La neta: verdad o prejuicio

Si, como asevera el perito José Torero, del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), en el basurero de Cocula no hay evidencias de que se haya quemado ni un solo cuerpo, ¿cómo explicar que la Universidad de Innsbruck haya identificado los restos de dos de los estudiantes desaparecidos al analizar los huesos quemados que los buzos de la Procuraduría General de la República (PGR) encontraron, metidos en bolsas de plástico, en el río San Juan?

Ese hallazgo demuestra que, contra lo que sostiene Torero, allí se incineraron varios cuerpos. La cremación, entonces, no fue un invento para ocultar o distorsionar los hechos. ¿De dónde sacó la PGR que los cuerpos fueron cremados? No sólo de las confesiones de los sicarios de Guerreros Unidos sino de los mensajes de texto enviados por Gildardo López Astudillo a su jefe Sidronio Casarrubias. El Gil escribió: “Nos atacaron Los Rojos, nos estamos defendiendo”, y después: “Los hicimos polvo y los echamos al agua, nunca los van a encontrar”.

Dictámenes de la UNAM y del Instituto Mexicano de Petróleo señalan que en aquel lugar hubo un fuego de hasta mil 600 grados. El doctor John DeHaan, experto en fuegos del Departamento de Justicia de California, asevera que se pueden obtener casi en su totalidad las condiciones de un crematorio comercial en condiciones improvisadas, en basureros, barriles o vehículos, y conseguir que un cuerpo quede como hueso calcinado en tres o cuatro horas. “El cuerpo de un adulto con ropa —explica— tiene suficiente grasa subcutánea para un fuego de 60kW, donde la ropa actúa como la mecha y los tejidos son el combustible”. Sin embargo, “es un error común pensar que un fuego muy grande (un crematorio) es necesario para destruir un cuerpo”.

Sin duda, la investigación de la PGR presenta deficiencias, algunas de ellas señaladas en los respectivos informes del GIEI y de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). No obstante, tiene el mérito de haber probado que fueron narcotraficantes, auxiliados por policías municipales, los autores del crimen colectivo, y que los cadáveres, o varios de ellos, fueron cremados. Esas certezas son negadas, como advierte Raúl Trejo Delarbre (La Crónica, 28 de septiembre), por segmentos de la sociedad activa que favorecen las agendas políticas de quienes lucran con la tragedia.

Esos segmentos han erigido, contradiciendo lo que las pruebas alcanzan a probar, una verdad ideológica que, por decirlo con las palabras de Pascal Beltrán del Río (Excélsior, 14 de septiembre), se ha cocinado al calor de la suspicacia tradicional de la sociedad y la falta de credibilidad en las autoridades, pero parte de un prejuicio, de una explicación que antecede a todas las investigaciones. La verdad ideológica es que el crimen fue del Estado, es decir de las más altas autoridades del país. Esa verdad, como todo acto de fe, no requiere pruebas ni razonamientos, y se complementa de otras verdades asombrosas, como la que sostiene que los jóvenes están vivos y los tiene el gobierno encuartelados (nota de Pablo de Llano, El País, 26 de septiembre).

Nadie tiene que hacer un esfuerzo mental para explicarse qué habría motivado al Estado a desaparecer a los normalistas y/o tenerlos encerrados en un cuartel durante más de un año, ni para buscar un indicio que respalde esa hipótesis. Basta con estar de parte de la verdad ideológica y tener claro quién es el enemigo.

Dicho lo anterior, diré también que no conocemos toda la verdad pues la PGR no ha parecido demasiado interesada en esclarecer dos puntos. Por una parte, no sabemos por qué razón alumnos preponderantemente de primer grado fueron enviados a Iguala. La explicación del GIEI de que en Chilpancingo no encontraron autobuses para venir a la marcha del 2 de octubre es insostenible: hay muchos más camiones en la capital del estado, menos lejana de Ayotzinapa, que en Iguala, y aún faltaban seis días para esa marcha. Por otra parte, es preciso dilucidar la responsabilidad en que pudieron incurrir los mandos del cuartel militar al no proteger a los estudiantes de una agresión de la que se les estaba informando al tiempo que ocurría.