Ética médica social1

Mario Bunge

La ética médica social no se ocupa directamente de la salud individual, sino de acciones colectivas dirigidas a proteger el bienestar individual. Estas acciones ocurren en la calle, en parlamentos, oficinas públicas, hospitales, clínicas, laboratorios de investigación biomédica y empresas farmacéuticas. Esos problemas van desde la discusión de un reglamento hospitalario o municipal, o un proyecto de ley, hasta una manifestación callejera. Algunas de las acciones de este tipo se han dado desde que, en la antigua Roma, el Estado asumió la responsabilidad por la sanidad pública, pero se multiplicaron y agudizaron al asomar el Estado de bienestar a fines del siglo XIX, cuando las políticas sanitarias fueron sometidas al voto popular.

Algunos de los problemas actuales de la bioética social surgen de la posibilidad de controlar la industria farmacéutica sin quitarle el incentivo que la lleva a arriesgar capital en la exploración de compuestos promisorios. Echemos un vistazo a algunos problemas de esta clase: uso de voluntarios en ensayos clínicos masivos, elitismo de la farmacopea contemporánea, cese de ciertas investigaciones y escasez de fármacos genéricos.

De vez en cuando se denuncian algunos de los abusos a que se presta el ensayo clínico masivo, el que habitualmente involucra a numerosos inmigrantes sin familia. Este problema, de la violación de derechos humanos en el curso de la búsqueda de verdades que tienen precios, aún no ha sido resuelto, porque atañe al Estado, y casi todos los Gobiernos se han inclinado ante la más lucrativa de las industrias. Una solución posible es reglamentar la prestación del cuerpo, exigiendo que todos los ensayos clínicos se hagan bajo supervisión de autoridades sanitarias y, por tanto, en universidades u hospitales públicos, en lugar de laboratorios privados.

Solamente los habitantes del Primer Mundo (unos 1.000 millones ) y los miembros de la capa superior del resto del mundo (otro millar de millones) pueden comprar las drogas que producen los consorcios farmacéuticos. El resto de la humanidad, unos 5.000 millones de seres humanos, no tiene acceso a esos productos, ya porque no tienen medios, ya porque sus chamanes les aconsejan evitar la medicina científica. Además, esas grandes corporaciones no producen vacunas ni remedios accesibles contra la mayoría de las enfermedades tropicales, entre ellas el paludismo, el dengue y las enfermedades de Chagas y del sueño. Les conviene mucho más promover Viagra y antidepresivos que diseñar fármacos para tratar enfermedades de pobres.

O sea, la farmacología moderna sólo llega a dos de cada siete habitantes del planeta. No culpemos a esa ciencia de este desastre: la culpa es del mismo régimen socioeconómico que hace que solamente los campesinos que practican la agricultura de subsistencia ansíen obtener buenas cosechas: a quienes cultivan para vender no les conviene la abundancia porque abarata los precios. Ésta no es la única ni la peor de las «patologías» del mercado, que han evitado sólo unas pocas naciones, en partículas las escandinavas. Los médicos no pueden curarlas, porque el cuerpo social no es un organismo. Pero al menos pueden abstenerse de la complicidad.

Las drogas anticáncer son perfectibles, pero los farmacólogos que procuran mejorarlas tienen dificultades crecientes en conseguir subsidios para su investigación, como lo declaró Richard J. Roberts, premio Nobel en medicina (Amiguelet, 2007). Y casi todas las grandes firmas farmacéuticas han desmantelado recientemente sus laboratorios de psicofármacos: les basta los que tienen en venta, y la investigación del cerebro ha estado rindiendo utilidades decrecientes durante la última década. Ω

El problema comercial fue resuelto de un teclazo, pero el científico técnico persiste: los psicofármacos existentes no son tan eficaces como las demás drogas y, por añadidura, tienen graves efectos adversos que la investigación podría subsanar. ¿A quiénes acudirán los pacientes mentales que siguen sufriendo pese a que toman los fármacos existentes? No es difícil adivinarlo: irán donde los psicocharlatanes.

Finalmente, otro conflicto entre el bien privado y el público es que actualmente están escaseando medicamentos genéricos en el mercado. Esto se debe a que las firmas farmacéuticas les conviene mucho más fabricar drogas protegidas por patentes. Esta escasez no es inesperada ni producto de una conspiración, porque las empresas farmacéuticas  no son sociedades de beneficencia sino de lucro. Algunos Gobiernos se han hecho cargo de la emergencia actual y han encargado drogas a laboratorios menores. Pero ocurrirán otras emergencias, en particular pandemias imprevistas, que dejarán un tendal de muertos. Puesto que el Estado protege la salud en todas las sociedades civilizadas, le toca al Estado, tal vez combinado con el sector privado, asegurar la provisión normal de medicamentos como una función normal de la sanidad pública, al modo en que asegura el funcionamiento de las obras sanitarias.

En conclusión, por ser el bien más preciado después de la seguridad, la salud es también el que más se presta tanto al acto altruista como a la explotación. Por este motivo, es preciso que tanto el Estado como las asociaciones de bien público controlen la práctica médica y de la industria farmacéutica para proteger a los más vulnerables: los enfermos. Ω

 


[1] Tomado de Filosofía para médicos. Gedisa. Agentina. 2012, p.182-184.