Dreamers

Lo ha dicho inmejorablemente Barack Obama: es una cuestión de decencia básica. “Se trata —puntualizó el expresidente— de si somos gente que golpea a jóvenes, esperanza de Estados Unidos, o si los tratamos como queremos que nuestros propios hijos sean tratados. Se trata de quiénes somos como seres humanos y quiénes queremos ser”.

            La bofetada ética no podía ser más contundente. Los dreamers viven en aquel país sin tener culpa alguna de su residencia. Niños aún, sus padres los llevaron consigo escapando de la dura realidad de sus propios países, flagelados por la inseguridad, los ingresos insuficientes, la falta de horizontes promisorios. No tiene sentido expulsarlos. No han hecho ningún daño a nadie. Han sido respetuosos de los estadunidenses y de las leyes de su país de acogida.

            Crecieron en Estados Unidos. Son niños que estudian en las escuelas de ese país, jóvenes adultos que están empezando carreras. Son estadunidenses ––defiende Obama–– en sus corazones, en sus mentes, de todas las formas, menos en el papel. Algunos no supieron durante mucho tiempo que eran indocumentados. Se enteraron al aplicar a un trabajo, a una universidad, a una licencia de conducir. Sus padres les contaron entonces la historia del éxodo. No se imaginaron que su origen les acarrearía el riesgo de ser corridos del país en que han discurrido sus vidas.

            Echarlos no reduciría la tasa de desempleo, no aligeraría los impuestos de nadie, no aumentaría ningún salario. No hay un imperativo legal de hacerlo. Tanto presidentes del Partido Demócrata como del Partido Republicano les han permitido permanecer con base en el principio legal de la discrecionalidad del fiscal. Obama quiso darles cierta seguridad jurídica con el Programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, siglas en inglés), anunciado el 15 de junio de 2012.

            Los requisitos establecidos para adscribirse a ese programa fueron: ser menor de 31 años en esa fecha; haber llegado a Estados Unidos antes de los 16 años; haber residido en el país, por lo menos, desde el 15 de junio de 2007; estar estudiando o contar con certificado de secundaria o de desarrollo de educación general, o ser veterano con licenciamiento honorable de la Guardia Costera o de las Fuerzas Armadas; no ser convicto de delito grave ni de tres o más delitos menores ni representar una amenaza para la seguridad nacional o la seguridad pública.

            “Lo que nos hace estadunidenses —ha dicho Obama— no reside en el origen de nuestros nombres ni en la manera en que rezamos, sino en nuestra fidelidad a un conjunto de ideales; que todos fuimos creados iguales; que todos merecemos la oportunidad de hacer de nuestras vidas lo que queramos hacer; que todos compartimos la obligación de levantarnos, hablar y asegurar nuestros valores más preciados para la próxima generación”.

            El Congreso tiene la última palabra. En su decisión está la suerte de aproximadamente 800 mil dreamers, de los cuales 80% son de origen mexicano. La policía los tiene perfectamente localizados. No sería difícil ir por ellos para expatriarlos. Pero los apoyan varios gobernadores, Mark Zuckerberg —creador de Facebook—, Apple y otros titanes de la tecnología. Encendamos nuestras veladoras interiores —las únicas verdaderamente eficaces— para que el Congreso impida el triunfo de la indecencia.

            Los dreamers de origen mexicano son la generación más preparada de la historia de México. A diferencia de los jornaleros que emigraron en la década de los noventa del siglo pasado, el 98 % es bilingüe; el 70% tiene estudios superiores; el 91%, trabajo fijo.

            Si se les deporta, más allá del respaldo retórico —los recibiremos con los brazos abiertos—, lo cierto es que, como advierte Eunice Rendón (Agenda Migrante), las medidas anunciadas —afiliación al seguro popular e inscripción a la bolsa de trabajo de la Secretaría del Trabajo— son claramente insuficientes para integrarlos decorosamente, incluyéndolos en el mercado laboral, aprovechando sus capacidades y haciéndolos sentir parte de México. Ni siquiera lo hemos logrado con muchos de los jóvenes adultos que no han dejado de residir en nuestro país. ¡Que no se nos apaguen ni un instante las veladoras!