La cortina intocable

Las reacciones, de aparente indignación, fueron impostadas. ¡Se presentó, incluso, queja ante el CONAPRED! En realidad, manifestaciones de hipocresía gigantesca. En privado todos decimos cualquier cosa, aun la más injusta, insensata o absurda: podemos hablar mal o burlarnos incluso de quien más queremos o más admiramos, o de alguien con quien tenemos una enorme deuda de gratitud.

            Lo privado es el ámbito en el que suponemos que, salvo quien está allí con nosotros, nadie está presente, y al que nadie va a asomarse. Es la esfera en la que no tenemos que cuidarnos de lo que hablamos porque nuestras palabras y ––confiamos–– no trascenderán; es como si sólo las pensáramos en voz alta para compartir ese pensamiento con quien queremos hacerlo, con nadie más. En ese espacio podemos decir palabrotas, blasfemar, exponer ideas que no nos convencen ni a nosotros mismos, contar chistes de dudoso gusto, desahogarnos, hacer juicios temerarios, mofarnos de todo y de todos. A nadie afectamos con eso.

            No puede haber ofensa si no se tiene la finalidad de dar a conocer al público o a la persona de la que hablamos nuestro relato o nuestro comentario poco halagüeño para ella. Lectora, lector: no dude de que la persona que más le quiere alguna vez, hablando con un tercero, se ha referido a usted crítica o sarcásticamente. Eso no es muestra de desamor ni de falta de respeto. Es la observación de sus falibilidades y defectos, o de sus aspectos cómicos. Creo que fue Groucho Marx quien advirtió que nunca ingresaría a un club del que él mismo fuera miembro.

            No todo lo que se cuenta jocosa o satíricamente es escarnio. Cervantes jamás se burla de don Quijote: no se ríe de él, se ríe con él de sus polémicas hazañas, sin ocultar en ningún momento la admiración que siente por el Caballero de la Triste Figura. El humor, dice Octavio Paz, “convierte en ambiguo todo lo que toca”. A los bienpensantes y a los comisarios de lo políticamente correcto el humor no se les da: les parece una herejía. Su doctrina, sus dogmas, su ideología no admiten la embriaguez de la relatividad de las grandes ideas.

            El verdadero escándalo ético, cívico y jurídico no son las expresiones del presidente del Instituto Nacional Electoral sino la grabación que se hizo de su conversación, la violación de su vida privada. Esa plática tuvo lugar entre dos personas que no dieron su anuencia a ser escuchadas por nadie más, y que tenían derecho a que no se les escuchara pues no había autorización judicial para intervenir sus aparatos telefónicos; no estaban planeando cometer u ocultar un delito. Lo que constituye delito es la intervención de sus teléfonos.

            Milan Kundera escribió en Los testamentos traicionados: “Una vieja utopía revolucionaria, fascista o comunista: la vida sin secretos, donde vida pública y vida privada no sean más que una. El sueño surrealista de Breton: la casa de cristal, casa sin cortinas en la que el hombre vive a la vista de todos. ¡Ah, la belleza de la transparencia!”

            Lo público y lo privado son dos mundos distintos. Curiosamente, esa evidencia no suele defenderse con firmeza. Es como si nos diera vergüenza reclamar nuestro derecho a no ser colocados en esa casa de cristal sin cortinas. Se dice: “Yo no tengo nada que ocultar”. Pero todos tenemos derecho a que no escuche nadie más lo que sólo queremos decir a la persona que elegimos para que lo escuche, a que no lea nadie más la carta o el mail que enviamos sólo a determinado destinatario, a que nadie se meta sin nuestro consentimiento en nuestra habitación. Entonces, la sentencia correcta es: “Aunque no tuviera nada que ocultar, tengo derecho a que nadie se entrometa en mi vida privada”.

            Kundera dictamina que el respeto a la diferencia entre el mundo público y el mundo privado “es la condición sine qua non para que un hombre pueda vivir como un hombre libre”, que “la cortina que separa esos dos mundos es intocable” y que “los que arrancan las cortinas son criminales”.

            Por otra parte, hay que oír o leer atentamente: no hay en las palabras de Lorenzo Córdoba una sola frase de menosprecio a los indígenas sino una narración sonriente de la sobreactuación de su visitante que, al formular una amenazadora exigencia inaceptable, parecía estar imitando un estereotipo, el de los subtítulos en español en que quedan traducidas las películas de Hollywood.