Detenerlos en flagrancia

Se ha infravalorado la gravedad de las brutales agresiones de las que reiteradamente han sido objeto los policías de la Ciudad de México a quienes se encomienda la  vigilancia de las marchas políticas y de las que el pasado 10 de junio fueron también víctimas dos funcionarios del Gobierno del Distrito Federal.

Si durante mucho tiempo nos hemos preocupado, y ocupado, de las violaciones a los derechos humanos cometidas por la policía con motivo de sus funciones, hoy tenemos que atender la situación de extrema vulnerabilidad de agentes a los que se ordena no contestar ninguno de los ataques de vándalos que no se tientan el corazón al intentar infligirles el mayor daño posible.

Se lesiona la dignidad de los policías y se pone en alto riesgo su integridad física y psíquica cuando se les coloca, con sólo su casco y su escudo de protección, frente a individuos que con toda libertad arremeten contra ellos con palos, tubos, cadenas, trozos de banqueta, muebles utilizados como proyectiles, sprays que lanzan fuego y escupitajos. Se hace correr un serio peligro a funcionarios que acuden sin protecci con los enviados del gobierno fue  que sucediced.uden con los agresores a disuadirlkos de que depongan su acftitud que lanzan fón alguna con los agresores a tratar de persuadirlos de que depongan su actitud pero al hacerlo quedan completamente a su merced. Lo que sucedió con los enviados del gobierno fue un episodio de horror. Los feroces no estaban dispuestos a escuchar razón alguna: su propósito era vejarlos, escupirlos, golpearlos. Los privaron de la libertad para ultrajarlos mejor. Si la policía no los hubiera rescatado, quizá hoy estaríamos lamentando algo mucho peor que las lesiones y los ultrajes que sufrieron.

Basta ver algunas de las imágenes de los hechos para comprender la magnitud y la inaceptabilidad del agravio y del desafío. Los atacantes actúan con  prepotencia porque saben que sus víctimas tienen órdenes de no responder a sus arremetidas o se encuentran absolutamente indefensas ante ellos, y que sus ataques quedarán impunes. No hay exageración alguna en la advertencia de Sergio Sarmiento: “Si los activistas ya han adquirido el derecho de agredir a policías y secuestrar y golpear a funcionarios, será cuestión de tiempo para que maten a uno” (Reforma, 18 de junio de 2013).

¿Es razonable que los actos vandálicos sigan sucediendo sin que se les ponga un hasta aquí? La tolerancia democrática tiene un límite: son tolerables las conductas que no lesionan los derechos de los demás. Las acciones violentas que hemos presenciado desde el 1º de diciembre pasado no sólo lesionan los derechos de terceros sino constituyen delitos. Se me replicará que el 10 de junio hubo detenidos que fueron consignados ante la autoridad judicial. Es cierto, pero las detenciones se efectuaron una vez que los violentos se cansaron de cometer sus desmanes, y contra algunos de los detenidos no existían pruebas que permitieran su consignación.

Es preciso que en estos actos callejeros elementos de la policía filmen las agresiones ––las imágenes serán pruebas––, y que un destacamento bien capacitado proceda a detener en flagrancia a los agresores, sin darles oportunidad de causar daños mayores, tal como indica Luis González de Alba ––y el sentido común––, “en movimientos entrenados: rodear, aislar, inmovilizar, esposar, trasladar” (Milenio, 17 de junio de 2013). Ω