Es difícil encontrar un hombre bueno1

Flannery O’Connor[2]

La abuela no quería ir a Florida. Quería visitar a unos parientes en el este de Tennessee, y estaba aprovechando todas las oportunidades para hacer cambiar de opinión a Bailey. Bailey era su único hijo, con el que ella vivía. Él estaba sentado a la mesa en el filo de la silla, inclinado sobre la sección de deportes, de color naranja, del periódico. “Ahora mira aquí, Bailey”, dijo ella, “ve aquí, lee esto”, y ella se levantó, con una mano en la angosta cadera y la otra agitando el periódico sobre la cabeza calva de él.  “Aquí, este tipo que se llama a sí mismo ‘El Inadaptado’ es un prófugo de la Penitenciaría Federal y se dirige hacia Florida, y lee aquí lo que se dice que le hizo a estas personas. Sólo léelo. Yo no llevaría a mis hijos a ningún lado en el que hubiera un criminal prófugo como ese. No podría responder a mi consciencia si lo hiciera.”

Bailey no levantó la mirada de su lectura, por lo que ella dio vueltas y encaró a la madre de los niños, una mujer joven en pantalones deportivos cuyo rostro era tan amplio e inocente como una col y que estaba rodeado por una pañoleta verde con dos puntas arriba como orejas de conejo. Estaba sentada en el sofa dándole de comer chabacanos de un frasco al  bebé. “Los niños ya han estado antes en Florida”, dijo la anciana. “Ustedes deben llevarlos a otro lugar distinto de manera que ellos vean diferentes partes del mundo y ensanchen su mente. Ellos nunca han estado en Tennessee oriente. ”

La madre de los niños no pareció haberla escuchado, pero el niño de ocho años, John Wesley, bajito y de lentes, dijo: “Si no quieres ir a Florida, ¿por qué no te quedas en casa?” Él y la niña pequeña, June Star, estaban leyendo las caricaturas sobre el suelo.

“Ella no se quedaría en casa ni a ser reina por un día”, dijo June Star sin levantar su cabeza amarilla.

“Sí, y ¿qué harías si te atrapara este tipo, ‘El Inadaptado’?,” preguntó la abuela.

“Yo le besaría la cara”, dijo John Wesley.

“Ella no se quedaría en casa ni por un millón de dólares,” dijo June Star. “Temería perderse de algo. Ella tiene que ir a todos los lugares a los que vamos.”

“Muy bien, señorita”, dijo la abuela. “Sólo acuérdate de esto la próxima vez que quieras que te ondule el cabelllo.”

June Star dijo que su cabello era naturalmente ondulado.

A la mañana siguiente, la abuela fue la primera en subirse al coche, lista para partir. Ella tenía su valija negra, que parecía la cabeza de un hipopótamo, en un rincón del coche; debajo de la valija había escondido una canasta dentro de la que  estaba Pitty Sing, el gato. Ella no tenía la intención de dejar solo al animal en la casa durante tres días porque la extrañaría mucho y ella temía que el minino pudiera frotarse contra uno de los hornillos de gas, lo abriera y se envenenara accidentalmente. A su hijo, Bailey, no le gustaba llegar al motel con un gato.

Ella se sentó en la mitad del asiento trasero con John Wesley y June Star a los lados. Bailey, la mamá de los niños y el bebé se sentaron enfrente y salieron de Atlanta a las ocho cuarenta y cinco con el millaje del coche en 55,890. La abuela anotó esto porque creyó que sería interesante saber cuántas millas habrían recorrido cuando regresaran. Les tomó veinte minutos llegar a las afueras de la ciudad.

La anciana dama se acomodó, se quitó sus guantes blancos y los puso junto con su bolso en la repisa frente a la ventanilla trasera. La mamá de los niños todavía tenía puestos los pantalones deportivos y la cabeza amarrada con la pañoleta verde, pero la abuela usaba un sombrero de paja azul oscuro, de marinero, con un ramillete de violetas blancas en el ala y un vestido azul oscuro estampado con pequeños puntos blancos. Sus collares y puños estaban ribeteados de organdí blanco con lazo, y en la línea del cuello ella se había puesto un ramillete púrpura de violetas contenidas en una bolsita. En caso de accidente, quienquiera que mirara su cadáver en la carretera sabría de inmediato que se trataba de una dama.

Ella dijo que ese iba a ser un buen día para viajar en coche, ni muy caluroso ni muy frío, y advirtió a Bailey que la velocidad límite era de 55 millas por hora, y que los patrulleros se escondían detrás de los anuncios y de los árboles, y salían rápidamente antes de que tuvieras oportunidad de bajar la velocidad. Ella hizo observaciones sobre detalles interesantes del paisaje: la Montaña Rocosa; el granito azul que en algunos lugares aparecía a ambos lados de la carretera; los bancos de barro rojo brillante levemente veteados de púrpura, y las varias cosechas que formaban filas de encaje verde sobre la tierra. Los árboles estaban colmados de luz solar plateada y los más humildes de ellos centelleaban. Los niños estaban leyendo historietas y su madre y el bebé se habían vuelto a dormir.

“Pasemos rápido por Georgia para que no tengamos que verla mucho”, dijo John Wesley.

“Si yo fuera un niño pequeño”, dijo la abuela, “no hablaría de mi estado natal de esa manera. Tennessee tiene las montañas y Georgia tiene las colinas.”

“Tennessee es solamente un basurero de pueblo y Georgia es un cochino estado también.”

“Tú lo has dicho,” dijo June Star.

“En mis tiempos”, dijo la abuela, entrelazando sus dedos surcados de venas, “los niños eran más respetuosos de su estado natal, de sus padres y de todo lo demás. Entonces la gente hacía lo correcto. ¡Oh, miren ese lindo negrito!”, dijo ella apuntando a un niño negro parado a la puerta de una choza. “¿No le tomamos una foto?”, preguntó, y todos se volvieron a ver al negrito por la ventanilla trasera. Él les hizo adiós con la mano.

“Está sin calzones”, dijo June Star.

“Probablemente no tiene ningunos”, explicó la abuela. “Los pequeños negros en el campo no tienen cosas como las que nosotros tenemos. Si yo supiera pintar, le haría un cuadro”, dijo.

Los niños intercambiaron sus historietas.

La abuela se ofreció a cargar al bebé, y la mamá se lo pasó por encima del asiento delantero. La anciana se lo sentó en la rodilla haciéndole caballito y se puso a platicarle de las cosas que iban pasando por la carretera. Ponía los ojos en blanco, aflautaba los labios y pegaba su rostro flaco y áspero al suave y blando del bebé. Éste, de vez en cuando le ofrecía una sonrisa ausente. Pasaron un campo de algodón grande con cinco o seis tumbas en su centro, cercadas como una pequeña isla. “¡Miren el cementerio!”, dijo la abuela apuntándole. “Ese era el cementerio de la antigua familia. Pertenecía a la plantación”.

“¿Dónde está la plantación?”, preguntó John Wesley.

“Se la llevó el viento”, dijo la abuela. “Ja. Ja.”[3]

Cuando los niños terminaron todas las historietas que llevaban, sacaron su almuerzo y se lo comieron. La abuela  comió un sandwich de crema de cacahuate y una aceituna, y no dejó que los niños arrojaran por la ventana la caja y las servilletas de papel. Cuando ya no tenían nada que hacer, ellos jugaron a escoger una nube y dejar que el otro imaginara la figura que formaba. John Wesley escogió una nube que semejaba una vaca y June Star la reconoció, pero John Wesley dijo que no, que era un automóvil, y June Star replicó que él no estaba jugando limpio, y comenzaron a darse de bofetadas encima de la abuela.

La abuela les dijo que les contaría un cuento si se estaban quietos. Mientras se los contaba, ponía los ojos en blanco, giraba la cabeza y se ponía muy dramática. Dijo que, cuando era una jovencita, había sido cortejada por Mr. Edgar Atkins Teagarden de Jasper, Georgia. Que él era muy guapo y era un caballero, y que cada sábado por la tarde le llevaba una sandía con sus iniciales grabadas en ella: E. A. T. Bueno, pues un sábado, dijo ella, Mr. Teagarden llevó la sandía pero no había nadie en casa, por lo que él dejó la sandía en el vestíbulo y regresó en su coche a Jasper. Pero ella nunca vio la sandía porque un muchacho negro se la comió ¡cuando vio las iniciales “E.A.T.” (“C.O.M.E.”)! Este cuento le pareció gracioso a John Wesley, quien se rio mucho, pero a June Star no le gustó; dijo que ella no se casaría con un hombre que le trajera una sandía los sábados. La abuela dijo que ella habría hecho bien en casarse con Mr. Teagarden porque él era un hombre gentil que había comprado acciones de la Coca-Cola cuando apenas habían salido, y que había muerto hacía pocos años convertido en un hombre muy rico.

Pararon en “La Torre” a comer unos sandwiches de barbacoa. “La Torre” era en parte de yeso y en parte de madera, estación de llenado y salón de baile, ubicada en un claro en las afueras del pueblo de Timothy. Un hombre gordo llamado Sammy Butts El Rojo manejaba el lugar, y había carteles pegados aquí y allá, y a lo largo de varias millas hacia ambos lados de la carretera que decían: PRUEBE LA FAMOSA BARBACOA DE EL ROJO SAMMY. ¡NINGUNA COMO LA DEL ROJO SAMMY! ¡EL ROJO SAM! EL MUCHACHO GORDO DE LA SONRISA FELIZ. ¡UN VETERANO! ¡EL ROJO SAMMY, EL HOMBRE DE TU VIDA!

El Rojo Sammy estaba tendido sobre el suelo desnudo afuera de “La Torre”, con la cabeza debajo de un camión de carga, mientras un pequeño mono gris de aproximadamente 30 centímetros de estatura, encadenado a un arbolito de canela, parloteaba por ahí. El mono brincó hacia atrás, hacia el árbol, cuando vio a los niños saltar del coche y correr hacia él.

Por dentro, “La Torre” era un salón largo y oscuro con una barra en un extremo y mesas en el otro, y en medio un espacio para bailar. Todos se sentaron en una mesa de madera junto a la sinfonola, y la mujer del Rojo Sam, bronceada, con el cabello y los ojos más brillantes que su piel, vino y tomó la orden. La mamá de los niños puso una moneda en la máquina y sonó el “Vals de Tennessee”, y la abuela dijo que con esa tonada siempre le daban ganas de bailar. Le dijo a Bailey que si quería bailar, pero él sólo se le quedó viendo. Él no tenía el natural carácter alegre de ella, y los viajes lo ponían nervioso. Los ojos cafés de la abuela brillaban. Ella balanceaba su cabeza de un lado a otro y hacía como si estuviera bailando en su silla. June Star pidió que se tocara algo que ella pudiera bailar, por lo que la mamá puso otra moneda en la sinfonola e hizo tocar una pieza rápida que motivó a June Star a ir a la pista de baile y hacer una rutina de tap.

“¿No es linda?”, dijo la mujer de Sam El Rojo inclinándose sobre el mostrador. “¿No te gustaría ser mi nenita?”

“No, realmente no me gustaría”, dijo June Star. “¡No viviría en un lugar destartalado como éste ni por un millón de dólares!”, y regresó corriendo a la mesa.

“¿No es linda? ” repitió la mujer, estirando la boca cortésmente.

“¿No te da vergüenza?”, susurró la abuela.

El Rojo Sam entró y le dijo a su mujer que dejara de estar acostada en el mostrador y que se apurara con la orden de esa gente. La parte superior de sus pantalones caqui apenas llegaba a sus caderas y su estómago colgaba sobre ellos como un saco de comida bamboleándose debajo de la camisa. Se sentó en una mesa próxima al grupo y dejó escapar un sonido mezcla de suspiro y tonada. “No puedes ganar”, dijo. “No puedes ganar”, y limpió el sudor de su roja cara con un pañuelo gris. “En estos tiempos ya no sabes en quién confiar”, dijo. “¿No es verdad?”

“Ciertamente, la gente ya no es amable como antes”, dijo la abuela.

“Dos tipos llegaron la semana pasada”, dijo Sammy El Rojo, “en un Chrysler. Estaba viejo y destartalado pero era bueno, y los sujetos me parecieron bien. Dijeron que trabajaban en el molino y, ustedes saben, los dejé llenar el tanque de la gasolina. ¿Y qué hicieron luego?”

“¡Porque usted es un hombre bueno!”, dijo la abuela de repente.

“Sí, supongo que sí”, dijo Sam el Rojo como si esa respuesta lo hubiese fulminado.

Su mujer sirvió las órdenes cargando los cinco platos al mismo tiempo, sin charola, dos en cada mano y uno equilibrado sobre su brazo. “En este verde mundo de Dios no existe un alma en la que puedas confiar”, dijo. “Y esto se lo aplicó a todos, a todos”, repitió, mirando al Rojo Sammy.

¿Ya se enteraron de ese criminal llamado El “Inadaptado”?, preguntó la abuela.

“No me sorprendería que él atacara este lugar, precisamente aquí”, dijo la mujer. “Si él oye acerca de este lugar, no me sorprendería verlo. Si él se entera de que hay dos centavos en la caja, no me sorprendería en absoluto que él…”

“Eso hará”, dijo Sam El Rojo. “Sírvele a estas personas sus Coca-Colas”, y la mujer se fue a traer el resto de la orden.

“Es difícil encontrar un hombre bueno”, dijo Sammy El Rojo. “Todo está poniéndose terrible. Recuerdo cuando podías salir y dejar la puerta sin seguro. Ahora ya no se puede”.

Él y la abuela platicaron sobre los buenos tiempos. La anciana dijo que, en su opinión, Europa era la culpable de que ahora las cosas fueran como eran. Que por la manera en que Europa actuaba, se pensaría que los estadounidenses estaban hechos de dinero, y Sam El Rojo dijo que no había que hablar más, que ella tenía toda la razón. Los niños salieron corriendo hacia la luz blanca del Sol y miraron al mono en el diáfano árbol de canela. El animal estaba ocupado cazando las moscas que le pasaban encima y mordiendo una por una cuidadosamente entre los dientes como si fueran un manjar.

Prosiguieron su viaje en la tarde caldeada. La abuela dormitaba y se despertaba cada pocos minutos con sus propios ronquidos. En las afueras de Toombsboro, ella despertó y recordó una vieja plantación que había visitado en ese vecindario cuando era una muchachita. Dijo que la casa tenía seis columnas en el frente, y que había una avenida de robles que conducía hasta ella y dos enrejados de madera a cada lado del frente, donde podía uno sentarse con su pretendiente después de un paseo por el jardín. Recordó exactamente qué camino tomar para ir a ese lugar. Sabía que Bailey no estaría dispuesto a perder tiempo yendo a ver la casa, pero cuanto más hablaba de ella, tanto más quería verla de nuevo y averiguar si los dos enrejados gemelos todavía estaban en pie. “Había un compartimento secreto en esa casa”, dijo ella astutamente, lo que no era verdad, pero deseó que lo fuera, “y se decía que toda la familia Silver estaba oculta en él cuando llegó Sherman, pero ese lugar nunca fue encontrado…”

“¡Hey!”, dijo John Wesley. “¡Vamos a verlo! ¡Lo encontraremos! ¡Escarbaremos toda la madera y lo hallaremos! ¿Quién vive allí? ¿Dónde hay que dar vuelta? Hey, Pa’, ¿podemos dar vuelta allí?”

“¡Nunca hemos visto una casa con un compartimento secreto!”, gritó June Star. “¡Vamos a la casa con el compartimento secreto! ¡Hey Pa’!, ¿podemos ir a la casa con el compartimento secreto?”

“No está lejos de aquí, yo sé”, dijo la abuela. “A no más de veinte minutos.”

Bailey miraba derecho hacia el frente. Su mandíbula estaba rígida como una herradura. “No,” dijo.

Los niños comenzaron a chillar y a gritar que querían ver la casa con el compartimento secreto. John Wesley pateó el dorso del asiento delantero y June Star se colgó del hombro de su madre, y aulló desesperadamente en su oído que ellos nunca se divertían ni siquiera en sus vacaciones, que ellos nunca podía hacer lo que querían. El bebé comenzó a gritar y John Wesley pateó el dorso del asiento tan fuerte que su padre pudo sentir los golpes en los riñones.

“¡Está bien!”, gritó el padre, y paró el coche a un lado de la carretera. “¿Van a callarse? ¿Van a callarse todos aunque sea por un segundo? Si no se callan, no vamos a ir a ningún lado.”

“Sería muy educativo para ellos”, murmuró la abuela.

“Está bien”, dijo Bailey, “pero entiendan esto: será la única vez que nos detengamos por algo así. La primera y la única.”

“El camino de tierra que tienes que tomar quedó una milla atrás”, indicó la abuela. “Te lo señalé cuando lo pasamos.”

“Un camino de tierra”, gruñó Bailey.

Después de que dieron vuelta para dirigirse al camino de tierra, la abuela recordó otros detalles acerca de la casa, el bello cristal sobre la puerta principal y la lámpara de velas en la sala. John Wesley dijo que probablemente el compartimento secreto estaba en la chimenea.

“No podemos entrar a esa casa”, dijo Bailey. “No sabemos quién vive ahí.”

“Mientras todos ustedes platican con la gente de la casa en el frente, yo correré a la parte trasera y entraré por una ventana”, sugirió John Wesley.

“Todos permaneceremos en el coche”, dijo su madre.

Dieron vuelta en el camino de tierra y el coche corrió bruscamente por un remolino de polvo rosa. La abuela recordó los tiempos en que no había caminos pavimentados cuando un viaje de 30 millas duraba un día. El camino de tierra tenía montículos, deslaves repentinos y curvas cerradas en peligrosos desniveles. De repente podían estar en una colina desde la que veían las copas azules de los árboles de varias millas a la redonda; luego, en un minuto, estaban en una depresión rojiza desde la que veían encima de ellos los árboles polvorientos.

“Esto tiene que cambiar en un minuto”, dijo Bailey, “o me regreso.”

Parecía que el camino no había sido transitado por nadie en meses.

“Ya no queda lejos”, dijo la abuela, y apenas lo dijo le vino un pensamiento horrible, tan embarazoso que enrojeció y sus ojos se agrandaron y sus pies brincaron volcando su valija hacia el rincón. En ese mismo instante, la tapa de papel periódico que ella había puesto sobre la canasta se levantó con un gruñido, y Pitty Sing, el gato, saltó al hombro de Bailey.

Los niños fueron lanzados al piso, y su madre, sin soltar al bebé, fue arrojada fuera del coche contra el suelo; la anciana fue lanzada contra el asiento delantero. El coche volcó y aterrizó sobre su costado izquierdo en una hondonada a la orilla del camino. Bailey quedó en el asiento del conductor junto con el gato de rayas grises, con su ancha cara blanca y su nariz naranja pegado al cuello de él como una oruga.

Tan pronto como los niños vieron que podían mover los brazos y las piernas, se arrastraron afuera del coche y gritaron: “¡Tuvimos un ACCIDENTE!” La abuela estaba encogida debajo del tablero con la esperanza de estar lesionada de manera que la ira de Bailey no se descargara de repente contra ella. El pensamiento horrible que había tenido antes del accidente era que la casa que estaba recordando tan vívidamente no estaba en Georgia sino en Tennessee.

Bailey se quitó al gato del cuello con las dos manos y lo arrojó por la ventana contra un pino. Luego salió del coche y comenzó a buscar a la mamá de los niños. Ella estaba sentada a un lado de la roja zanja desmoronada sosteniendo al bebé lloroso, pero sólo con un corte en la cara y un hombro fracturado. “¡Tuvimos un ACCIDENTE!”, gritaban los niños en un frenesí de alegría.

“Pero nadie se murió,” dijo June Star con desconsuelo mientras la abuela salía cojeando del coche con su sombrero todavía pegado a la cabeza, pero con el borde delantero roto y levantado en un ángulo chistoso, y el ramillete violeta colgando de un lado. Todos se sentaron en la cuneta, con excepción de los niños, para recuperarse de la conmoción. Todos estaban temblando.

“Puede ser que venga un coche”, dijo la madre de los niños con la voz quebrada.

“Creo que me lastimé”, dijo la abuela oprimiéndose el costado, pero nadie le contestó. Bailey castañeteaba los dientes. Vestía una camisa deportiva amarilla con dibujos de loros azules, y su cara estaba tan amarilla como la camisa. La abuela decidió no mencionar que la casa que habían ido a buscar no estaba en Georgia sino en Tennessee.

El camino había quedado tres metros arriba y ellos podían ver solamente las copas de los árboles del lado contrario del camino. Detrás de la cuneta en la que estaban sentados había más bosques, altos, oscuros y profundos. A los pocos minutos vieron un coche a cierta distancia en lo alto de una colina avanzando lentamente como si sus ocupantes los estuvieran viendo. La abuela se levantó y agitó los brazos dramáticamente para llamar su atención. El coche siguió avanzando lentamente, desapareció detrás de una curva y salió de nuevo moviéndose más lentamente en lo alto de la colina por la que ellos habían pasado. Era negro, estaba maltratado y parecía una carroza fúnebre. Tres hombres viajaban en él.

El coche se detuvo cerca de ellos y por algunos minutos el conductor miró hacia abajo con mirada fija e inexpresiva hacia donde estaban sentados y no dijo nada. Luego se volvió y murmuró algo a los otros dos, y los tres salieron del coche. Uno era un muchacho gordo con pantalones negros y un suéter rojo con un semental plateado realzado en el frente. Los rodeó por el lado derecho y se paró a mirarlos con la boca semiabierta en una especie de sonrisa floja. El otro vestía pantalones caqui, un abrigo azul a rayas y un sombrero gris bastante metido que le ocultaba casi toda la cara. Los rodeó por el lado derecho. Tampoco habló.

El conductror salió del coche y se detuvo a un lado de éste mirando hacia ellos. Era más viejo que los otros dos. Su cabello comenzaba a ser gris y usaba anteojos con montura plateada que le daba un aire intelectual. Su cara era larga y arrugada, y no llevaba camisa ni camiseta. Vestía pantalones vaqueros azules demasiado estrechos para él y un sombrero negro, y traía una pistola. Los otros dos también tenían armas de fuego.

“¡Tuvimos un ACCIDENTE!”, gritaron los niños.

La abuela tuvo el extraño sentimiento de que conocía al hombre con gafas. Su cara le era tan familiar como si lo hubiese conocido de toda la vida, pero no podia recordar quién era. El se alejó del coche y comenzó a bajar a la cuneta colocando cuidadosamente los pies para no resbalar. Usaba zapatos cafés y blancos sin calcetines, y sus tobillos eran rojos y delgados. “Buenas tardes”, dijo. “Veo que han tenido alguna volcadura.”

“¡Dimos dos vueltas!”, dijo la abuela.

“Una”, corrigió él. “Nosotros lo vimos. Prueba su coche y trata de arrancarlo, Hiram”, dijo en voz baja al muchacho del sombrero gris.

“¿Para qué tienes esa pistola?”, preguntó John Wesley. “¿Qué vas a hacer con ella?”

“Señora”, dijo el hombre a la madre de los niños, “¿le importaría decirle a los niños que se sienten junto a usted?” Los niños me ponen nervioso. Quiero que todos ustedes se sienten bien juntos allí donde usted está.”

“¿Qué está diciéndonos usted que hagamos?”, preguntó June Star.

Atrás de ellos, la línea del bosque se abría como una oscura boca abierta. “Vengan aquí”, dijo la madre.

“Vean esto ahora”, comenzó Bailey de repente, “¡estamos en un predicamento! Estamos en…”

La abuela gritó. Se puso de pie rápidamente y se le quedó mirando al hombre con gafas. “¡Usted es El Innadaptado!” dijo. “¡Lo reconocí enseguida!”

“Sí, señora”, dijo el hombre, sonriendo levemente como si estuviera complacido aun a su pesar de haber sido reconocido, “pero habría sido mejor para todos ustedes si usted no me hubiera reconocido.”

Bailey se volvió bruscamente hacia su madre y le dijo algo que impresionó incluso a los niños. La anciana comenzó a llorar y El Inadaptado enrojeció.

“Señora”, dijo él, “no se altere. A veces un hombre dice cosas que no quiere. No creo que él tuviera la intención de hablarle a usted de esa manera.”

“Usted no le dispararía a una dama, ¿no es cierto?” dijo la abuela, y sacó un pañuelo limpio del puño con el que comenzó a limpiarse los ojos.

El Inadaptado apoyó la punta del zapato contra el suelo e hizo un pequeño agujero que luego cubrió de nuevo. “Odiaría tener que hacerlo”, dijo.

“Escúcheme”, dijo la abuela casi gritando, “yo sé que usted es un hombre bueno. Usted no parece ser de sangre ordinaria. ¡Yo sé que usted viene de gente buena!”

“Sí, señora”, dijo él, “de la mejor gente en el mundo.” Cuando sonrió, mostró unos dientes blancos y fuertes. “Dios nunca hizo a una mujer mejor que mi madre, y mi padre tenía un corazón de oro puro”, dijo él. El muchacho del suéter rojo se había puesto detrás de ellos y estaba parado con la pistola a la cadera. El Inadaptado se  puso en cuclillas. “Mira a los niños, Bobby Lee”, dijo él. “Sabes que me ponen nervioso.” Miró a los seis amontonados frente a él y pareció avergonzado como si no supiera qué decir. “Ni una nube en el cielo,” comentó, mirando hacia arriba. “No veo sol, pero tampoco nubes.”

“Sí, es un bonito día”, dijo la abuela. “Escúcheme”, dijo ella, “no debe usted llamarse a sí mismo El Inadaptado porque yo sé que usted es un hombre bueno de corazón. Claramente puedo verlo en usted y decirlo.”

“¡Silencio!” Bailey gritó. “¡Silencio! ¡Cállense todos y déjenme manejar esto!” Estaba en cuclillas, en la posición de un corredor a punto de arrancar, pero no se movió.

“Le agradezco eso, señora”, dijo El Inadaptado, y trazó un círculo pequeño en el suelo con la culata de su pistola.

“Tomará media hora arreglar este coche aquí”, dijo Hiram mirando hacia el cofre abierto.

“Bueno, primero, tú y Bobby Lee lléven a este hombre con el niño allá arriba”, dijo El Inadaptado, apuntando a Bailey y a John Wesley. “Los muchachos quieren preguntarle algo”, dijo a Bailey. “¿Le importaría ir allá atrás al bosque con ellos?”

“Escuche”, comenzó Bailey, “¡estamos en un terible predicamento! Nadie comprende de qué se trata”, y su voz se quebró. Sus ojos se veían tan azules e intensos como los pericos de su camisa, y se quedó perfectamente quieto.

La abuela estiró el brazo para ajustar el ala de su sombrero como si fuera a ir al bosque con su hijo, pero el sombrero cayó a su mano. Se paró mirando la prenda y después de un momento lo dejó caer al suelo. Hiram empujó a Bailey por los brazos como si estuviera ayudando a un anciano. John Wesley se agarró a la mano de su padre y Bobby Lee los siguió. Se fueron hacia el bosque y cuando alcanzaron la orilla oscura de éste, Bailey se volvió y recargándose en el tronco gris desnudo de un pino, gritó: “¡Regresaré en un minuto, Mamá, espérame!”

“¡Regresa inmediatamente!” chilló su madre, pero ellos desaparecieron dentro del bosque.

“¡Bailey, hijito!”, llamó la abuela con trágica voz, pero se encontró mirando a El Inadaptado acuclillado en el suelo frente a ella. “Yo sólo sé que usted es un buen hombre”, dijo con desesperación. “¡Usted no es nada común!”

“No, no soy un buen hombre”, dijo El Inadaptado después de un momento, como si hubiese considerado cuidadosamente lo que había dicho la anciana, “pero tampoco soy el peor del mundo. Mi papá decía que yo era de una raza de perro diferente a la de mis hermanos y hermanas. ‘Tú sabes’, decía papá, ‘algunos pueden pasarse toda la vida sin preguntar de qué se trata, pero otros tienen que saber de qué se trata, y éste muchacho es de estos últimos. ¡Él va a estar en todo'”. Se puso su sombrero negro y miró hacia arriba de repente y luego hacia lo profundo del bosque como si estuviera avergonzado de nuevo. “Perdonen que esté sin camisa ante ustedes, señoras”, dijo, encorvando los hombros ligeramente. “Enterramos la ropa que vestíamos cuando escapamos y nos las estamos arreglando hasta que podamos conseguir algo mejor. Tomamos prestada esta de unos tipos que conocimos”, explicó.

“Esa ropa está perfecta”, dijo la abuela. “Quizá Bailey tenga una camisa extra en su maleta.”

“Voy a ver,” dijo El Inadaptado.

“¿A dónde los llevan?”, gritó la mamá de los niños.

“Papá era divertido”, dijo El Inadaptado. “No podías engañarlo. Nunca tuvo problemas con la autoridad. Tenía talento para lidiar con ella.”

“Usted podría ser honesto si lo intentara”, dijo la abuela. “Piense qué maravilloso sería establecerse y vivir cómodamente sin tener que preocuparse de que lo estén persiguiendo todo el tiempo.”

El Inadaptado siguió rascando el suelo con la culata de su pistola como si estuviera pensando en lo que decía la mujer. “Si, señora, alguien siempre está detrás de uno”, murmuró.

La abuela, de pie detrás del hombre, notó qué delgados se veían sus omoplatos por debajo del sombrero. “¿Acostumbra usted rezar?”, preguntó ella.

Él sacudió la cabeza. Ella vio solamente como se agitaba el sombrero entre los omoplatos. “No,” dijo él.

Se escuchó un disparo procedente del bosque seguido inmediatamente por otro. Luego, silencio. La cabeza de la anciana se volvió de golpe. Ella podia oír el viento moverse entre las ramas como un largo suspiro satisfecho. “¡Bailey, muchacho!”, llamó.

“Por un tiempo fui cantante de coro”, dijo El Inadaptado. “He hecho casi de todo. He sido soldado, de mar y tierra, aquí y en el extranjero; me casé dos veces; tuve una empresa funeraria; trabaje en los ferrocarriles; fui agricultor; sufrí un tornado; vi un quemado vivo”, y miró a la mamá y a la niña, sentadas muy juntas, con el rostro blanco y la mirada vidriosa; también vi como azotaban a una mujer”, dijo.

“Rece, rece”, comenzó la abuela, “rece, rece…”

“Hasta donde recuerdo, nunca fui un niño malo”, dijo El Inadaptado, con un tono casi distraído, “pero en el camino de la vida hice algo mal y me metieron a la cárcel. Me enterraron en vida,” y miró hacia arriba y mantuvo hacia sí mismo su atención con una mirada fija.

“Fue entonces cuando debió comenzar a rezar”, dijo ella. “¿Qué hizo usted para que lo metieran a la cárcel esa primera vez?”

“A la derecha, una pared,” dijo El Inadaptado, mirando de nuevo hacia arriba al cielo sin nubes. “A la izquierda, otra pared. Arriba, el techo, y abajo, el suelo. No recuerdo qué fue lo que hice para ser encarcelado, señora. Me movía de un lado a otro tratando de recordar qué había yo hecho, y hasta ahora no puedo recordarlo. De vez en cuando he sentido que el recuerdo vendría, pero nunca ha venido.”

“Quizá lo encerraron a usted injustamente”, dijo vagamente la anciana.

“No,” dijo él. “No fue injusto; ellos tenían pruebas.”

“Tal vez cometió usted algún robo”, dijo ella.

El Inadapado sonrió desdeñosamente. “Nadie tenía algo que yo deseara”, dijo. “Un jefe médico de la cárcel dijo que yo había asesinado a mi padre, pero eso era mentira. Mi papá murió en 1919 en la epidemia de gripe y yo nada tuve que ver con eso. Fue enterrado en el cementerio bautista de la Buena Esperanza, y cualquiera puede ir a verlo.”

“Si usted hubiera rezado,” dijo la anciana, “Jesús lo habría ayudado.”

“Es cierto”, dijo El Inadaptado.

“Bueno, ¿entonces por qué no reza usted?”, preguntó de repente ella con alegría.

“No quiero ayuda”, dijo él. “Yo solo me basto.”

Bobby Lee e Hiram regresaron tranquilamente del bosque. Bobby Lee arrastraba una camisa amarilla con dibujos de loros azules.

“Aviéntame esa camisa, Bobby Lee,” dijo El Inadaptado. La camisa voló hacia él, cayó en su hombro, y luego se la puso. La abuela no podía identificar lo que la camisa le recordaba. “No, señora,” dijo El Inadaptado mientras se abotonaba la camisa, “aprendí que no importa el crimen que uno cometa. Usted puede cometer el que sea, matar o quitarle la llanta a un coche, porque tarde o temprano usted olvidará qué hizo y de todas maneras va a ser castigado por ello.”

La mamá de los niños había comenzado a jadear como si no pudiera respirar. “Señora”, le pidió el sujeto, “¿sería tan amable de bajar con Bobby Lee e Hiram a donde está su esposo?”

“Sí, gracias”, dijo la madre débilmente. Su brazo izquierdo colgaba inerte, y con el otro sostenía al bebé que había vuelto a dormirse. “Ayuda a la señora a levantarse, Hiram”, dijo El Inadaptado mientras ella trataba de salir de la zanja, y, Bobby Lee, agarra a la niña de la mano.”

“No quiero que me agarre de la mano”, dijo June Star. “Parece un cerdo.”

El gordo se sonrojó, rio y cogió a la niña del brazo y la jaló hacia el bosque detrás de Hiram y la madre.

A solas con El Inadaptado, la abuela sintió que ya no tenía voz. No había nubes ni sol en el cielo. Nada había alrededor sino el bosque. Quería decirle al sujeto que debía rezar. Abrió y cerró la boca varias veces antes de poder decir algo. Finalmente se oyó diciendo: “Jesús. Jesús,” con lo que quería decir: “Jesús te ayude”, pero la manera en que lo decía sonaba como si estuviera maldiciendo.

“Sí, señora”, dijo El Inadaptado como si estuviera de acuerdo. “Jesús pone todo fuera de balance. Él y yo somos iguales si no fuera porque Él no cometió ningún crimen y porque hay pruebas de que yo sí lo cometí. Desde luego”, dijo él, “nunca me las mostraron. Por eso tengo ahora una firma. Como me dije hace mucho tiempo: hazte de una firma y firma todo aquello que hagas, y guarda una copia de ello. Así, sabrás lo que hiciste y podrás comparar tu crimen con el castigo, y ver si se corresponden, y finalmente saber si fuiste tratado con justicia. Me llamo a mí mismo El Inadaptado”, dijo, “porque no puedo ajustar lo que hice mal con los castigos que he recibido.”

Hubo un grito desgarrador en los bosques seguido inmediatamente de un disparo. “¿Le parece justo, señora, que unos sean castigados en exceso mientras otros no reciben castigo alguno?”

“Jesús!” exclamó la anciana. “¡Usted tiene sangre buena! ¡Yo sé que no le dispararía a una dama! ¡Sé que viene de gente buena! ¡Rece! ¡Jesús!, ¡usted no le dispararía a una dama!. ¡Le daré todo el dinero que tengo!”

“Señora”, dijo El Inadaptado, mirando más allá de ella hacia el bosque, “nunca hubo algún cadáver que le importara al sepulturero.”

Hubo dos disparos  más y la abuela levantó la cabeza como una gallina muerta de sed pidiendo agua, y gritó: “Bailey, hijito; Bailey, hijito”, como si el corazón le hubiese estallado.

“Jesús fue el único que se levantó de la muerte”, continuó El Inadaptado, “y no debió haberlo hecho. Rompió todo el equilibrio. Si él hizo lo que dijo, entonces hay que dejar todo y seguirlo, y si no lo hizo, entonces hay que gozar de los pocos minutos que nos quedan del mejor modo posible asesinando a alguien o incendiando su casa o cometiéndole alguna atrocidad. El más grande placer es la maldad”, dijo, y su voz era un gruñido.

“Tal vez él no se levantó de la muerte”, balbuceó la anciana, sin saber lo que decía y sintiéndose tan aturdida que se hundió en la zanja con las piernas torcidas debajo de ella.

“Yo no estaba allí y no puedo decir si no lo hizo”, dijo El Inadaptado. “Desearía haber estado,” agregó, golpeando el suelo con el puño. “No está bien que yo no haya estado allí porque, si hubiese estado, yo sabría. Escúcheme, señora”, dijo él hablando fuerte, “si yo hubiese estado allí, yo sabría y no sería como soy ahora.” Su voz parecía a punto de quebrarse y la cabeza de la abuela se aclaró por un instante. Vio la cara del hombre torcerce frente a la de ella como si él fuera a llorar, y ella murmuró: “¡Porque tú eres uno de mis niños. Eres uno de mis hijos!” Ella se estiró y lo tocó en el hombro. El Inadaptado saltó como si una serpiente lo hubiera mordido y le disparó a la mujer tres veces en el pecho. Luego puso la pistola en el suelo, se quitó los lentes y comenzó a limpiarlos.

Hiram y Bobby regresaron del bosque y se pararon junto a la zanja mirando a la abuela medio sentada, medio tirada en un charco de sangre, con las piernas cruzadas debajo, como un niño, y la cara sonriente hacia el cielo limpio.

Sin los lentes, los ojos de El Inadaptado se veían enrojecidos, pálidos e indefensos. “Llévensela y arrójenla donde están los otros”, dijo, recogiendo al gato que se frotaba en su pierna.

“¿Era una habladora, verdad?”, dijo Bobby Lee con voz cantarina resbalando hacia la zanja.

“Ella habría sido una buena mujer”, dijo El Inadaptado, “si hubiese habido alguien que le disparara a cada momento.”

“¡Esto es divertido!”, dijo Bobby Lee.

“Cállate, Bobby Lee,” dijo El Inadaptado. “No hay goce verdadero en la vida.” Ω

 


[1] Traducción de José A. Aguilar V. a partir de  “A good man is hard to find” en Flannery O’Connor, The Complete Stories. Farrar, Straus and Giroux. New York. 1971.

[2] Flannery O’Connor (Savannah, Gerogia, 25 de marzo de 1925–3 de agosto de 1964) Considerada entre los mejores escritores estadounidenses del siglo XX. Publicó dos novelas y 32 relatos, ensayos y reseñas. Su obra trasciende el ámbito local (el sur de Estados Unidos) para crear ficciones de alcance universal. (Tomado y adaptado de: http://es.wikipedia.org/wiki/Flannery_O’Connor el 26 de abril de 2014).

[3] Referencia a la famosa novela Lo que el viento se llevó (Margaret Mitchell) y a su no menos famosa secuela cinematográfica, que suceden en una plantación del la época de la Guerra de Secesión. (Nota del traductor.)