Golpes en la vida

Una ironía insospechada del azar: precisamente en el aniversario del sismo más devastador sufrido por nuestro país, otro, también terriblemente dañino, volvió a estremecernos (en más de un sentido). Como apunta Rafael Pérez Gay: “El destino juega a los dados con nuestras vidas”.

            Al escribir estas líneas se han registrado, entre la Ciudad de México y los estados de Puebla y Morelos, más de 200 muertes. Las más tristes son las de los niños del colegio Enrique Rébsamen, que se vino abajo mientras estaban en clases.

            ¿Cómo describir la rabia y la impotencia, el pesar profundo, ante el hecho de que unos pequeños mueran sepultados por las piedras mientras sus padres se aferraban a la irrenunciable esperanza de lo improbable? César Vallejo escribió:

            Hay golpes en la vida tan fuertes… ¡yo no sé!

            Golpes como del odio de Dios…

            Así como algunos aseguran que el furioso movimiento de la tierra es un castigo divino, otros culpan a la maldad del gobierno de la catástrofe. Lo cierto es que las autoridades, las federales, las capitalinas y las estatales, han reaccionado como era debido: con prontitud y eficacia (hasta donde ésta es posible).

            Ese es su deber en todo caso, sin duda, pero es mezquino no reconocer que lo han estado cumpliendo bien, acertada y diligentemente, a la altura de las infaustas circunstancias.

            Ante la descomunal tragedia, en la Ciudad de México miles de personas, mujeres y hombres de todas las edades y condiciones sociales, se han afanado en ayudar a las víctimas, unas queriendo colaborar en el rescate de los atrapados entre los derribos, otras haciendo donaciones en dinero o en especie —se han acopiado toneladas de víveres— y otras más brindando hospitalidad a quienes perdieron sus casas o las dejaron por temor o por los daños que presentan.

            En estas desgracias colectivas hay quienes se dedican a los asaltos, a la rapiña o a la especulación miserable. Aprovechan el mal ajeno, agrandándolo, para medrar. Les es aplicable la sentencia del filósofo austriaco Karl Kraus: “El diablo es optimista si cree que puede hacer peores a los hombres”. Y también la del poeta argentino José Pedroni: “Los malos no son otra cosa que inválidos de espíritu”.

            Pero también hay quienes, en mucha mayor cantidad que los anteriores, sacan del baúl del alma lo mejor de su humana índole —la que está trenzada, según nos enseñó William Shakespeare, con la misma materia con la que se trenzan los sueños— y hacen gala de virtudes que engrandecen a quien las practica: la generosidad, la compasión y el coraje.

            La generosidad es la disposición de ayudar a los demás en sus problemas o necesidades sin esperar nada a cambio de ello. “Ser generoso —sostiene el profesor francés André Comte-Sponville— es estar liberado de uno mismo, de las bajas cobardías, las ridículas posesiones, las pequeñas cóleras y las miserables envidias”.

            La compasión nos hace ponernos en el lugar del que está sufriendo para comprenderlo y auxiliarlo. Comte-Sponville recomienda no confundirla con la piedad, que se siente de arriba abajo porque realmente es lástima. “Por el contrario, la compasión es un sentimiento horizontal: sólo tiene sentido entre iguales, o más bien, y mejor, realiza esa igualdad entre quien sufre y el que, a su lado y en un mismo plano, comparte su sufrimiento”.

            El coraje, explica Fernando Savater, es una palabra que proviene de una voz latina que significa corazón y “consiste precisamente en tener un corazón grande y fuerte”, es decir, capaz de impetuosa decisión y ánimo firme. Se necesita coraje para hacer frente a los infortunios sin dejarse vencer apriorísticamente por la resignación o la superchería de que no podemos incidir en el curso de los acontecimientos.

            Para ejercer tales virtudes es preciso estar imbuido de amor al género humano y de amor a sí mismo —sin el segundo, el primero es sencillamente impensable—, pues quienes actúan honrándolas lo hacen por su convicción profunda, su temple, su pasión.

            No podemos evitar lo inevitable, los sucesos fatales y azarosos —los golpes de la naturaleza, por ejemplo—, pero sí enfrentarlos con nobleza y determinación.