Sectarios

No conozco mejor descripción del sectario que la de Fernando Savater en su imprescindible Diccionario del ciudadano sin miedo a saber (Ariel). El sectario, dice el filósofo español, quiere que los suyos salgan adelante a toda costa, aunque el conjunto del país sufra en su armonía o incluso corra peligro de desmoronarse.

            Extraña mentalidad la del sectario: no importa que como consecuencia de sus acciones el mundo se hunda, venga un nuevo diluvio o vuelva a llover fuego. Lo único importante para él es que su obsesión ideológica se imponga a todos, aunque los haga sufrir: la ideología —abstracta e inasible— es lo importante, no el bienestar de las personas de carne y hueso.

            Cuando está en la oposición, el sectario vocifera que sólo sus correligionarios, nadie más, constituyen el pueblo bueno, y quienes no están con él son los enemigos del pueblo, por lo que sus aspiraciones, intereses y sentimientos nunca son ni podrán ser legítimos. Aprovecha las instituciones de la democracia cuando puede utilizarlas al servicio de su ideología, pero cuando no son aptas para esa utilización hace todo lo posible por desprestigiarlas señalando que sólo sirven a quienes están en el poder, que son enemigos del pueblo porque no son los suyos.

            Como gobernante, el sectario es todavía más pernicioso, pues se vale de todo el aparato de gobierno para avasallar a quienes no se pliegan dócilmente a sus proyectos y sus métodos, y hace hasta lo imposible por someter a su dominio a los poderes legislativo y judicial y a los organismos públicos que habían gozado de autonomía. No cree realmente en las reglas de la democracia que obligan al juego limpio, a respetar al adversario, a reconocerle sus triunfos y garantizarle espacio para el ejercicio de sus derechos políticos.

            Al adversario lo ve como enemigo al que hay que pasarle por encima, atropellarlo, sencillamente porque no es de los suyos, porque no comparte su visión de la utopía. Todo vale con tal de alcanzar los objetivos que le marca su ideología. El sectario se vuelve irremisiblemente fanático, pues no hay argumentos ni datos de realidad que lo hagan cambiar de postura. En ese sentido es como los fundamentalistas religiosos que están convencidos de que su cometido en la vida es la imposición de su doctrina le pese a quien le pese y pase lo que pase.

            Los sufrimientos que causan sus afanes le parecen insignificantes en comparación con la grandeza de sus dogmas infalibles, de los que no se permite dudar en ningún momento. Dos casos actuales de sectarismo extremo son los protagonizados por el gobierno de Venezuela y el govern de Cataluña. En este espacio me he referido ya al primero. Dedicaré las siguientes líneas al segundo.

            Cataluña ha progresado extraordinariamente dentro de España, que ha progresado extraordinariamente dentro de la Unión Europea y ha erigido una democracia ejemplar a partir de la muerte del dictador Francisco Franco. Cataluña goza de un nivel de vida y de seguridad ciudadana envidiables, y de amplia autonomía administrativa. Ante esa realidad, los separatistas han inventado las falacias de los agravios históricos y fiscales, la identidad milenaria, la agresión lingüística, etcétera.

            Y no han tenido escrúpulo alguno para hacer realidad su delirio. Así, el govern encizañó la convivencia entre los catalanes, y el parlamento aprobó, sin la mayoría calificada ni el dictamen del consejo jurídico que exige el estatuto, con dispensa de trámite y sin discusión, las leyes del referéndum y la desconexión. El referéndum se llevó a cabo sin padrón ni autoridades electorales. Hubo quienes votaron hasta en cuatro casillas, urnas que llegaron repletas a los sitios de votación, siete decenas de municipios en los que se contaron más votos que habitantes.

            Aun así, según las inverificables cifras oficiales, la abstención fue de 58%, amplía mayoría. Cientos de miles de catalanes que no se manifestaban en las calles han salido a reclamar la unidad con España. Cerca de dos mil empresas se han marchado. La Unión Europea reitera que no reconoce la independencia. Puigdemont, armado el lío, pió: “Me voy volando”.

            Todo esto, ¿por qué, para qué? Solamente en aras de la obsesión sectaria de los separatistas.