Hemos visto que la democracia electoral no es muy exigente. Se conforma con públicos lo suficientemente autónomos y lo suficientemente informados como para estar en condiciones de elegir quién decidirá los issues, las cuestiones. En cambio, en la democracia como participación la idea es que existe un ciudadano participante que decide él mismo también las cuestiones (en vez de delegar en los representantes). ¿Es posible? O, mejor dicho, ¿hasta qué punto es posible?
“Participación” es tomar parte activa, voluntaria y personalmente. “Voluntariamente” es un detalle importante, porque, si se obliga a la gente a participar a la fuerza, eso es movilización desde arriba y no participación desde abajo. Insisto: participación es ponerse en marcha por uno mismo, no que otros te pongan en marcha ni que te movilicen desde arriba.
El problema es que existe una relación inversa entre la eficacia de la participación y el número de participantes. Esta relación viene expresada por una fracción en la que el numerador es 1 (el participante individual) y el denominador registra el número de los demás participantes. Por ejemplo, en un contexto de 10 participantes, yo soy influyente por valor de una décima parte. Lo que está muy bien. Pero si los participantes son 1,000, ya no está tan bien. En ese contexto, mi peso como participante es de una milésima. Y si el universo de los participantes es, por ejemplo, 10 millones, la noción de “formar parte” se esfuma en la nada. Ser partícipe de la diezmillonésima parte de una decisión ya no tiene sentido.
El hecho es, por tanto, que la participación verdadera tiene las piernas cortas, es decir, se circunscribe a las cifras pequeñas. Los defensores de la participación desplazan el discurso y dicen: en la medida en que la participación no se puede expresar de manera eficaz participando personalmente en las decisiones, en esa medida la democracia participativa se transforma en una democracia directa refrendaría y/o electrónica (que se expresa votando “sí” o “no” en una computadora). Cuidado, la diferencia es enorme, porque aquí ya no existen interacciones “cara a cara”. Votar en un referéndum o en la computadora personal vuelve a ser un acto solitario. Aquí la participación como un tomar parte colectivamente ya no tiene nada que ver. Pero lo cierto es que, en nombre de la participación, la democracia representativa, que es una democracia indirecta, se ve desbordada y sustituida por una democracia directa.
Demos un paso atrás hasta finales de los años sesenta, porque fue en ese momento cuando se produjo el lanzamiento de la democracia participativa. A la mayoría de los participacionistas de aquellos años lo que les interesaba de verdad era un asamblearismo en virtud del cual pequeños grupos de activistas se convertían en las vanguardias motrices de las masas inertes. Lo suyo era, en sustancia, un elitismo de tipo leninista. La ironía de la historia es que aquellos grupúsculos denunciaban -y en eso su éxito fue duradero- el elitismo de los demás.
Ahora bien, la invitación a “participar más” es meritoria; pero si se hincha desmedidamente, como si toda la democracia pudiera resolverse en la participación, es una recaída infantil (como habría dicho Lenin). Y es también una recaída no sólo impracticable de hecho, sino también conceptualmente peligrosa, que nos propone a un ciudadano que vive para servir a la democracia, en lugar de una democracia que existe para servir al ciudadano.
Las democracias, en su gris funcionamiento cotidiano, a menudo merecen poco crédito. Pero una cosa es quejarse de su funcionamiento cotidiano, y otra cosa es desacreditarlas por principio. Hay un descrédito merecido y hay un descrédito inmerecido. Y el descrédito que deriva de un perfeccionismo que eleva la apuesta
sin cesar es inmerecido. La ingratitud que parece caracterizar al “niño mimado” contemporáneo y la decepción que acompaña tan a menudo los experimentos democráticos son también el culatazo de una promesa demasiado inalcanzable para poder mantenerse. El verdadero peligro que amenaza a una democracia que oficialmente ya no tiene enemigos no está en la competencia de contraideales, está en reclamar una “verdadera democracia” que trasciende y repudia la que hay.
Fuente: Sartori, Giovanni. La democracia en 30 lecciones. México, Taurus, 2009, pp. 35-38.