El Amigo Fiel

Oscar Wilde

 

Una mañana, la vieja Rata de Agua sacó la cabeza fuera de su madriguera. Tenía los ojos claros, parecidos a dos gotas brillantes, unos bigotes grises muy tiesos y una cola larga, que parecía una larga cinta elástica negra. Los patitos nadaban en el estanque, como si fueran una bandada de canarios amarillos, y su madre, que tenía el plumaje blanquísimo y las patas realmente rojas, trataba de enseñarles a mantener la cabeza bajo el agua.

-Nunca podréis codearos con la alta sociedad, a menos que aprendáis a manteneros bajo el agua -les repetía machaconamente, mostrándoles de vez en cuando cómo se hacía.

Pero los patitos no prestaban atención; eran tan pequeños que no entendían las ventajas de pertenecer a la sociedad.

-¡Qué chiquillos más desobedientes! -gritó la vieja Rata de Agua-. Realmente merecen ser ahogados.

-¡Qué cosas dice usted! -respondió la Pata-. Nadie nace enseñado y a los padres no nos queda más remedio que tener paciencia.

-¡Ay! No sé nada de los sentimientos de los padres -dijo la Rata de Agua-. No soy madre de familia; en realidad nunca me he casado, ni tengo intención de hacerlo. El amor está bien, dentro de lo que cabe, pero la amistad es un sentimiento mucho más elevado. La verdad es que no creo que haya nada en el mundo más noble ni más raro que una amistad verdadera.

-Y dígame usted, por favor, ¿cuáles son, a su juicio, los deberes de un amigo fiel? -le preguntó un Pinzón Verde, que estaba posado encima de un sauce llorón muy cerca de allí, y que había oído la conversación.

-Sí, eso es justamente lo que yo quisiera saber -dijo la Pata mientras se alejaba nadando hasta la otra orilla del estanque y allí metía la cabeza en el agua, para dar buen ejemplo a sus pequeños.

-¡Qué pregunta más tonta! -exclamó la Rata de Agua-. Qué duda cabe de que, si un amigo mío es fiel, es porque me es fiel a mí.

-¿Y usted qué haría a cambio? -preguntó el pajarillo, que se columpiaba sobre una rama plateada batiendo sus diminutas alas.

-No te entiendo -le contestó la Rata de Agua.

-Deje que te cuente un cuento sobre eso -dijo el Pnzón.

-¿Es un cuento sobre mí? -preguntó la Rata de Agua- Porque, si lo es, estoy dispuesta a escucharlo. Me encantan los cuentos.

-Se le podría aplicar -contestó el Pinzón.

Y bajó volando del árbol y, posándose a la orilla del estanque, empezó a contar el cuento del Amigo Fiel.

-Erase una vez -comenzó a decir el Pinzón- un honrado muchacho, que se llamaba Hans.

-¿Era muy distinguido? -preguntó la Rata de Agua.

-No -contestó el Pinzón-. No creo que lo fuera, excepto por su buen corazón y su carilla redonda y simpática. Vivía solo, en una casa pequeñita y todo el día lo pasaba cuidando del jardín. No había jardín más bonito que el suyo en los alrededores: en él crecían minutisas y alhelíes, y pan y quesillo y campanillas blancas. Había rosas de Damasco y rosas amarillas y azafranes de oro y azul, y violetas moradas y blancas. La aguileña y la cardamina, la mejorana y la albahaca silvestre, la primavera y la flor de lis, el narciso y la clavellina brotaban y florecían unas tras otras, según pasaban los meses, de tal modo que siempre había cosas hermosas para la vista y exquisitos perfumes para el olfato.

El pequeño Hans tenía muchísimos amigos, pero el más fiel de todos era el grandote Hugo el Molinero. Tan leal le era el ricachón Hugo al pequeño Hans, que no pasaba nunca por su jardín sin inclinarse por encima de la tapia para arrancar un ramillete de flores, o un puñado de hierbas aromáticas, o sin llenarse los bolsillos de ciruelas y cerezas, si estaban maduras.

-Los amigos verdaderos deberían compartir todas las cosas -solía decir el Molinero.

Y pequeño Hans asentía y sonreía, muy orgulloso de tener un amigo con tan nobles ideas.

Aunque la verdad es que, a veces, a los vecinos les extrañaba que el rico Molinero nunca diera al pequeño Hans nada a cambio, a pesar de que tenía cien sacos de harina almacenados en el molino y seis vacas lecheras y un gran rebaño de ovejas de lana. Pero a Hans nunca se le pasaban por la cabeza estos pensamientos y nada le daba tanta satisfacción como escuchar las maravillosas cosas que el Molinero solía decir sobre la falta de egoísmo y la verdadera amistad.

El pequeño Hans trabajaba en su jardín. Durante la primavera, el verano y el otoño era muy feliz; pero llegaba el invierno y se encontraba con que no tenía ni fruta, ni flores que llevar al mercado, y sufría mucho por el frío y por el hambre. En ocasiones tenía que irse a la cama sin más cena que unas cuantas peras secas o algunas nueces duras. Y además, en invierno, estaba muy solo, ya que el Molinero nunca iba a visitarlo.

-No es conveniente que vaya a ver al pequeño Hans mientras haya nieve -decía el Molinero a su mujer-. Porque, cuando la gente tiene problemas, es preferible dejarla sola y no molestarla con visitas. Por lo menos, ésta es la idea que yo tengo de la amistad, y estoy convencido de que es lo correcto. Por lo tanto esperaré a que llegue la primavera y después le haré una visita y podrá darme una cesta llena de prímulas, y con ello será feliz.

-Eres muy considerado con todo el mundo -le decía su mujer, sentada en un cómodo sillón junto a un buen fuego de leña-, muy considerado. Da gusto oírte hablar de la amistad. Estoy segura de que ni un sacerdote diría las cosas tan bien como tú, y eso que vive en una casa de tres plantas y lleva un anillo de oro en el dedo meñique.

-¿Pero no podríamos invitar al pequeño Hans a que suba a vernos? -preguntó el hijo menor del Molinero? -Si el pobre está en apuros, le daré la mitad de mis gachas y le enseñaré mis conejitos blancos.

-¡Pero qué tonto eres! -exclamó el Molinero- Realmente no sé para qué te mando a la escuela, pues la verdad es que no aprendes nada. Mira, si el pequeño Hans viniera a casa y viera el fuego tan hermoso que tenemos y nuestra buena cena y nuestro hermoso barril de vino tinto, le daría envidia. Y la envidia es una cosa tremenda, capaz de echar a perder a cualquiera. Y yo no permitiré que se eche a perder el carácter de Hans. Soy su mejor amigo y siempre velaré por él, y que no caiga en tentación. Además, si Hans viniera a casa, podría pedirme prestado un poco de harina, y eso sí que no lo puedo hacer. Una cosa es la harina y otra la amistad, y no hay que confundirlas. Está claro que son dos palabras diferentes y significan cosas distintas. Eso lo sabe cualquiera.

-¡Pero qué bien hablas! -dijo la mujer del Molinero, sirviéndose un gran vaso de cerveza tibia-. Estoy medio amodorrada, como si estuviera en la iglesia.

-Mucha gente obra bien -prosiguió el Molinero-, pero muy poca habla bien, lo que nos demuestra que es mucho más difícil hablar que obrar; aunque también es mucho más elegante.

Y se quedó mirando con severidad, por encima de la mesa, a su hijo pequeño, que se sintió tan avergonzado que bajó la cabeza, se puso muy colorado y se echó a llorar encima de la merienda. Pero era tan joven que hay que disculparlo.

-¿Y así acaba el cuento? -preguntó la Rata de Agua.

-Claro que no -contestó el Pirizón- Así es como empieza.

-Pues entonces no está usted al día -le dijo la Rata de Agua-. Hoy los buenos narradores empiezan por el final, siguen por el principio y terminan por el medio. Así es el nuevo método. Se lo oí decir el otro día a un crítico, que ia paseando alrededor del estanque con un joven. Hablaba del asunto con todo detalle y estoy segura de que estaba en lo cierto, porque llevaba gafas azules, y era calvo, y, a cada observación que hacía el joven, le respondía: «¡Psss!» Pero le ruego que continúe usted con el cuento. Me encanta el Molinero. Yo también estoy lleno de hermosos sentimientos, de modo que tenemos muchas cosas en común.

-Pues bien -dijo el Pinzón, apoyándose ora en una patita ora en la otra-, tan pronto como acabó el invierno y las prímulas comenzaron a abrir sus pálidas estrellas amarillas, el Molinero le dijo a su mujer que iba a bajar a ver al pequeño Hans.

-¡Ay, qué buen corazón tienes! -le dijo su mujer-. ¡Siempre estás pensando en los demás! No te olvides de llevar la cesta grande para las flores.

Así que el Molinero sujetó las aspas del molino de viento con una gruesa cadena de hierro y bajó por la colina con la cesta en su brazo.

-Buenos días, pequeño Hans -dijo el Molinero.

-Buenos días -dijo Hans, apoyándose en la pala con una sonrisa de oreja a oreja.

-¿Y qué tal has pasado el invierno? -dijo el Molinero.

-Bueno, la verdad es que eres muy amable al preguntármelo, muy amable, sí, señor -exclamó Hans. Te diré que lo he pasado bastante mal, pero ya ha llegado la primavera y estoy muy contento, y todas mis flores están hechas una maravilla.

-Hemos hablado muchas veces de ti este invierno, Hans -dijo el Molinero-, y nos preguntábamos qué tal te iría.

-Qué amables sois -dijo Hans- Y yo que me temía que me hubierais olvidado.

-Hans, me sorprendes -dijo el Molinero- Los amigos nunca olvidan. Eso es lo más maravilloso de la amistad, pero me temo que no seas capaz de entender la poesía de la vida. Y, a propósito, ¡qué bonitas están tus prímulas!

-Realmente están preciosas -dijo Hans-; y es una suerte para mí tener tantas. Voy a llevarlas al mercado y se las venderé a la hija del alcalde, y con el dinero que me dé compraré otra vez mi carretilla.

-¿Que comprarás de nuevo tu carretilla? ¡No mé irás a decir que la has vendido! ¡Qué cosa más tonta!

-La verdad es que no tuve más remedio que hacerlo dijo Hans. Pasé un invierno muy malo, y no tenía dinero ni para comprar pan. Así que primero vendí la bolonadura de plata de la chaqueta de los domingos, y luego vendí la cadena de plata y después la pipa grande, y por último la carretilla. Pero ahora voy a comprarlo todo otra vez.

-Hans -le dijo el Molinero-, voy a darte mi carretilla. No está en muy buen estado, porque le falta un lado y tiene rotos algunos radios de la rueda. Pero, a pesar de ello, voy a dártela. Ya sé que es una muestra de generosidad por mi parte y que muchísima gente pensará que soy tonto de remate por desprenderme de ella, pero es que yo no soy como los demás. Creo que la generosidad es la esencia de la amistad y, además, tengo una carretilla nueva. De modo que puedes estar tranquilo; te daré mi carretilla.

-Es muy generoso por tu parte -dijo el pequeño Hans, y su graciosa carita redonda resplandecía de alegría-. La puedo arreglar fáciImente, pues tengo un tablón en casa:

-¡Un tablón! -exclamó el Molinero- Pues eso es lo que necesito para arreglar el tejado del granero, que tiene un agujero muy grande y, si no lo tapo, el grano se va a mojar. ¡Es una suerte que me lo hayas dicho! Es sorprendente ver cómo una buena acción siempre genera otra. Yo te he dado mi carretilla y ahora tú me vas a dar una tabla. Por supuesto que la carretilla vale muchísimo más que la tabla, pero la auténtica amistad nunca se fija en cosas como ésas. Anda, haz el favor de traerla enseguida, que quiero ponerme a arreglar el granero hoy mismo.

-Voy corriendo -exclamó el pequeño Hans.

Y salió disparado hacia el cobertizo y sacó el tablón a rastras.

-No es una tabla muy grande -dijo el Molinero mirándola-. Y me temo que, después de que haya arreglado el granero, no sobrará nada para que arregles la carretilla. Claro que eso no es culpa mía. Bueno, y ahora que te he regalado la carretilla, estoy seguro de que te gustaría darme a cambio algunas flores. Aquí tienes la cesta, y procura llenarla hasta arriba.

-¿Hasta arriba? -dijo el pobre Hans, muy afligido, porque era una cesta grandísima y sabía que, si la llenaba, no le quedarían flores para llevar al mercado; y estaba ansioso por recuperar su botonadura de plata.

-Bueno, en realidad –dijo el Molinero-, como te he dado la carretilla, no creo que sea mucho pedirte un puñado de flores. Puede que esté equivocado, pero, para mí, la amistad, la verdadera amistad, ha de estar libre de cualquier tipo de egoísmo.

-Ay, mi querido amigo, mi mejor amigo -exclamó el pequeño Hans , todas las flores de mi jardín están a tu disposición. Prefiero mucho más ser digno de tu estima que recuperar la botonadura de plata.

Y salió disparado a coger todas sus lindas prímulas y llenó la cesta del Molinero.

-Adiós, pequeño Hans -le dijo el Molinero, mientras subía por la colina, con el tablón al hombro y la gran cesta en la mano.

-Adiós -respondió el pequeño Hans.

Y se puso a cavar tan contento, pues estaba encantado con la carretilla.

Al día siguiente estaba sujetando unas ramas de madreselva en el porche cuando oyó la voz del Molinero, que le llamaba desde el camino. Así que saltó de la escalera, cruzó corriendo el jardín y miró por encima de la tapia.

Allí estaba el Molinero con un gran saco de harina al hombro.

-Querido Hans -le dijo el Molinero-, ¿te importaría llevarme este saco de harina al mercado?

-Lo siento mucho -comentó Hans-, pero es que hoy estoy muy ocupado. Tengo que levantar todas las enredaderas, y regar las flores y atar la hierba.

-Bueno, pues, teniendo en cuenta que voy a regalarte mi carretilla, es bastante egoísta por tu parte negarte a hacerme este favor.

-Oh, no digas eso -exclamó el pequeño Hans-. No querría ser egoísta por nada del mundo.

Y entró corriendo en casa a buscar su gorra y se fue caminando al pueblo con el gran saco a sus espaldas.

Hacía mucho calor, y la carretera estaba cubierta de polvo y, antes de llegar al sexto mojón, Hans tuvo que sentarse a descansar. Sin embargo prosiguió muy animoso su camino, y llegó al mercado. Después de un rato, vendió el saco de harina a muy buen precio y regresó a casa inmediatamente, temeroso de que, si se le hacía tarde, pudiera encontrar a algún ladrón en el camino.

-Ha sido un día muy duro -se dijo Hans mientras se metía en la cama- Pero me alegro de no haber dicho que no al Molinero, porque es mi mejor amigo y, además, me va a dar su carretilla, A la mañana siguiente, muy temprano, el Molinero bajó a recoger el dinero del saco de harina, pero el pobre Hans estaba tan cansado, que todavía seguía en la cama.

-Válgame, Dios -dijo el Molinero-, qué perezoso eres. La verdad es que, teniendo en cuenta que voy a darte mi carretilla, podías trabajar con más ganas. La pereza es un pecado muy grave, y no me gusta que ninguno de mis amigos sea vago ni perezoso. No te parezca mal que te hable tan claro. Por supuesto que no se me ocurriría hacerlo si no fuera tu amigo. Pero eso es lo bueno de la amistad, que uno puede decir siempre lo que piensa. Cualquiera puede decir cosas amables e intentar alabar a los demás; pero un amigo verdadero siempre dice las cosas desagradables, y no le importa causar dolor. Es más, si es un verdadero amigo lo prefiere, porque sabe que está obrando bien.

-Lo siento mucho -dijo el pobre Hans frotándose los ojos, y quitándose el gorro de dormir-. Pero estaba tan cansado que quise quedarme un rato en la cama, escuchando el canto de los pájaros. ¿Sabes que trabajo mejor cuando he oído cantar a los pájaros?

-Bien, me alegro -dijo el Molinero, dándole una palmadita en la espalda-, porque, tan pronto estés vestido, quiero que subas conmigo al molino y me arregles el tejado del. granero.

El pobrecito Hans estaba deseando ponerse a trabajar en el jardín, porque hacía dos días que no regaba las flores, pero no quería decir que no al Molinero, que era tan amigo suyo.

-¿Crees que no sería muy buen amigo tuyo si te dijera que tengo mucho que hacer? preguntó con voz tímida y vergonzosa.

-Bueno, en realidad no creo que sea mucho pedirte, teniendo en cuenta que te voy a dar mi carretilla -le contestó el Molinero-. Pero, si no quieres, lo haré yo mismo.

-¡De ninguna manera! -exclamó Hans y, saltando de la cama, se vistió y subió al granero. Allí trabajó todo el día, y al anochecer fue el Molinero a ver cómo iba la obra.

-¿Has arreglado ya el agujero del tejado, Hans? -le preguntó el Molinero con voz alegre.

-Está completamente arreglado -contestó el pequeño Hans, mientras se bajaba de la escalera.

-¡Ay! No hay trabajo más agradable que el que se hace por los demás -dijo el Molinero.

-Realmente es un privilegio oírte hablar -respondió el pequeño Hans, sentándose y enjugándose e! sudor de la frente- Es un gran privilegio. Lo malo es que yo nunca tendré unas ideas tan bonitas como las tuyas.

-Ya verás cómo se te ocurren, si te empeñas -dijo el Molinero- De momento, tienes sólo la práctica de la amistad; algún día tendrás también la teoría.

-¿De verdad crees que la tendré? -preguntó el pequeño Hans.

-No tengo la menor duda -contestó el Molinero-. Pero ahora que ya has arreglado el tejado, deberías ir a casa a descansar, quiero que mañana me lleves las ovejas al monte.

El pobre Hans no se atrevió a replicar, y a la mañana siguiente, muy temprano, el Molinero le llevó sus ovejas cerca de la casa, y Hans se fue al monte con ellas. Le llevó todo el día subir y bajar del monte y, cuando regresó a casa, estaba tan cansado, que se quedó dormido en una silla y no se despertó hasta bien entrado el día.

-¡Qué bien lo voy a pasar trabajando el jardín!», se dijo Hans; e inmediatamente se puso a trabajar.

Pero cuándo por una cosa, cuándo por otra no había manera de dedicarse a las flores, pues siempre aparecía el Molinero a pedirle que fuera a hacerle algún recado, o que le ayudara en el molino. A veces el pobre Hans se ponía muy triste, pues temía que sus flores creyeran que se había olvidado de ellas; pero le consolaba el pensamiento de que el Molinero era su mejor amigo.

-Además -solía decir- va a darme su carretilla y eso es un acto de verdadera generosidad.

Así que el pequeño Hans seguía trabajando para el Molinero, y el Molinero seguía diciendo cosas hermosas sobre la amistad, que Hans anotaba en un cuadernito para poderlas leer por la noche, pues era un alumno muy aplicado.

Y sucedió que una noche estaba Hans sentado junto al hogar, cuando oyó un golpe seco en la puerta. Era una noche muy mala, y el viento soplaba y rugía alrededor de la casa con tanta fuerza, que al principio pensó que era sencillamente la tormenta. Pero enseguida se oyó un segundo golpe, y luego un tercero, más fuerte que los otros.

«Será algún pobre viajero», pensó Hans; y corrió a abrir la puerta.

Allí estaba el Molinero con un farol en una mano y un gran bastón en la otra.

-¡Querido Hans! -dijo el Molinero-. Tengo un grave problema. Mi hijo pequeño se ha caído de la escalera y está herido y voy en busca del médico. Pero vive tan lejos y está la noche tan mala, que se me acaba de ocurrir que sería mucho mejor que fueras tú en mi lugar. Ya sabes que voy a darte la carretilla, así que sería justo que a cambio hicieras algo por mí.

-Faltaría más -exclamó el pequeño Hans-. Considero un honor que acudas a mí. Ahora mismo me pongo en camino; pero préstame el farol, pues la noche está tan oscura que tengo miedo de que pueda caerme al canal.

-Lo siento mucho -le contestó el Molinero-, pero el farol es nuevo. Sería una gran pérdida, si le pasara algo.

-Bueno, no importa, ya me las arreglaré sin él -exclamó el pequeño Hans.

Descolgó su abrigo de piel, se puso su gorro de lana bien calentito, se enrolló una bufanda al cuello y salió en busca del médico.

¡Qué tormenta más espantosa! La noche era tan negra, que el pobre Hans casi no podía ver; y el viento era tan fuerte, que le costaba trabajo mantenerse en pie. Sin embargo era muy valiente, y después de haber caminado alrededor de tres horas llegó a casa del médico y llamó a la puerta.

-¿Quién es? -gritó el médico, asomando la cabeza por la ventana del dormitorio.

-Soy yo, el pequeño Hans.

-¿Y qué quieres, pequeño Hans?

-El hijo del Molinero se ha caído de una escalera, y está herido, y el Molinero dice que vaya usted enseguida.

-¡Está bien! -dijo el médico.

Pidió que le llevaran el caballo, las botas y el farol, bajó las escaleras y salió al trote hacia la casa del Molinero. Y el pequeño Hans le siguió con dificultad.

Pero la tormenta arreciaba cada vez más y la lluvia caía a torrentes y el pobre Hans no veía por dónde iba, ni era capaz de seguir la marcha del caballo. Al cabo de un rato se perdió y estuvo dando vueltas por el páramo, que era un lugar muy peligroso, lleno de hoyos muy profundos; y el pobrecito Hans cayó en uno de ellos y se ahogó. Unos cabreros encontraron su cuerpo flotando en una charca y se lo llevaron a casa.

Todo el mundo fue al funeral del pequeño Hans, porque era una persona muy conocida; y allí estaba el Molinero, presidiendo el duelo.

-Como yo era su mejor amigo, es justo que ocupe el sitio de honor -dijo el Molinero.

Y se puso a la cabeza del cortejo fúnebre envuelto en una capa negra muy larga y, de vez en cuando, se limpiaba los ojos con un gran pañuelo.

-Ha sido una gran pérdida para todos nosotros -dijo el herrero, cuando hubo terminado el entierro y todos estaban cómodamente sentados en la taberna, bebiendo ponche y comiendo pasteles.

-Una gran pérdida, al menos para mí -dijo el Molinero-, porque resulta que le había hecho el favor de regalarle mi carretilla, y ahora no sé qué hacer con ella. En casa me estorba y está en tal mal estado, que no creo que me den nada por ella, si quiero venderla. Pero, de ahora en adelante, tendré mucho cuidado en no volver a regalar nada. Hace uno un favor y mira cómo te lo pagan.

-¿Y luego qué? -dijo la Rata de agua, después de una larga pausa.

-Luego, nada. Éste es el final -dijo el Pinzón.

-Pero, ¿qué fue del Molinero? -preguntó la Rata de Agua.

-Realmente no lo sé, ni me importa, de eso estoy seguro -contestó el Pinzón.

-Entonces, es evidente que no tiene usted sentimientos -dijo la Rata de Agua.

-Me temo que no ha comprendido usted la moraleja del cuento -observó el Pinzón.

-¿La qué? -gritó la Rata de Agua.

-La moraleja.

-¡Quiere decir que ese cuento tenía moraleja!

-Pues sí -dijo el Pinzón.

-¡Bueno! -dijo la Rata de Agua muy enfadada-Pues debería habérmelo dicho antes de empezar. Y así me habría ahorrado escucharle. Y hasta le hubiera dicho igual que el crítico: «¡Psss!» Aunque aún estoy a tiempo de decírselo.

Y entonces le gritó muy fuerte: -«¡Psss!», hizo un movimiento brusco con la cola y se metió en su agujero.

-¿Qué le parece a usted la Rata de Agua? -preguntó la Pata, que llegó chapoteando unos minutos después-. Tiene muy buenas cualidades, pero yo, la verdad, es que tengo sentimientos maternales y no puedo ver a un solterón sin que se me salten las lágrimas.

-Siiento mucho haberle molestado -contestó el Pinzón- El hecho es que le conté un cuento con moraleja.

-Ah, pues eso es siempre muy peligroso-dijo la Pata.

Y yo estoy de acuerdo con ella.

El cerebro del crimen

Andrés Roemer

Periódico La Crónica de Hoy, 12 de abril de 2013

Al leer el título, quizá piense que en este artículo se trata del autor intelectual de algún crimen, pero tómelo en sentido literal, ¿qué hay en el cerebro que de hecho hace a algunas personas cometer actos calificados como criminales?, ¿cuáles son sus implicaciones para el mundo actual?, ¿necesitaríamos cambiar algo en el ideal de sistema judicial?

Charles Whitman era un estudiante de ingeniería de la Universidad de Texas en 1966. La mañana del 1 de agosto tomó un arma y se dirigió a la universidad donde mató 13 personas e hirió a otras 32 antes de que un policía le disparara. Lo más extraño del caso es que la noche antes había matado a su madre y a su esposa. En su casa se encontró una nota suicida donde explicaba no saber la razón de sus impulsos violentos últimamente además de pedir una autopsia para clarificar qué ocurría. En el laboratorio se descubrió que Charles tenía un tumor en el cerebro y se piensa que ésa fue la causa de su comportamiento.

Este no es ni el primero ni el último caso que escucharemos de que por causa de alteraciones en el cerebro, el comportamiento se ve alterado. De hecho, basta con ver la esquizofrenia o la enfermedad de Parkinson, en las que alteraciones en la química del cerebro alteran notablemente el comportamiento de la persona, para darnos cuenta. En el caso de Charles, la causa se descubrió y el cambio en el comportamiento fue brutal, pero nos hace pensar en cuántas alteraciones más sutiles puede tener el hombre que causen comportamientos no deseables, es decir, criminales.

Eagleman menciona en su famoso artículo “The brain on trial” (El cerebro a juicio) que si buscamos en la ciencia, encontraremos que existen diferentes factores que influyen en nuestro comportamiento, especialmente uno muy importante: los genes. Hay ciertos genes que nos hacen predispuestos a cierto tipo de comportamiento. Tan es así que se encontró que 98.1% de los condenados a muerte en EU tienen un paquete particular de genes. De hecho, si una persona es portador de este grupo de genes es mucho más propenso a cometer ciertos crímenes que alguien que nos los tiene. Sorprendente ¿no?

Al igual que en la vida, en el debate de si nacemos o nos hacemos no hay blanco y negro y la respuesta yace en el juego de ambas categorías: genes y ambiente. Factores como consumo de drogas, nutrición de la madre, abuso físico y sexual durante la niñez afectan definitivamente el comportamiento de una persona. De la misma manera, eventos durante la vida pueden activar o desactivar genes que se expresen en cierta actividad cerebral que a su vez modifiquen nuestro comportamiento “normal”.

En resumen, el cerebro es un saco de químicos y mecanismos que se ve afectado por todo lo que somos y todo lo que nos rodea, pero es la biología de nuestro cerebro lo que determina ultimadamente nuestro comportamiento.

Con la tecnología actual de neuroimagen se llevan a cabo estudios que identifican las zonas del cerebro que se activan de acuerdo a determinado estímulo y que podrían causar cierto comportamiento. Lo bueno: podemos saber qué partes del cerebro controlan qué emociones o impulsos. Lo limitado: mejoras tecnológicas están todavía en pañales y no podemos saber todavía todos los mecanismos que intervienen en la expresión del comportamiento.

Luego de saber esto, surge una pregunta natural: si nuestro comportamiento está dictado por lo que pasa en nuestro cerebro y lo que pasa en nuestro cerebro está determinado por nuestros genes y nuestro ambiente ¿puede haber responsabilidad o “culpa” cuando alguien comete un crimen? Para contestar a esta pregunta tendríamos que poder aislar qué componentes de nuestras decisiones son debidas al llamado “libre albedrío” y cuáles a todos aquellos que nosotros realmente no decidimos (como los genes y el ambiente).

David Eagleman argumenta que separar estos dos efectos es prácticamente imposible, pues como el comportamiento viene del cerebro y el cerebro está complejamente interconectado (todas sus partes) pues resulta titánico —por no decir imposible— identificar qué región no está influenciada por genes (o todo aquello que nosotros no decidimos), si es que esta región existe.

¿Qué tiene esto que ver con el derecho? Todo. Si no existen o no podemos identificar cuáles acciones son libres y cuáles no, resultaría imposible repartir culpas en un juicio debido a que no habría manera de saber si el crimen fue perpetrado de manera libre o no (es decir, si las decisiones fueron libres). Lo anterior representa un completo giro de timón para el derecho, pues éste tradicionalmente considera que todas las personas tienen la capacidad de comportarse racionalmente y de decidir libremente sus actos. Pero si no es así, si nuestros actos no son libres, entonces ¿no somos responsables?

Eagleman propone que el hecho de si existe o no responsabilidad criminal debería ser irrelevante. Para él, lo importante es evitar el crimen. Así pues, propone un sistema radicalmente diferente y más bien utilitarista en el cual se trata a los “criminales” para que no reincidan (si es posible) y se puedan reintegrar (de nuevo, si es posible). Así, se cambia el “castigo” de la sentencia por tratamiento mental.

Al comprender el cerebro podemos diseñar tratamientos idóneos para cada criminal (porque cada mente es diferente), programas de reinserción social que de verdad eviten la reincidencia delictiva, y programas de incentivos preventivos. Según Eagleman, en el futuro quizá podremos ver al crimen más como una patología que como una mala decisión “libremente” tomada del “criminal”.

Este es un tema fascinante, controversial y de alto impacto, por eso mi motivación de investigar temas de neurociencia y derecho en la Universidad de Berkeley (como senior research fellow). En la medida en que el derecho no se haga de la vista gorda de los avances de la neurociencia y los tome en cuenta, podremos avanzar hacia una sociedad con menos crimen (aunque ¿más justa?, ¿menos punitiva?, ¿más libre?). No tiene que ser la propuesta de Eagleman, pues como él bien lo sabe, puede no funcionar, pero sí nos da un punto de partida para comenzar a (re)pensar en el cerebro del crimen. Ω

El leñador

Marcelino Perelló

Periódico Excélsior, 10 de abril de 2013

Con Cabeza de Vaca muere algo más que un amigo querido y un inolvidable compañero.

Estos golpes sangrientos son las crepitaciones

de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

César Vallejo, “Los heraldos negros”

A Nubia, a la gente. En la soledad.

 

Es el primero de los personajes emblemáticos del 68 que emprende la partida. Señal inequívoca de que han pasado 43 años.

       Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, delegado al CNH por la Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo, era de los mayores entre los dirigentes del movimiento. Al fallecer, hace exactamente una semana, tenía 70 años. Estaba además muy enfermo, de manera que para nadie su muerte fue sorpresiva. Él mismo, como los elefantes, la vio venir. Tituló sus insólitas y sugerentes memorias, Ni muerto me doy por muerto. El mensaje no podía ser más claro. Una vez editadas, decidió adelantar de manera súbita el lanzamiento y la presentación de la obra. Para mí fue un signo claro, y así lo comenté a nuestros amigos comunes: El Cabeza de Serie, más que temer, sabía y preveía su final.

Había ya sufrido cuatro infartos en los últimos años, y no había quien domara la glucosa en el torrente sanguíneo de ese hombre indomable y torrencial. Cuando tuvo en sus manos el libro, pues, respiró, consideró que la última de sus tareas había sido concluida. Y se dejó morir.

Con él se va la imagen más cristalina de aquella movilización estudiantil. Fue un hombre sin dobleces. Su sinceridad y transparencia fueron irresistibles y evidentes. En ello residió gran parte de su carisma. Bajo la cobertura del hombre rudo y huraño, latía un corazón tierno, presuroso a brindar afecto y ansioso por recibirlo.       Luis Tomás fue una persona sencilla, sin pretensiones intelectuales ni veleidades teóricas. Nunca lo ocultó. Al contrario, como si se sintiera orgulloso de ello, se exhibía, exagerando su llaneza, como lo que era: alguien sin complicaciones ni prontos, directo, franco y de convicciones acendradas y sólidas.

Entre los más de 200 líderes que integraban el Consejo Nacional de Huelga existían fundamentalmente tres bloques claramente definidos: el que integrábamos los comunistas, miembros de la Juventud del Partido Comunista Mexicano, y que debíamos ser unos 30 o 40, el de los “ultras”, es decir los de la izquierda revolucionaria extrema, todos ellos exaltados y decididamente “antipartido”, y que a su vez se dividían en tres grupos: los maoístas, los trotsquistas y los estalinistas, a los que llamamos “concretitos”, por su reiterada negativa, bajo la eterna moción de “concretito compañero, concretito”, a discutir la situación y la estrategia a seguir, más allá del inmediatismo y la improvisación, con un poco más de seriedad, profundidad y altura. Los ultras debían ser 20 o 25.

El tercer bloque era sin duda el más numeroso, y lo componían aquellos que no estaban integrados en ninguna organización militante. De ellos también había dos categorías: los de buena fe, abrumadoramente mayoritarios, y los de mala fe, provocadores al servicio de tal o cual politicastro con ambiciones y sin escrúpulos. No voy a abundar ahora en este esquema. No es el momento ni el espacio. Ya lo he hecho, de manera parcial, en otras ocasiones. Únicamente lo menciono para señalar que el Cabeza de Serie era el más destacado de los “terceristas” honestos.

Se opuso de modo intransigente a la visión fúnebre del 68, promocionada y enarbolada, con insistencia y sin inocencia, por los concretitos, que sostienen la versión Disney-Poniatowska (de hecho es ella la que se sostiene en ellos), y hasta la fecha se siguen presentando como víctimas dignas de encomio. El inevitable morbo, y la enfermiza atracción por la sangre y la lamentable vocación perdedora y acomplejada de un sector importante de nuestro pueblo.

       Cabeza de Vaca no fue así. Nunca fue de ellos. Proclamó siempre la versión festiva y luminosa de aquellas jornadas. Defendió el mensaje optimista de alegría y compromiso que propició y dominó. Y que invita a las nuevas generaciones a continuar aquel combate, bajo nuevas formas pero con el mismo espíritu. Formó parte de “La nave va”, el colectivo que integramos para conmemorar el trigésimo aniversario de la movilización, con el objetivo de rescatar su legado entusiasta, bajo la consigna de “la lucha continúa”, y en contraste con la narrativa sombría, oportunista, atemorizante y desmovilizadora de los concretitos, agrupados en el “Comité del 68”.

Él nunca se puso medalla alguna ni pretendió cobrar réditos por su ejemplar participación en aquel año. Nunca se aprovechó de su bien merecida fama. Al contrario de otros. Nunca fue ni diputado ni asambleísta ni ocupó cargos políticos de relevancia. Vivió modestamente de su oficio, silvicultor. Fue un leñador, en todos los sentidos de la palabra, y es bien sabido que los leñadores rara vez se enriquecen.

Los últimos años del Cabeza fueron muy difíciles. Sin salud ni trabajo. Y por ende sin dinero. La solidaridad, insuficiente, de amigos y compañeros le permitió irla llevando. Y sobre todo acariciado por la compañía amorosa y abnegada de la tierna e infaltable Nubia, que estuvo permanentemente a su lado y endulzó un buen tramo de su vida.

Y no deja de ser tan indignante como grotesco que con motivo de su fallecimiento ahora se presenten tan campantes, adornándose y alzándose el cuello, aquellos con quien no comulgó y que en vida no le echaron ni un lazo. Plañideras. Carroñeros.

El Cabeza fue, pese a sus esfuerzos por disimularlo, un hombre de sensibilidad excepcional, de gusto y talento literario refinados. Sus memorias lo prueban. Fue un lector inveterado de la mejor poesía, y en particular feligrés devoto del inalcanzable bardo revolucionario peruano César Vallejo. De él aprendió a ser Pablo Yunque, y a vibrar con los mineros de El tugsteno. De él sorbió el amor por la justicia, por la tierra y por la gente. Se contaminó de su atracción por la espesura que cobija y amenaza. Se adentró por los senderos que conducen y extravían.

Pensando en recuperar dominios imaginarios de otros poetas obscuros retomando tonalidades insinuantes, Vallejo infunde conductas arrebatadas. Los olvidados caminos ondulantes descendieron entre arboledas magníficas ocultando remansos, de entre los intrincados ramajes irrumpió otro mañana indeclinablemente obstinado.

Con Cabeza de Vaca muere algo más que un amigo querido y un inolvidable compañero. Se lleva la reconfortante y cálida presencia de quien representó como nadie la vibración y la nobleza de aquella gesta. Cuidemos como un tesoro su herencia invaluable. El recuerdo y la lección de ese leñador entrañable e indómito constituyen un patrimonio irrenunciable. Ω

El referéndum en Islas Malvinas

Patricia Vaca Narvaja[1]

Periódico Excélsior, 21 de marzo de 2013

Reino Unido hace un uso antojadizo del principio de la libre determinación: sólo apela a él cuando conviene a sus intereses.

Imaginemos por un momento la siguiente situación: un grupo de extraños ingresa en una casa, ocupa las habitaciones y echa a sus propietarios. Luego, llaman a sus familiares y amigos para instalarse con ellos en la casa usurpada. Frente a la indignación de los dueños y los vecinos del barrio, y para darle un cariz de legitimidad a su accionar, los usurpadores realizan una votación entre ellos mismos para decidir si desean continuar o no en la casa.

El resultado de la votación no sorprende a nadie: 99% de los votantes opta por permanecer en la casa. Los dueños reclaman su legítimo derecho de propiedad, pero los usurpadores se niegan a devolverles la casa alegando que ellos se manifestaron libremente en un acto electoral democrático en el cual la mayoría decidió por la opción de permanecer en la casa. Esta situación, que se presenta descabellada para cualquiera que se precie de contar con sentido común, es precisamente lo que ocurrió el pasado 10 y 11 de marzo en Islas Malvinas.

El 3 de enero de 1833, Reino Unido tomó por la fuerza Islas Malvinas, expulsando de ellas a la población y autoridades argentinas que se encontraban ejerciendo soberanía. Procedió luego a llevar a sus propios colonos y a controlar férreamente la política migratoria de las islas, al tiempo que se negaba a resolver la disputa con la Argentina. Alegando el derecho a la libre determinación de los isleños, Reino Unido organizó un referéndum el pasado 10 y 11 de marzo para que expresaran su deseo de permanecer o no bajo la tutela británica.

El resultado del referéndum, al igual que en el de la situación imaginaria de la casa usurpada, no sorprendió a nadie: más de 99% de los isleños optó por seguir siendo territorio británico de ultramar. No podía esperarse otra cosa al tratarse de una votación organizada por británicos, para británicos y con el fin de que dijesen que el territorio en disputa tiene que seguir siendo británico.

Como país comprometido con la vigencia de los derechos humanos, la Argentina respeta el derecho a la libre expresión. Sin embargo, la solución de la disputa de soberanía por Islas Malvinas no depende del resultado del referéndum que, vale aclarar, no tiene ningún efecto legal desde el punto de vista del derecho internacional. Los isleños no pueden constituirse en un tercer actor en la disputa por la simple razón de que se trata de súbditos de una de las partes en la disputa. La Organización de las Naciones Unidas ha sido muy clara a este respecto: la cuestión Malvinas debe resolverse de manera bilateral entre la Argentina y Reino Unido.

Lo grave del referéndum es que Reino Unido lo ha utilizado como una herramienta político-mediática para confundir a la opinión pública mundial. Bajo la apariencia de un ejercicio de libre expresión de los habitantes británicos de las islas, Reino Unido ha pretendido cambiar el eje del debate en la cuestión Malvinas. Apelando (engañosamente) a un principio altamente valorado por la comunidad internacional —la libre determinación de los pueblos— intentó poner a la Argentina en el papel de negador de la voluntad de un supuesto “pueblo”.

Es preciso comprender que el derecho a la libre determinación no es un derecho reconocido a cualquier comunidad humana establecida sobre un territorio, sino únicamente a los “pueblos dependientes”, es decir, a los pueblos que están sujetos a una subyugación, dominación y explotación extranjeras.

¿Cómo puede, entonces, Reino Unido hablar de libre determinación cuando los isleños no son un pueblo sometido a la dominación de una potencia extranjera, sino que se trata de sus propios ciudadanos? Cabe preguntarse también por qué las Naciones Unidas no respaldaron el referéndum, cuando sí lo ha hecho en otros casos de autodeterminación.

La falaz invocación que hace Reino Unido del principio de la libre determinación en la cuestión Malvinas contrasta con su posición en otros casos de descolonización. En el archipiélago de Chagos, por ejemplo, no sólo Reino Unido no convocó a un referéndum sino que desarraigó forzosamente a sus habitantes nativos, privándolos de poder retornar a sus tierras. Ni pareció tampoco tomar en cuenta la voluntad de las autoridades democráticamente elegidas en las Islas Turcas y Caicos en 2009, cuando haciendo uso de los poderes que le confiere la administración moderna colonial, suspendió la administración local del gobierno para transferirla al gobernador británico residente en dicho territorio. Podemos decir, entonces, que Reino Unido hace un uso antojadizo del principio de la libre determinación: sólo apela a él cuando conviene a sus intereses.

El premier británico David Cameron ha declarado que la Argentina debería acatar el resultado del referéndum, cuando en realidad es Reino Unido quien debería acatar las 40 resoluciones de las Naciones Unidas que lo obligan a sentarse a dialogar con la Argentina.

Esta obligación de negociar bilateralmente responde a que precisamente la cuestión Malvinas no es un caso de libre determinación, como pretende maliciosamente instalarlo Reino Unido, sino un caso de disputa de soberanía. Con el referéndum, ha quedado en evidencia que Reino Unido ha utilizado este ardid para dilatar su obligación de dialogar y tergiversar los puntos de la controversia.

Aun ante las maniobras dilatorias y distractivas del Reino Unido para continuar con su persistente negativa al diálogo, la Argentina seguirá recurriendo a todos los foros internacionales idóneos para exigir que aquel país cumpla con el derecho internacional y se siente a reanudar las negaciones bilaterales, a fin de solucionar pacífica y definitivamente la disputa de soberanía. Ω



[1] Embajadora de Argentina en México.

Palabras prohibidas

José Ramón Cossío Díaz

Revista Letras libres, 5 de abril de 2013

En una de sus contribuciones a la columna “Contracara” del periódico poblano Intolerancia, Enrique Núñez Quiroz lanzó una fuerte crítica contra Armando Prida y Alejandro Manjarrez —el primero es dueño del diario Síntesis el segundo periodista de ese mismo medio— en la que utilizó calificativos como “puñal” y “maricones”. Ofendido por esa columna, Prida promovió un juicio ordinario civil en contra de Núñez. El caso llegó a la Suprema Corte de Justicia, donde la Primera Sala resolvió que las palabras “maricones” y “puñal” habían sido ofensivas y que la Constitución no reconocía el derecho al insulto. A partir de ahí, la mayoría de los ministros en esa Primera Sala dio un salto gigante: decidió que esas dos palabras eran expresiones homófobas y que, por tanto, constituían una categoría de los discursos de odio.

El criterio de la Primera Sala es importante y toca cuestiones fundamentales para un Estado liberal, en lo concerniente a los límites a la libertad de expresión. El punto de partida en esta materia es la presunción de que toda expresión se encuentra constitucionalmente protegida y de que solo ciertos extremos deben limitarse: la apología de la guerra o la pornografía infantil son buenos ejemplos de esto último. Sin embargo, la decisión de la Primera Sala no atendió debidamente el caso: introdujo una grave distorsión al entendimiento de una libertad fundamental, estableció un estándar vago y ambiguo que impone restricciones a la libertad de expresión y resulta contraproducente para la finalidad buscada. No protegió a quien pretendía y soslayó uno de los derechos fundamentales del orden liberal.

Ofender no es discriminar. El periodista insultado por la columna reclamó el respeto a su honor, no una discriminación por pertenecer a cierto grupo social. La decisión de la Sala terminó mezclando el estándar del insulto (las expresiones ofensivas) con el de la discriminación (el menosprecio hacia una categoría sexual).

El propósito de la nota de Núñez era señalar la sumisión que algunos periodistas han mostrado, según él, hacia el dueño de Síntesis. Estas afirmaciones no iban encaminadas a incitar ningún tipo de violencia en contra de la comunidad homosexual, sino a descalificar a los trabajadores del periódico. Estamos en este caso frente a dos medios de comunicación escrita en posición simétrica y con total capacidad de dar respuesta a las ofensas recibidas. En este contexto, las ofensas (des)califican más a quien las emite que a quien las recibe y resolver este tipo de diferendos en tribunales impide que sea la opinión pública la que debata y delibere a ese respecto.

Nadie duda que palabras como “maricón” y “puñal” tengan un efecto negativo. Sin embargo, es deseable combatir al pensamiento estereotípico mediante la confrontación de ideas y no proscribiendo determinadas palabras del diccionario. Por más atractivo que suene emitir un criterio sobre el discurso de odio y la homofobia, en este caso particular no estaban dadas las condiciones para decir que se utilizaron “expresiones homófobas”. Ambos medios decidieron comportarse de manera vulgar, pero en su guerra periodística no es posible advertir la incitación al odio por parte de nadie.

Al prohibir estas expresiones se quiso proteger en abstracto a la comunidad homosexual, aun cuando ni el empleo que hizo Núñez Quiroz de dichas palabras ni las razones del ofendido tuvieran vínculo alguno con la mencionada comunidad. Ello evidencia que, contrariamente a lo sostenido en la decisión, se terminaron prohibiendo las palabras mismas y no el uso que se hizo de ellas.

El compromiso de una sociedad democrática con la libertad de expresión no significa que todo deba dejarse a la autorregulación. En ocasiones es necesario nivelar el terreno para evitar que la libertad de unos vulnere la libertad de otros, máxime si alguno pretende, a través de esas expresiones, excluir de manera violenta a ciertos grupos sociales. Para un tribunal la supresión de ideas debiera ser el último recurso en aras de conseguir esta finalidad. La proscripción de palabras sin relación a su uso ni al contexto en el que se pronunciaron, debiera resultar prácticamente imposible.

Si bien no es ya aceptable sostener la tesis extrema del liberalismo clásico —que confiere una primacía absoluta a la libertad de expresión—, ello no implica que debamos renunciar a la presunción de que toda expresión se encuentre constitucionalmente protegida. La función de los tribunales, en particular el constitucional, no es erigirse en policías de las palabras, encargados de prohibir todas aquellas que pudieran lastimarnos, sino identificar los casos concretos en donde su uso debe proscribirse por generar odio, exclusión o violencia contra ciertas personas o colectivos. En todo lo que no queda en esos apretados límites, los tribunales deben dejar hablar con libertad a los ciudadanos. Ω


[*] Este artículo se basa en el voto particular que emitió el autor en el amparo directo en revisión 2808/2012. El autor agradece a Raúl Mejía Garza y Luz Helena Orozco su apoyo en la redacción de este documento.