Gonzalo Rivas

Nadie guardó en su memoria un minuto de silencio. No hubo una ceremonia, ni siquiera un discurso, en los que se le rindiera homenaje post mortem. Nadie marchó por las calles ni promovió o firmó un manifiesto exigiendo el justo castigo a los responsables de su muerte.

            Pero su hazaña merece el mayor de los reconocimientos. Su acción heroica salvó muchas vidas aunque, tristemente, no pudo salvar la suya. Su muerte fue lenta, precedida por el suplicio de las terribles quemaduras.

            Sus compañeros de trabajo comprensiblemente corrieron tratando de ponerse a salvo, presas del inevitable pánico ante lo que sería una terrible explosión de consecuencias catastróficas, dantescas.

            Él no ignoraba el riesgo en que se colocaba al actuar como lo hizo. La muerte significa perder todo lo que tenemos, pero hay cosas aún peores, como los sufrimientos atroces previos al último suspiro, el dolor físico insoportable sin esperanza de recuperación.

            El instinto de sobrevivencia nos empuja a preservar la integridad física, a huir del peligro grave, a ponernos lo más lejos posible de la amenaza que nos anuncia un mal mayúsculo e irreversible.

            ¿Qué motiva al héroe a desafiar la fatalidad trágica y la necesidad de lo inevitable, a mirar frente a frente a los dioses, como describe el poeta Vicente Quirarte, y decirles que se acepta la batalla?

            “Héroe —define Fernando Savater— es quien logra ejemplificar con su acción la virtud como fuerza y excelencia”. En el héroe la virtud surge de su propia naturaleza, como una exigencia de su plenitud. Su heroísmo no es incompatible con la comprensión cabal de nuestra condición frágil y vulnerable, sino que sirve para corregirla, así sea limitada, insuficientemente.

            Gonzalo Manuel Rivas Cámara, supervisor de la gasolinería Eva II de Chilpancingo, Guerrero —ubicada a un lado de la Autopista del Sol—, se encontraba en su oficina el 12 de diciembre de 2011 cuando se inició el fuego provocado por manifestantes normalistas en una de las bombas despachadoras.

            Mientras todos huían de la inminente explosión de los gases subterráneos, Gonzalo salió de su oficina, cerró las válvulas de los ductos de alimentación de las bombas y se dirigió a la bomba que se incendiaba para apagar el incendio.

            Logró hacerlo, pero un recipiente con gasolina que se encontraba encima de la bomba incendiada estalló. Las llamas lo envolvieron. Su agonía duró tres largas e interminables semanas. Murió en el hospital del Instituto Mexicano del Seguro Social de Lomas Verdes, en Tlalnepantla, Estado de México.

            A Gonzalo Rivas esa acción admirable le costó la vida, pero si no la hubiera realizado los tanques subterráneos de la gasolinería hubiesen estallado lanzando por los aires a manifestantes, agentes de la autoridad y vehículos de transporte público y privado con pasajeros.

            No hace falta subrayar el valor y la generosidad extraordinarios de esa conducta: valor para arriesgarse de tal manera, para ser él mismo, para sacar lo mejor de sí, y generosidad por amar la vida a tal punto que se atrevió a jugarse la propia por salvar centenares de vidas, entre ellas las de sus homicidas.

            Gonzalo Rivas dejó una viuda y dos niñas huérfanas. Otros muchos no quedaron en la viudez ni en la orfandad ni sufrieron el inaudito pesar de perder a un hijo gracias a su heroísmo.

            Durante varios meses una sola voz, la de Luis González de Alba, pidió insistentemente que se le otorgara la medalla de honor Belisario Domínguez. González de Alba ya no está con nosotros, pero el eco de su voz no puede dejar de escucharse.

            El reglamento correspondiente señala que esa distinción “… se conferirá en vida o de manera póstuma a los hombres y mujeres que se hayan distinguido por su ciencia o su virtud en grado eminente como servidores de nuestra Patria o de la humanidad”.

El servicio que Gonzalo Rivas hizo a la Patria y a la humanidad es asombroso, insólito e inconmensurable. Lamentablemente nada podrá devolverle la vida, a él que amaba tanto no sólo la suya sino toda vida humana. Revivirlo sano, sin quemadura alguna, sería el mejor premio. Es imposible. Pero sin duda merece de manera póstuma la medalla Belisario Domínguez.