Soledad

Seguramente nadie siente la soledad tan crudamente como el náufrago en una lancha a la deriva o en una isla deshabitada; el preso que pasa 23 horas al día en su celda sin poder hablar con los demás reclusos ni con los custodios o el loco que ya no puede comunicarse con los demás porque se encuentra extraviado en los laberintos que ha construido su mente

            La Santa Inquisición prohibía a los celadores que hablaran a sus prisioneros ni siquiera cuando llevaban a la ergástula los alimentos. En Memorias de un impostor, de Vicente Riva Palacio, don Guillén de Lampart suplica al carcelero: “¡Por Dios, habladme! ¡Hace mucho que no escucho una voz humana!” Ese absoluto mutismo era parte del tormento. Es que los humanos nos humanizamos en el contacto con los demás; necesitamos a los otros para sabernos parte del mundo, para sentirnos vivos.

            Pero hay otras personas solas: los viejos, los que han perdido a sus seres queridos, los que no tienen con quien hablar para compartir sus pensamientos o sus emociones. Un exhaustivo informe de una comisión parlamentaria británica concluye que la soledad a menudo está asociada con enfermedades cardiovasculares, demencia, depresión y ansiedad, y puede ser tan perjudicial para la salud como fumar 15 cigarrillos al día. Unas 200 mil personas de edad avanzada en Reino Unido no habían tenido una conversación con un amigo o un familiar en más de un mes.

            La comisión señala que la epidemia de la soledad no es ajena al debilitamiento de instituciones que tradicionalmente propiciaban la conexión entre las personas: los sindicatos, las iglesias, la familia, los pubs y los centros de trabajo. También ha contribuido la tecnología: en los supermercados, por ejemplo, los cajeros con los que conversaban brevemente los viejos están siendo sustituidos por máquinas automáticas. “Cuando la cultura y las comunidades que antes nos conectaban unos con otros desaparecen, podemos quedar abandonados y excluidos de la sociedad”.

            La diputada laborista Rachel Reeves, presidenta de la comisión, ha dicho que los padres del Estado de bienestar británico, si vivieran ahora, habrían incluido a la soledad como el sexto de los grandes males de la sociedad, junto con la indigencia, la enfermedad, la ignorancia, la suciedad y la ociosidad. Diez años de soledad de una persona mayor tienen un sobrecosto para el Estado, como revela un estudio de la London School of Economics, de seis mil libras en sanidad y servicios públicos. Por cada libra invertida en combatir la soledad, se ahorrarían tres libras.

            Por esas razones, humanitarias y financieras, Reino Unido ha instaurado la Secretaría de Estado para la Soledad. Tracey Crouch, la titular, advierte que el gobierno no puede resolver el problema sin la colaboración de los empleadores, las empresas, las organizaciones de la sociedad civil, las familias, las comunidades y los individuos. La nueva Secretaría recopilará estadísticas, diseñará un método para medir la soledad, financiará a las organizaciones que trabajen por la vinculación de las personas y tomará medidas para propiciar las relaciones sociales de los solitarios.

            En La Ciudad solitaria (Capitán Swing, 2017), Olivia Laing reflexiona: “Uno puede sentirse solo en cualquier parte, pero la soledad que produce la vida en la ciudad, entre millones de personas, tiene un sabor especial. Cabe pensar que ese estado es la antítesis de la vida en las ciudades, donde la presencia humana es tan numerosa, pero la simple cercanía física no basta para conjurar la sensación de aislamiento interior… la soledad no es lo mismo que el aislamiento físico, sino más bien la falta o deficiencia de conexión, relación estrecha o afinidad: la imposibilidad, por las razones que sean, de encontrar la intimidad que deseamos… Aunque parezca extraño, ese estado puede alcanzar su apoteosis en medio de la multitud”.

            La soledad es un bien muy disfrutable cuando uno la elige para, como quería fray Luis de León, huir del mundanal ruido y gozar del bien que debe al cielo, pero también un suplicio si no es una opción elegida con duración cierta, sino indeseable resultado del abandono, el desamor, la exclusión o la indiferencia.