Un hombre renacentista

Por Luis de la Barreda Solórzano
18 de enero de 2024

El doctor Sergio García Ramírez fue un hombre asombrosamente renacentista.

Me dejaban estupefacto sus innumerables frutos académicos: una descomunal cantidad de libros, artículos de investigación, conferencias en ciudades del país y del extranjero. Lo más pasmoso no era la ingente cantidad, sino que todos sus textos y sus exposiciones eran de alta calidad, tanto en el fondo como en la forma. Las páginas que escribió, además de su riqueza teórica, son de gran elegancia. Esa misma virtud tenían sus charlas. Todos los públicos disfrutaban, al leerlo o escucharlo, de un banquete conceptual y estilístico. Nada más alejado de ese estilo gris y pesado que frecuentan tantos juristas y académicos que cultivan las denominadas ciencias sociales.

En las conversaciones privadas se notaba también su impresionante erudición, su cultura literaria y humanística y, además, se disfrutaba de su fino sentido del humor. Nunca incurría en la tan antipática pedantería, pero en su plática eran notables sus conocimientos, su inteligencia, su agudeza y su ingenio. Sabía no sólo de los temas jurídicos que fueron su especialidad profesional, sino de todos los concernientes a las artes, las humanidades y la historia, y era capaz de abordarlos con amenidad sin desdoro de su notable autoridad intelectual.

No trabajaba para vivir, sino, literalmente, vivía para trabajar: para leer, para preparar sus disertaciones, para escribir. No había mes que no me enterara de que acababa de publicar un libro o un artículo, de que estaba anunciado para una conferencia, y me preguntaba cómo le alcanzaba el tiempo para hacer todo lo que hacía. Sólo con una vocación poderosa y un amor intenso por el trabajo que se realiza se puede vivir así.

Porque su asombrosa fertilidad académica no le era gravosa, lo cual se notaba en que era un hombre que invariablemente estaba de buen humor y constantemente hacía gala de sentido del humor. Y en que era extremadamente generoso: nunca escatimaba elogios, muchas veces exagerados o inmerecidos, no sólo a sus amigos, sino a colegas con los que no tenía más que una relación laboral o un trato cordial.

De los múltiples cargos en que empeñó su talento y sus afanes, quiero recordar hoy el de juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la cual llegó a presidir, en la que hizo brillantes aportaciones en la lucha de ese tribunal contra los abusos de poder de los gobiernos de la región. Tanto sus ponencias como sus votos particulares y sus alocuciones en las sesiones de la Corte muestran a un jurista excepcional, a un razonador riguroso y creativo, a un abogado defensor firme de los derechos fundamentales.

Ninguno de nuestros medios de comunicación ha resaltado con la importancia que merece la tarea desempeñada por don Sergio en esa Corte ni la distinción que para nuestro país supone que la haya presidido y que haya conquistado la admiración de sus compañeros jueces y de los círculos en que se estudian, se investigan o se defienden los derechos humanos.

Quiero también rememorar sus combativos artículos contra el autoritarismo de nuestro gobierno federal publicados en El Universal y en Siempre, argumentados sólidamente y enarbolando en ellos la causa de la democracia y los derechos humanos.

Sergio García Ramírez fue un hombre extraordinario hasta en el paso final. Dejó por escrito peculiares indicaciones a su mujer respecto de la suerte de sus restos y la tramitación que desencadena el fallecimiento, a las que denominó “pliego de anticipaciones”. Pidió que no se avisara a nadie de su muerte; que no se publicara en diario alguno una de esas gacetillas, de diverso precio y tamaño, que difunden la noticia de que alguien ha fallecido y proclaman las condolencias de quien las patrocina; que no se le velara en una de esas “lujosillas funerarias comerciales”, pues él era derechohabiente del servicio funerario público; que no se pusiera a la puerta de la capilla un cuaderno a la manera de carnet de baile donde los dolientes hacen constar su dolor profundo; que, una vez realizada la cremación, sus cenizas fueran hechas volar donde se pudiera, discretamente, y se guardara con celo la identidad del aire que se las llevase. “No quiero inferir molestias a mis allegados —explicó sucintamente don Sergio—, si los tuviere”.

Fuente:
https://www.excelsior.com.mx/opinion/luis-de-la-barreda-solorzano/un-hombre-renacentista/1630823
(29/01/24)