cuanto expresión de la verdad. Solamente con las invasiones bárbaras, en el alto Medioevo, parece que el uso de las torturas se fue atenuando, para reencontrar vigor en el bajo Medioevo, en el cual se registra una renovación del orden jurídico-político que afirma una visión jerárquica. Es una época en la que importantes juristas se empeñan en justificar los suplicios, y en buscar una forma de conferir autoridad a los jueces. En las obras tendientes a lograr tal propósito la tortura es designada eufemísticamente con el término de “quaestio[13] para recordar el reclamo a la autoridad de las fuentes del Derecho: al Digesto de Justiniano que compone, junto a Las Instituciones, al Códice y a las Novelle, il Corpus Iuris Civilis. Estas consideraciones abren la vía para sostener la bondad del suplicio, que encuentra mayor afirmación en el Renacimiento. Resulta interesante notar como la tortura es considerada necesaria en el interrogatorio de la mujer sospechosa de brujería. Este dato permite comprende las premisas antropológicas de la cacería de brujas, dicho de manera más clara: está íntimamente relacionada con el delito de brujería, y su historia se entrelaza con la historia de la tortura. El análisis de la brujería, haciendo referencia a algunos cuidadosos estudios, distingue la brujería, entendida como fenómeno, de la cacería de brujas, que más específicamente indica la represión a las brujas que se llevó a cabo durante un particular período histórico: desde el siglo XIV hasta finales del siglo XVI[14]. En la obra Cautio criminales, Friedrich von Spee trata de definir la naturaleza del delito de brujería: “enorme, gravísimo, terrible. La razón es que en él concurren las circunstancias de crímenes enormes: la apostasía, la herejía, el sacrilegio, la blasfemia, el homicidio, aún el parricidio, a menudo el coito contra natura con entidades demoniacas, el odio contra Dios, crímenes éstos peores que cualquier otro. (…) La cuestión necesita de un nuevo y cuidadoso análisis, y que se pueda decir, como en el libro de Daniel “Tornare al Tribunale[15]. También Spee considera a la brujería, como algo particularmente peligroso para el Estado, en el grupo de los delitos excepcionales para los cuales parece oportuno intervenir con medidas excepcionales. Sin embargo, con tal motivo emergen con gran fuerza las dudas y para expresarse al respecto se invoca la celebérrima parábola del grano y de la cizaña[16] . La brujería, si bien deja de ser considerada delito al final del siglo XVIII, permanece como modelo antropológico opresivo: la mujer no solo es inferior, sino que también es malvada y proclive al pecado. Los procesos a las brujas representaron un fenómeno que se presentó en Europa por varios siglos y se caracterizaron por distintas fases, diferentes en su intensidad, amplitud y en cuanto a los países involucrados[17]. Tal fenómeno fue descrito como estrechamente ligado al “retorno de la tortura en el ámbito del proceso penal en la fase de instrucción”[18]. De manera muy clara sobre este punto, el estudio presenta claramente como el paso de un sistema progresivamente acusatorio centrado en la discrecionalidad del juez, a uno inquisitorio, que centra en la confesión el punto central del proceso, permitió a la tortura asumir un rol privilegiado e indiscutible en la investigación y en la acreditación de la verdad por medio de la confesión, Además se formuló la tesis de que “a su vez, el empleo de la tortura hizo posible la afirmación y la difusión de la brujería, de una mentira que solo con las dinámicas internas de funcionamiento de este instrumento podría arraigar y encontrar confrontamientos crecientes en la sociedad: la tortura es, precisamente, un medio eficacísimo para inventar la realidad deseada”[19]. Esta posición es compartida también por otros estudiosos como Levack, el cual afirma sin medias tintas que es la tortura la que creó a la brujería[20]. Todo lo anterior permite deducir, evidentemente, el segundo aspecto de la tortura que se conecta con el perfil judicial: la tortura para la sanción.

            Tal explicación posterior de la tortura, como retribución proporcionada en los casos de delitos graves, ciertamente no es una novedad, pues era ya apuntado en los tiempos de los romanos. Parece compartirse, bajo esta perspectiva de utilización de la tortura, lo afirmado por Cesare Beccaria y reportado en el texto que se comenta; “otro ridículo motivo para la tortura es la purgación de la infamia, es decir, un hombre juzgado infame por las leyes debe confirmar su declaración con el dislocamiento de sus huesos. Este abuso no debería ser tolerado en el siglo dieciocho”[21]. ¡Ahora imaginémoslo en el siglo XXI! No deja de ser importante mencionar la alerta de Jean Bodin que considera a la brujería como uno de los peores crímenes, que debe ser castigado con la máxima severidad. De hecho, la brujería se ve como un delito que ofende directamente a Dios y, por ello, se otorga al juez la máxima discrecionalidad para amenazar con penas, con la finalidad de detener al mal y salvaguardar a la sociedad, aún sin proceso. Por otra parte, desde la perspectiva política, viene subrayada la relación entre tortura y tiranía, analizándolo a través de las reflexiones de Montesquieu contenidas en “El Espíritu de las Leyes”. El filósofo francés argumenta la imposibilidad de un discurso sobre la justificación de la tortura, demostrando comprender plenamente el significado político intrínseco en el hecho de infligir tormentos, aunque solo con referencia al “temor como instrumento de conservación de un poder despótico”[22]. No obstante su utilidad, Montesquieu es contrario a la utilización de la institución de la tortura porque es contra la naturaleza misma del hombre[23]. Es de notable interés, también, la referencia a Joseph von Sonnenfels, consejero de la Corona de Habsburgo, que vivió entre el siglo XVIII y el siglo XIX, quien describe la práctica de la tortura como una elección del tirano para consolidar su poder y dominar a través del temor. Así parece compartirse la reflexión según la cual “el poder que recurre a la tortura no es legítimo, sino que es tiranía que se rige por una mezcla de violencia y temor que da a quien la utiliza la ilusión de aumentar su estabilidad, cuando verdaderamente lo encamina hacia su caída”[24]. La compartible postura de los autores es que una alternativa válida a la tortura sería la clara y total fe en el Derecho y en el empeño “de reconstruir la verdad procesal por vía racional, argumentada, no arbitraria”[25]. No obstante estos casos aislados, que son ilustrados en su agudeza, el libro manifiesta, sin duda alguna, que la tortura, en el período medioeval, es legal, justa y legalmente correcta. Quien escribe hace evidente como la tortura deviene el instrumento de lucha contra el enemigo político. La Inquisición, por ejemplo, para combatir la herejía y también “las herejías de las herejías”[26], como las brujas, recurre siempre a la tortura. Maquiavelo es señalado como el primero en comprender el valor y la dimensión política de la institución de la tortura. De hecho se pone en claro que, en Lettere, Maquiavelo parece asumir una posición de condena a la práctica de la tortura, justo cuando manifiesta su consternación ante la ausencia de su condena, no por el hecho que se haya utilizado. Sin embargo en el análisis de los Discorsi sopra la prima deca a Tito Livio, muestra una “explicación hasta entonces no común sobre la utilidad de la tortura, así como de otras penas caracterizadas por su exceso y por ser extremas en su intrínseca violencia”[27]. En primer lugar infligir tormentos, como práctica extrema, en opinión de Maquiavelo cabe entre las penas, y por tanto no puede considerarse como un instrumento procesal útil con el objeto de la acreditación del hecho y, no existiendo proporcionalidad entre el delito o falta cometidos y la conminación de la pena, la lógica sobreentendida atiende a meras razones políticas[28]. Entonces si la lógica es política, se llega necesariamente al primado de la política sobre el Derecho y “Maquiavelo no incurre en ninguna contradicción, pues juzga que son políticamente aceptables aún las cosas crueles si son bien usadas, o sea, ocasionales, mesuradas y tendientes a la resolución”[29]. Esta tesis tiene una consecuencia terrible: revela el rol de la pena extrema, como lo es la tortura, que solo aparentemente se reconduce o es reconducible a los medios de prueba del proceso penal, en tanto que “insidiosamente” tiene un rol de terrible y brutal instrumento político en el momento en el que se permite al juez o al político utilizarla.

            En conclusión, antes de cerrar con una breve reseña de las normas jurídicas, como fue apuntado anteriormente, se analiza la teoría utilitarista de Jeremy Bentham propuesta contra la tortura en el curso de los años. El utilitarismo del filósofo inglés es singular en cuanto que no toma en consideración la noción de derecho fundamental y, así, las únicas fuentes del orden político devienen la fuerza y el hábito. Esto permite a los autores delinear el conflicto entre Bentham y las ideas del iluminismo que conducirán a la abolición de la tortura como pena y como instrumento de investigación de la prueba del proceso. Coherentemente con la estructura de la obra, la argumentación utilitarista, es tratada desde un punto de vista estrictamente histórico-filosófico para anticipar y, conjuntamente, introducir las críticas detalladas y eficaces que se expresarán, en un plano más propiamente jurídico, en la segunda parte de la obra.

  1. TORTURA y DERECHO

La relación entre la tortura y el Derecho es ciertamente una relación peligrosa. En la traza de las características de esa relación de “perversa amistad”, se señala constantemente que en ningún caso se tiene “el valor de reivindicar abiertamente la moralidad y, mal que bien, la legalidad de la tortura. Si se torturaba, se hacía –y se continúa haciéndolo– en general a escondidas, ocultándolo, de manera vergonzante”[30], reflexión que no puede dejarse pasar en segundo plano.  Para violar el tabú del uso jurídico de la tortura y por ende para justificar, aunque solo por la presunta lógica del mal menor y de la amenaza inminente, y afirmar “la legitimidad y directamente la “necesidad” de la tortura, algunas de nuestras más profundas intuiciones morales deben sufrir una radical alteración”[31]. La justificación ya no resulta ser suficiente, y así el peligro de caer en la tétrica oscuridad medioeval, llega a ser real e inminente, se comienza a contar la historia del “enemigo”. A este propósito se habla del deterioro del paradigma normativo. Si antes de los atentados del 11 de septiembre el debate iusfilosófico se concentraba en “escenarios cosmopolitas y sobre una posible extensión del constitucionalismo hacia el ámbito de las relaciones internacionales”[32], incluso hasta plantear la hipótesis de la institucionalización del proyecto kantiano de la paz perpetua, hoy “se habla de los méritos de la guerra preventiva, del fin del Derecho Internacional de tradición westfaliana, de “hegemonía benevolente”, y aún de “imperio” y de “imperialismo”[33]. En fin, si antes de cualquier modo prevalecía la validez sobre la facticidad, y las normas, reconceptualizadas respecto de los derechos, los principios, las razones y argumentaciones, lo hacían sobre los hechos, generando así una pretensión de justicia y un Derecho mesurado, ahora la fuerza, la violencia y su intrínseca coactividad, vuelven a ser elementos esenciales del Derecho.

            Todavía antes de exponer y de criticar ásperamente las teorías que tratan de justificar y en algún modo de legalizar el uso de la tortura, son corroboradas y compartidas las afirmaciones de Jeremy Waldron, sobre la vergüenza y el desprecio de los méritos de la tortura; de Bernard Williams, sobre la impensable moral (moral unthinkable); y de Robert Alexy, que define el argumento tortura como “discursivamente imposible”[34]. Esto porque todos debemos ser conscientes de que el solo imaginar o el mero pensar determinadas cosas nos daña desde un punto de vista ético. Es necesario, pues, controlar también nuestros pensamientos para ser verdadera y plenamente hombres virtuosos y morales. No obstante el horror, compartible por cualquier lector sensible, son individualizadas cinco estrategias argumentativas en favor de la tortura. La primera estrategia justificadora de la tortura gira en torno del concepto de estado de emergencia. Los mayores sostenedores de ella son John Yoo y Jay Bybee, consultores del Departamento de Justicia de los Estados Unidos. Según los dos estadounidenses, al jefe del poder ejecutivo, al Presidente de los Estados Unidos de América, la Constitución le reconoce poderes excepcionales y, debido a ello a él corresponde también el encargo de comandante supremo de las operaciones militares en un contexto de estado de emergencia, sin estar sujeto a ningún vínculo normativo en su acción para tutelar la seguridad nacional. El recurso a las prácticas de tormentos es así invocado en relación al peligro inminente y a la seguridad nacional. El punto de partida de Yoo y de Bybee es el de reformular el concepto de tortura, que se tipificaría solamente en presencia de “una amenaza inminente de muerte y de daño psíquico prolongado para el sujeto sometido al tratamiento en cuestión (…) el sufrimiento conexo al tratamiento calificable como “tortura” debe ser equivalente al dolor que acompaña a una grave lesión física, (…) el sufrimiento psíquico para alcanzar el grado de tortura, debe ser equivalente por su intensidad al sufrimiento que acompañan serias ofensas físicas, como la lesión de órganos, o la alteración de funciones corpóreas, y aún la muerte”[35].

            Una primera objeción que se plantea en el texto que se reseña a esta definición, es la siguiente: “todo lo que permanece por debajo de este umbral —se piense por ejemplo a una violencia carnal, incluso reiterada— no puede considerarse, según Yoo y Bybee, que constituya un caso de tortura”[36]. En verdad, los dos juristas parecen redescubrir la teoría del “doble efecto”, según la cual adquiriría relevancia la mera intención específica de torturar, o se consideraría tortura solo en las hipótesis en que “el torturar” constituya el fin último del torturador. Pero también sobre este punto los autores logran eficazmente objetar, evidenciando la debilidad de esta teoría “porque en general el fin específico de la tortura es obtener una información, y aplicando rigurosamente la doctrina del “doble efecto”, tal y como está propuesta por Yoo, ninguna de las torturas dirigidas principalmente a obtener alguna información del torturado podrían calificarse como tales, es decir, como torturas”[37]. No obstante lo anterior, bajo el impulso de la presidencia de Bush hijo, se afirmaron concretamente, tanto en las relaciones internacionales, como en el Derecho estatal, la centralización de la fuerza y la supremacía del poder ejecutivo, que, auto justificándose con el estado de emergencia, ha actuado concretamente desvinculado de la ley, de la Constitución, y del Derecho Internacional, no obstante lo cual los autores invitan al lector a no olvidar que tal idea del poder, privado de control, debe ser considerada extraña a los principios que constituyen el Estado de Derecho, pues los derechos fundamentales y la dignidad humana no pueden representar una mercancía de intercambio político.

            La segunda teoría expuesta en la obra, se plantea en contraste con la práctica del tormento de manera descriptiva; sus defensores encuadran a la tortura como un mero hecho, La alternativa estaría entre su ejercicio “en las sedes oscuras del poder ejecutivo” o en su redescubrimiento en la sociedad como mal menor, legalizada y sometida a límites y controles judiciales. Alan Dershowitz, que en algunos aspectos anticipa a Niklas Luhmann, es señalado entre los mejores defensores de una estrategia argumentativa como ésta. La moral absoluta, en esa prospectiva, vendría excluida, en cuanto que aquello que es justo se reduce a una mera cuestión de grado, Las premisas desde las cuáles moverse podrían reducirse a la consideración según la cual la tortura, de hecho, se practica ya y que ese fenómeno no es moralmente tan repugnante como para excluirse la hipótesis de su legalización. Lo anterior, obviamente, implicaría un tipo de visión positiva en cuanto a infligir los tormentos[38], que resulta ser un tanto difícil y de verdad inaceptable.

            La tercera estrategia para sostener la tortura, la más potente y común es identificada en la teoría utilitarista. El ejemplo clásico   propuesto por los sostenedores de tal visión es el de la ticking bomb, de la bomba de relojería que, escondida, podría explotar en cualquier momento. En el ejemplo, el prisionero es quien ciertamente ha colocado la bomba o, al menos, quien ciertamente sabe donde se localiza. El terrorista no quiere espontáneamente declarar sobre la localización del artefacto y, las autoridades, ya han gastado, inútilmente a menudo, todos sus recursos para intentar descubrir donde está colocado. A propósito de ello, los autores ponen en relieve que, si bien es cierto que la tortura, en este caso, podría abstractamente salvar un número importante de personas, también es cierto que, mediante el dolor infligido al torturado, el torturador mata un pedazo de su propia humanidad, de su propia sensibilidad, de su propia dignidad, y eso es lo que haría el Estado si legitimase su actuar. Adentrándose en las argumentaciones utilitaristas, con excelsa discreción, se ilustra como Winfried Brugger, tal vez el mejor exponente de esta última estrategia para defender la tortura, elabora la aterrorizante y espantosa hipótesis descrita para la mera finalidad de proporcionar una justificación para reasumir la práctica del tormento. Según Brugger sería necesario cambiar radicalmente la intuición moral de la prohibición de torturar, como mal absoluto, para obtener como resultado que el no torturar (la consecuencia de no torturar) daría como resultado un mal mayor. Si el Estado prohibiese la práctica de los tormentos, en esta visión, resultaría casi cómplice del criminal que escondió la bomba y se niega a confesar. Por lo tanto, relativizando la prohibición de la tortura, la misma resultaría compatible con el Estado de Derecho, el cual sufriría una “antinomia interna” como resultado del hecho de que al Estado corresponde el monopolio del uso de la fuerza. De tal manera, Brugger llega a la conclusión de que la tortura y la coacción estatal no solo coinciden, sino que pueden ser sobrepuestas. No obstante que el ejemplo de la ticking bomb tenga un innegable impacto emotivo; también respecto de tal argumentación las objeciones expresadas en el texto no son ni pocas, ni débiles. Los autores, de hecho, son rigurosos al afirmar que nunca el acto de torturar puede ser reconducible a la coacción ejercitada con el fundamento legal de una norma: “el presupuesto del monopolio de la violencia del Estado no significa o implica que al Estado le sea permitida cualquier violencia (…) la tortura puede despedazar la voluntad del torturado, haciendo jugar su cuerpo contra su mente, y hacerle hacer y decir lo que no quiere ni hacer ni decir. Es por ello que a la tortura sufrida se acompaña un sentimiento de vergüenza y de humillación: éste deriva del pleno conocimiento –que la tortura afirma con evidencia extrema– de haber sido sometido a una violencia íntima”[39]. Además, los utilitaristas olvidan voluntariamente la distinción entre intención y motivo de una conducta, “el motivo, en otras palabras, no altera la situación concreta de tortura; lo que, en cambio, en ciertas condiciones, si puede pasar con la intención del agente”[40]. La tortura es siempre tortura, no cambia su calidad, aún si se considera que la finalidad es salvar a un número más o menos considerable de vidas humanas. La elección que estamos llamados a hacer es siempre entre dos males, y si decidimos por el mal menor, de todas maneras sigue siendo un mal, con las consecuencias de que “una vez que se acepte torturar en un caso, dejará de haber límites inviolables para la tortura en otros casos. Grosso modo es la tesis de la “slippery slope”, o de la ladera resbalosa”[41].

            La cuarta estrategia argumentativa es la de la “legítima defensa”, considerada como una suerte de reacción “contra un individuo que está en grado de constituir un peligro inmediato y está a punto de atacar a otro sujeto![42]. Tal argumentación es referida a los escritos de Brugger y Bybee. A propósito, en la obra se explicita cómo hablar de legítima defensa en relación a los tormentos es verdaderamente un argumento capcioso: “el torturado por definición está indefenso: su cuerpo está a plena disposición de quien lo tortura”[43]. Así, se pone bajo la mirada de todos, el sofisma que tiene la finalidad de justificar lo injustificable: si el torturado está inmovilizado, subyugado psicológicamente, privado de voluntad ¿cómo puede entonces representar un peligro inminente y directo? La asimetría entre el prisionero y el atormentador se hace evidente y, sobre todo, se subraya como no hay ninguna garantía sobre la confiabilidad de la confesión o de las informaciones obtenidas ni hay, sobre todo, proporcionalidad. La tortura, pues, es descrita por lo que es: una conducta desproporcionada y abusiva, “la verdad es que la tortura es una conducta siempre ofensiva, agresiva; nunca defensiva”[44].

            En fin, la última estrategia argumentativa a favor de la práctica de los tormentos, se identifica en el llamado a la ética de la responsabilidad. El hombre de Estado actúa según las razones de Estado, que bien podrían chocar con las elecciones morales. Pero los autores van más allá preguntándose y preguntándonos: ¿quién es el político”? ¿Por qué la responsabilidad moral de tal sujeto, debe tener consecuencias distintas que respecto de cualquier ciudadano ordinario? Son estas preguntas, que inexorablemente permanecen sin respuesta, las mejores objeciones a tal teoría. A ello agreguemos los riesgos que se evidencian al plantear como hipótesis la adopción de una resolución al problema en estos términos. En tal prospectiva el político podría ser imaginado como un hombre dotado de cualidades y de virtudes excepcionales, en grado de gestionar la “cosa pública” de la mejor manera posible, una suerte de “héroe” desvinculado de la moral común y, por ello, privado de escrúpulos, lo que le permite descender demoníacamente a realizar pactos con el poder. ¿Pero la democracia no debería garantizar condiciones en las que el político es un par de cualquier ciudadano común? Y si es así, ¿en base a qué derecho, podría reconocerse a un individuo –singularizado por ser político– el poder de optar por la negación total de la dignidad humana de un semejante?. No puede haber en el Estado constitucional un “núcleo de oscuridad total” oculto, un “estado de excepción” latente, un coágulo irresuelto de violencia radical pre-política, siempre lista para manifestarse nuevamente en cualquier situación de peligro “existencial”. Lo que está en juego en la democracia es la existencia de la constitución y de sus derechos” [45]. Así pues, en el Estado de Derecho, el Estado no puede ser nunca asumido como un argumento.

Después de haber revisado las cinco estrategias argumentativas a favor de la legalización de la tortura, los autores llegan a preguntarse cuál es la relación entre estas prácticas aflictivas y la verdad, y con gran sensibilidad, demuestran la total y absoluta imposibilidad de utilizar el concepto de utilidad, por tantos invocado. El análisis se realiza reconduciendo las estrategias a favor de la práctica del tormento a cuatro tipos de argumentación: la redefinición, la analogía, el descubrimiento de una laguna, y la ponderación de bienes jurídicos concurrentes y contrapuestos[46]; estas argumentaciones, una después de la otra, son criticadas y destruidas con la finalidad de llegar a la prohibición de la tortura, sin condicionantes ni peros que valgan. De hecho, identificando el nudo de la cuestión Diritto e tortura, se identifica a esta última, inevitablemente, con la ilegalidad. Todo lo que es sostenido por Christian Thomasius, o sea, que la víctima de tortura se percibe y es percibida como víctima inmediata de un abuso[47], permite expresar una potente razón discursiva: “la tortura se opone a cualquier ejercicio de universalidad material: nadie puede aceptar, a su vez, ser torturado”[48]. Aún si no se observa el fenómeno desde el punto de vista de quien usa y aplica o de quien la sufre la tortura, ella es un acto de violencia extrema, intolerable, es un tormento irresistible, bien definido como exceso y abuso. Así, “la tortura choca violentamente con la norma básica del comportamiento moral en general: no hacer a otros aquello que no quieres que otros te hagan a ti”[49]. Esta regla, señalada como regla de oro, evidentemente no puede aplicarse a la tortura; siempre que se plantee la objeción de que nadie querría ser metido en la cárcel o condenado a muerte, la misma se superaría argumentando que “no me gusta que otros me supriman físicamente o me pongan en un estado de segregación física”. O pudiera ser que “acepte” tanto una situación como la otra. Pero ello es porque me lo puedo hacer a mí mismo, e imponérmelo[50]. En cambio es inconcebible autoimponerse la tortura; con ella se llega a un nivel de dolor y de sufrimiento frente al cual nuestro cuerpo no nos permite ir más allá. Los autores, con gran agudeza, evidencian que en la tortura no hay sumisión voluntaria ni límite al dolor, en suma, que es una situación impensable e impracticable para el sujeto, y por tal vía llegan a reformular la regla de oro: “como no debe hacerse a otro aquello que es impensable e impracticable que yo me haga a mí mismo”[51]. Entonces, la tortura es aquella situación que con más dramatismo y mayor impacto se contrapone a la regla de oro. Para usar las palabras del naturalista John Finnis se podría decir que “la tortura es la situación que paradigmáticamente se contrapone al punto de vista moral”[52].

            Partiendo de lo anterior, se ofrece una ulterior y originalísima contribución a la lucha filosófico-jurídica contra la tortura: el tormento infligido a un semejante no solo es motivo de condena moral, sino que lo es, por mayoría de razón, en el seno del Estado de Derecho. Para sostener esto se exponen fundamentalmente dos convincentes razones: la primera está ligada a la crueldad misma de la tortura, que la pone en irresoluble contraposición con la apacibilidad de lo jurídico, entendido esto como “principio y técnica de pacificación de las relaciones sociales e intersubjetivas”[53]. La segunda razón es, en cambio, de naturaleza estructural: “el principio de legalidad, “rule of law”, es el criterio por el cual la determinación de una conducta, a mayoría de razón en el caso de una conducta violenta por parte de un órgano público, debe convertir tal conducta en cuestión previsible y proporcional”[54]. Sin embargo la tortura no es ni previsible ni proporcional, ni apacible, al contrario, por su propia naturaleza, tiene la finalidad de negar la dignidad y la capacidad de juicio de cada ser humano sometido a ella. A través del tema de la tortura los autores logran poner en evidencia la relación entre el Derecho y los derechos humanos. El fundamento de todo Estado de Derecho es la noción de dignidad humana, en torno de la cual se construyen todas las sociedades modernas; es una especie de derecho “absoluto”, de “derecho de los derechos”, y por ello resulta verdaderamente impensable oscurecerlo o de plano convertirlo en totalmente opaco. El Derecho como forma de violencia parece tomar el fuerza, y actualmente retorna la advertencia de Lutero “Juristen, böse Christen (Juristas, malvados Cristianos)”[55]. A ese propósito se pone en evidencia como “para un cristiano el Derecho se presenta, de manera paradigmática, en la forma de la cruz, que era instrumento de suplicio y tortura, símbolo -por demás- de degradación y de extrema supresión de la dignidad: tormento y pena de muerte para los esclavos, no para los hombres libres”[56]. El jurista juzga, y al hacerlo se atribuye una tarea que solo puede ser de Dios, y el Derecho que él maneja es injusto porque no puede ir más allá de la forma de la justicia, no puede acoger la caridad, la compasión y “la piedad, que es la máxima garantía de justicia en el caso concreto, ya que supera y rompe sus vínculos formales, se contrapone a la tortura, que es la máxima injusticia en el caso concreto, ya que se da necesariamente contra legem, es decir, como abuso y prevaricación”[57]. El argumento de que la tortura pueda ser la reafirmación de la dignidad violada del hombre, o la oportunidad de que muera solo un hombre en lugar de que perezca un pueblo entero[58], es falso y falaz. Se comparte con La Torre y Lalatta Costerbosa el repudio en contra de las estrategias argumentativas a favor de la tortura. Es insoportable caer en el abismo del mal, que no tiene fondo y cuya línea más delgada se puede acercar al fondo del abismo en forma prácticamente infinita. Cada uno de nosotros debería tener siempre en mente que el Derecho es una esponja que está en grado de absorber toda forma y todo tipo de mal, aún la tortura. Por ello, manejarlo es una tarea delicada y requiere cautela, pero a veces es indispensable tenerlo lejos del peligro. Un poco como se hace con una banal esponja cuando no se quiere que se moje: se la tiene guardada, lejos de toda fuente de agua.

  1. CONCLUSIÓN

Es innegable que el mundo se transformó luego del ataque a las Torres Gemelas, y que las conciencias de todos, por más que ya haya transcurrido más de un decenio desde aquella dramática mañana de fin de verano, se encuentren todavía ahora en un estado de perturbación, que las tragedias posteriores, sucesivamente acaecidas en Madrid, en Londres, recientemente en Boston pero también —y en secuencia por demás alarmante— en lugares del mundo menos iluminados por los reflectores mediáticos, han mantenido vivo y actual. Así no es ciertamente para sorprenderse si las consecuencias de gestos extremos acaecidos, en tiempo real, bajo la mirada atónita de la humanidad entera, continúen a influenciar, por todos lados, con inextinguible intensidad, la vida, el pensamiento, las emociones, los comportamientos y también al Derecho, tanto en su dimensión práctica, como en la dimensión teórica. Intrigando, me vendrían ganas de decir que las “Torres Gemelas están todavía derrumbándose” porque hoy se está desmoronando una parte sustancial de las conquistas y de las victorias éticas, sociales y, sobre todo, jurídicas, que después de las innumerables tragedias del Novecento, parecían por demás consolidadas para siempre, al menos en Occidente. El debate actual sobre la oportunidad de legalizar la tortura es, en cambio, la tristísima prueba de que no hay conquista ética definitiva, y que los fantasmas ligados a la brutalidad humana pueden resurgir con nueva fuerza y terrible virulencia frente a sangrientas encrucijadas de la Historia. Y bien, según me parece, y en brutal síntesis, el mayor mérito del libro Legalizzare la tortura? Ascesa e declino dello Stato di Diritto consiste precisamente en que constituye una admirable, compartible y victoriosa argumentación racional, moral y jurídica, en contra de cualquiera de las teorías que han intentado, hasta hoy, defender la improponible “rectius…”, y eldiscursivamente imposible” tolerar, o el considerar expresamente deseable que un hombre inflija una morte vissuta (muerte en vida)” a un semejante, con fines de justicia, porque la tortura es eso: morir viviendo[59].

Natalina Stamile, Dottore di Ricerca in “Teoría del diritto ed ordine Giuridico Europeo”, Dipartimento di Scienze Giurídiche, Storiche, Economiche e Sociale dell´Universita degli studi “Magna Graecia” di Catanzaro.


[1] M. La Torre, M. Lalatta Costerbosa, Legalizzare la tortura? Ascesa e declino dello Stato di Diritto, Bologna, 2013, pp. 17−18.

[2] Loc. cit.

[3] Ibid., p. 48.

[4] Ibid., p. 40

[5] P. Verri, Osservazioni sulla tortura, Roma, 1994, p. 10

[6] Ibid., p. 72

[7] Ibid., p. 18

[8] M. La Torre, M. Lalatta Costerbosa, op. cit, p. 20.

[9] E. Cortese, Le grandi linee della storia giuridca medioevale, Roma 2001, p. 387: “Su doctrina le dio fama extraordinaria aún en vida (…) En el Quattrocento su celebridad continuó acrecentándose; se le atribuyó el apodo de lucerna iuris (luciérnaga del Derecho) como siglos antes se llamó a Irnerio “spechio del diritto” (espejo del Derecho) y “oracolo di Apollo”, fue comparado con Homero, con Virgilio y con Cicerón; finalmente entró triunfalmente en la historiografía cuando Giovanne Battista Caccialupi lo exaltó en sus Vitae doctorum, que pueden ser consideradas como la primera historia de la jurisprudencia medioeval.”

[10] M. La Torre y M. Lalatta Costerbosa, Op. Cit., p. 23; el dato es reportado también por Perri, Op. Cit, passim.

[11] Ibid., p. 26

[12] De esa postura es P. Fiorelli, La tortura giudiziaria nel diritto comune, Milano, 1954.

[13] La referencia es a la Escuela Boloñesa que, después de Irnerio, tiene entre sus máximos glosadores a Acursio, al ya citado Bartolo da Sassoferrato y a Baldo degli Ubaldi

[14] En H. Wire, R.C. Albbright, S.F. Wright, T. McClusky, Storie di streghe que: “desde el siglo XIV y hasta todo el siglo XVI los poderes de la Iglesia y del Estado se ADOPERARONO CON DOVIZIA DI MEZZI para exterminar a las asi llamadas Brujas. Hoy se calcula que cerca de medio millón fue el número de personas ajusticiadas por brujería, mientras Gerald Gardner, el famoso Brujo inglés del inicio de este siglo, sostenía en su tratado Withchacraft Today, que habían sido hasta nueve millones!”

[15] F. von Spee, Cautio criminalis slive Liber de processu contra sagas (1631); trad. It. I processi contro le streghe (Cautio criminalis) a cura de A. Foa, Roma, 2004, p. 45.

[16] Ibid., pp.82 y ss.

[17] M. La Torre y M. Lalatta Costerbosa, op. Cit., p. 34.

[18] Loc. cit..

[19] Ibid., p. 35

[20] Para una mayor profundización se reenvía a B.P. Levack, La caccia alle streghe in Europa agli inizi dell´etá moderna, Roma-Bari, 2008.

[21] C. Beccaria, Dei delitti e delle pene, al cuidado de A. Burgio, Milano, 2007, p. 61.

[22] M. La Torre y M. Lalatta Costerbosa, op. Cit., p. 37.

[23] C. Montesquieu, Lo spirito delle leggi, p. 37; en el mismo sentido C. Beccaria, op. Cit., passim.

[24] M. La Torre y M. Lalatta Costerbosa, op. cit., p. 38

[25] Loc. cit..

[26] Ibid., p. 41

[27] Loc. cit.

[28] Ibid., p. 43 y ss.

[29] Ibid., p. 44.

[30] Ibid., p. 93, cursivo de la autora de la reseña.

[31] Ibid., p. 94

[32] Ibid., p. 95

[33] Loc. cit..

[34] Ibid., p. 107.

[35] Ibid., p. 111. En el texto se reporta el contenido de “Memorandum for Alberto R. Gonzales Counsel to the President, primero de agosto 2002, ahora en M. Danner, Torture and Truth. America, Abu Ghraib, and the wasr on Terror, en “New York Review Books”, 2004, p. 115.

[36] Ibid., p. 111.

[37] Ibid., p. 112

[38] Ibid., p. 118.

[39] Ibid., p. 126.

[40] Ibid., p. 130.

[41] Ibid., p. 132. En el texto se reporta la posición de Richard Posner cuyo argumento principal puede definirse como pragmático consecuente. Frente a un mal extremo, la tortura es un mal menor y eficaz. Para una mayor profundización véase: R. Posner, Not a Suicide Pact. The Constitution in a Time of Mational Emergency, Oxford, Oxford University Press, 2006.

[42] Ibid., p. 137

[43] Ibid., p. 143

[44] Ibid., p. 145.

[45] Ibid., p. 147.

[46] Ibid., p. 151.

[47] Ibid., p. 167.

[48] Loc. cit.

[49] Loc. cit.

[50] Ibid., p. 168.

[51] Ibid., p. 169.

[52] Ibid.; en el texto los autores reenvían a: Finnis, Moral absolutes. Tradition, Revision and Truth, Washington DC, Teh Catholic University ok Americana Press, 1991, trad. It. Gli assoluti morali, Milano, 1997.

[53] Ibid., p. 174.

[54] Loc. cit.

[55] Ibid., p. 179. En el texto se reporta al contenido de M. Luther, Tischreden, al cuidado de K. Aland, Stuttgart, Reclam, 1981.

[56] Loc. cit.

[57] Ibid., p. 179.

[58] Giovanni, 18, 14.

[59] J. Améry, Intellettuale a Auschwitz, prefacio de C. Magris, Torino, 2008, p. 69.