Olympe de Gouges

“Hombre, ¿eres capaz de ser justo? Una mujer te hace esta pregunta”. Con esas palabras se inicia la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, elaborada por Olympe de Gouges, a quien quiero rendir homenaje con motivo del día internacional de la mujer.

            Nacida Marie Gouze el 7 de mayo de 1748, en Montauban, Francia, en una familia burguesa, se casó a los 17 años con un hombre mucho mayor que ella, con el que fue tan infeliz que caracterizó al matrimonio como la “tumba de la confianza y del amor”. Tuvo un hijo con el que se fue a radicar a París ofreciéndole una buena educación. Frecuentaba los salones parisinos en los que convivían artistas e intelectuales. Su nombre figuraba en el Almanaque de París, el quién es quién de esos años luminosos.

            Escribió drama y montó una compañía teatral itinerante. Sus obras se representaban en toda Francia. La más conocida, La esclavitud de los negros, en la que asumía una postura antiesclavista, fue boicoteada por los actores de la Comedia Francesa, que dependía financieramente de la Corte de Versalles, donde muchas familias nobles lucraban con la trata de esclavos. Estuvo presa en la Bastilla. Con la revolución, su obra ya pudo escenificarse en la Comedia. Fue admitida en el Club de los amigos de los negros. Los dirigentes del movimiento abolicionista le expresaron su admiración.

            En 1788 el Journal general de France publicó sus folletos en los que delineaba su proyecto de impuesto patriótico y presentaba su programa de reformas sociales. Olympe era partidaria de que el matrimonio fuera sustituido por un contrato anual renovable libremente por la pareja, de un sistema de protección materno-infantil, y de la creación de talleres para los desempleados y hogares para los mendigos.

            Abogó por la plena igualdad entre las mujeres y los hombres en todos los aspectos de la vida privada y de la vida pública, incluyendo el derecho al voto, a la participación política, a la propiedad de bienes, a formar parte del ejército y a la educación. El artículo 1º de su Declaración proclama: “La mujer nace libre y permanece igual al hombre en derechos”. El artículo 4: “La libertad y la justicia consisten en devolver todo lo que pertenece a los otros; así, el ejercicio de los derechos naturales de la mujer sólo tiene por límite la tiranía perpetua que el hombre le opone; este límite debe ser corregido por las leyes de la naturaleza y de la razón”.

            Para comprender plenamente el valor de los planteamientos de la Declaración y la valentía de su autora, es preciso advertir que durante la revolución los derechos de las mujeres no eran objeto de debates, panfletos, ensayos, comisiones gubernamentales ni organizaciones de defensa. Condorcet había argumentado que, dado que los derechos de los hombres se derivan de que son seres sensibles susceptibles de adquirir ideas morales y razonar con esas ideas, y que las mujeres tienen esas mismas cualidades, necesariamente deben reconocerse a éstas iguales derechos. Pero la revolución suprimió todos los clubes políticos para mujeres alegando que ellas debían limitarse a las funciones privadas que les destina la naturaleza.

            En aquellos días ominosos la Revolución conducía a la guillotina a quienes disentían de la corriente dominante, no obstante que la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano disponía que nadie sería molestado por sus opiniones. Olympe no se amedrentaba. Enemiga del terror, se opuso a la ejecución de los reyes, advirtió de los riesgos de dictadura, criticó a Robespierre y Marat, y defendió a los diputados girondinos.

            Enferma por una herida que se le infectó, fue internada en una enfermería carcelaria, de donde logró sacar dos carteles en los que se defendía de sus persecutores. Cuarenta y ocho horas después de la ejecución de los diputados girondinos, la enjuició el tribunal revolucionario sin la asistencia de un abogado defensor. Se defendió brillantemente, pero en el frenesí revolucionario las razones no cuentan. Un solo día duró su juicio, en el que se le condenó a muerte. El 3 de noviembre de 1793 fue guillotinada. Su hijo renegó de ella públicamente. La revolución, que asesinaba también a sus mejores hijos, se volvió a llenar de infamia.

El fulgor de la noche

En El fulgor de la noche. El comercio sexual en las calles de la Ciudad de México (Océano, 2017), Marta Lamas aborda un tema de urgente actualidad. Es un libro que debieran leer, sobre todo, las fiscales de trata de personas, los jueces penales y los legisladores de toda la República.

            Con extraordinaria potencia argumentativa y en una prosa clara y minuciosa, la autora sale al paso de las voces que reclaman, como parte de la estrategia contra la trata, la abolición del trabajo sexual, pues entienden que quienes lo ejercen devienen en esclavas sexuales. Es un asunto que ha enfrentado a las feministas de todos los países occidentales.

            La fundadora de las revistas Fem y Debate feminista y del Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE) distingue con precisión el trabajo sexual voluntario del repugnante y gravísimo delito de trata. Entre aquel trabajo y este delito hay una diferencia abismal, la misma que existe entre toda labor remunerada que se realiza voluntariamente y la reducción de seres humanos a la esclavitud con fines de explotación sexual o de otra índole.

            El trabajo desempeñado libremente requiere una normativa que prevenga y sancione abusos contra los trabajadores, les otorgue prestaciones y les imponga deberes, en tanto que la trata de personas es un crimen aberrante que ameritaría que Yahvé volviera a hacer que lloviese fuego contra los culpables. Miles de mujeres en el mundo han elegido dedicarse al trabajo sexual básicamente por el beneficio económico que obtienen de éste.

            La posibilidad del ejercicio voluntario del trabajo sexual no es admitida por las neoabolicionistas. Alegan que en la sociedad patriarcal y sexista, en la que las mujeres ocupan posiciones de subordinación con respecto de los varones, cierta clase de elecciones están determinadas por preferencias adaptativas, las que, por decirlo coloquialmente, hacen de la necesidad, virtud. La elección de la prostitución —término que no le gusta a Lamas por su carga despectiva y su sentido condenatorio— refleja, desde el punto de vista de las neoabolicionistas, los deseos deformados por el sexismo cultural y ciertas condiciones socioeconómicas.

            No es difícil advertir que tal planteamiento, llevado a sus últimas consecuencias, implicaría que todo consentimiento otorgado por las mujeres, en la esfera sexual y en cualquier otra, dada la situación de desigualdad entre los sexos, sería un consentimiento viciado, no genuino. El corolario sería nefasto: tendríamos que considerar a las mujeres en todos los casos y en todos los ámbitos incapacitadas para manejar su propia vida, como se les consideró doquiera durante milenios y aún se les considera en regímenes regidos por la sharía.

            Me apresuro a apuntar que ninguna decisión de ningún ser humano se toma al margen de las circunstancias de la ocasión. Lo expresó memorablemente José Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mi circunstancia”. Sin duda, millones de obreros y campesinos, de empleados públicos y privados, miles de mineros, albañiles, afanadores, policías o taxistas preferirían, en lugar de su trabajo actual, ser el centro delantero del Rebaño Sagrado con el salario de Alan Pulido, y muchísimas secretarias, meseras, enfermeras, trabajadoras domésticas e incluso profesionistas y empresarias quisieran la voz, la figura, el éxito y los ingresos económicos de Shakira en vez de su presente ocupación.

            Pero de ahí no se sigue que el trabajo que desempeñan esos hombres y esas mujeres sea un trabajo esclavo. La esclavitud sexual es la que padecen, por ejemplo, las víctimas del Estado Islámico, y las de traficantes de personas que las han privado de su libertad para explotarlas sexualmente. Los elementos definitorios de la esclavitud sexual, o de cualquier otra modalidad de trata de personas, son la coerción o el engaño, que anulan la libertad. La trata sexual fuerza a una mujer o a un hombre a prestar su cuerpo contra su voluntad, lo que resulta monstruoso y debe combatirse con todo rigor, pero —subraya Marta Lamas— “también hay quienes realizan una fría valoración del mercado laboral y eligen la estrategia de vender servicios sexuales”.

La prostitución no es un oficio que conduzca a la beatitud. A mí me parecería inaceptable pagar por un coito. Algo de triste y oscuro tiene el sexo pagado. Pero admitamos que las trabajadoras sexuales prestan un servicio, no exento de dificultades y peligros. Algunas juegan el papel de confidentes o terapeutas: el cliente les cuenta lo que a nadie más le confía.

            Con las trabajadoras sexuales los clientes buscan el desfogue sexual de la manera en que no lo experimentarían con una pareja, ya sea por negativa de ésta, por prejuicio propio o por carecer de pareja. En el fulgor de la noche abundan los insatisfechos, los deprimidos y los solitarios: acuden a ese fulgor para escapar un poco de las sombras.

            “Esto tiene mucho que ver —observa Marta Lamas— con la compleja definición de Freud de la libido, que aparece como una fuerza pulsional que desafía la tipificación fácil del comportamiento. Creer que el comercio sexual es un problema exclusivamente económico de las mujeres distorsiona la comprensión del fenómeno al no visualizar su contenido psíquico, en especial, el ‘carácter incoercible’ del inconsciente en los clientes que acuden a comprar servicios sexuales”.

            Autorizada o no, la prostitución ha existido siempre y en todas las sociedades. La prohibición conduce a las trabajadoras sexuales a la ilegalidad y a la clandestinidad, lo que las coloca en la posición más propicia para ser extorsionadas o víctimas de otros abusos. Marta Lamas reprocha a las neoabolicionistas: “Una batalla legítima e indispensable contra la trata ha culminado en actitudes represoras contra las trabajadoras sexuales, incluso poniéndolas en riesgo”.

            La trabajadora sexual no se vende a sí misma —como no se vende a sí mismo ningún trabajador— ni renuncia a su dignidad, sino vende un servicio, para el cual celebra un contrato oral con el cliente. Si a ese servicio se le reconoce la categoría de trabajo, las trabajadoras sexuales tendrán las obligaciones y los derechos de los demás trabajadores, incluyendo carga fiscal, cumplimiento de las normas cívicas, respeto de las autoridades y acceso a la seguridad social.

            En México no está prohibida la prostitución, pero el lenocinio está tipificado como delito, lo que ha motivado que se persiga penalmente a padres, hijos y parejas que reciben apoyo económico de las trabajadoras sexuales, y a dueños y empleados de antros en los que ellas pueden recibir a los clientes e incluso encontrar un nido protector que les sirva para descansar, ir al baño o conversar. Todos sabemos de la cruzada puritana que en la Ciudad de México y otras muchas ciudades ha cerrado table dances con detenciones masivas de gerentes y meseros, aun sin que haya pruebas de que las mujeres que allí trabajan sean prostitutas y a pesar de que manifiesten con vehemencia que nadie las ha obligado a esa ocupación.

            Marta Lamas señala como factor del trabajo sexual que “en el capitalismo, todas las personas que trabajan viven una presión económica, tanto por asegurar su subsistencia como por acceder a cierto tipo de consumo”. Es de advertirse que la prostitución también se ha practicado en los regímenes autodenominados socialistas a pesar de la persecución de quienes se dedican a ella. Yoani Sánchez observa que en Cuba, donde la Revolución proclamó que las putas eran cosa del pasado capitalista, “detenciones, condenas a prisión y deportaciones forzadas hacia su provincia de origen” fueron la respuesta oficial contra las jineteras, lo que ocasionó que el chulo cobrara importancia en la misma medida en que la calle se volvió un riesgo (El País, 12 de marzo). No todas las trabajadoras sexuales lo son por hambre. Muchas, sin ser pobres, optan por el trabajo sexual porque en éste ganan más que en otras actividades.

            Ni partidos políticos ni legisladores ni grupos feministas se han ocupado de pugnar por que se logre un trato justo para las trabajadoras sexuales. En El fulgor de la noche, Marta Lamas refrenda su vocación de hereje argumentando sólidamente contra las buenas conciencias implacables e impecables. No lo dice, pero muestra que las posturas biempensantes en un tema tan complejo como el del comercio sexual suelen ser en realidad una fe impostada.

El no más sagrado

El juez Robin Camp le preguntó a la denunciante, una muchacha de 19 años, en la audiencia llevada a cabo en el juzgado de Calgary, Canadá: “¿Y por qué simplemente no mantuvo las rodillas juntas? También pudo haber evitado la violación moviendo la pelvis o metiendo las nalgas en el lavabo”.

            La denunciante había relatado que en el transcurso de una fiesta en casa de unos amigos, el agresor, un hombre de 29 años, la acorraló en el baño, contra el lavabo, y la penetró sin su anuencia. El acusado fue absuelto en primera y segunda instancias.

            Camp ha presentado su renuncia después de que el Consejo Judicial Canadiense recomendara su destitución por considerar que su conducta socava gravemente la confianza del público en el Poder Judicial y contraría profunda y manifiestamente los principios de imparcialidad, integridad e independencia que debe observar todo juzgador. Desde la creación del Consejo Judicial en 1971, sólo tres jueces se han visto orillados, en virtud de sus recomendaciones, a dimitir. La ministra de Justicia, Jody Wilson-Raybould, declaró: “Estamos con las víctimas, y no estamos dispuestos a aceptar de ningún modo la violencia de género”.

            El punto de vista de Camp es deudor de añejas posturas doctrinarias. En nuestro país, un destacado representante de esa tendencia fue Celestino Porte Petit, en cuyas clases y libros se formaron varias generaciones de juspenalistas. En su Ensayo dogmático sobre el delito de violación (Porrúa, 1993) escribió que para que se configure ese delito “tiene que estar comprobado que el sujeto pasivo se opuso a la realización de la cópula, y que la oposición y resistencia permaneció viva durante todo el tiempo que el sujeto activo desplegó la fuerza material”.

            En el mismo sentido, un siglo antes, Rudolph Aug. Witthaus y Tracy C. Becker aseveraron que “si solamente se hallaban ligeros indicios de lucha en los muslos y los pechos”, esto era una prueba de que la mujer se había abstenido “de usar toda su fuerza en su propia defensa” (Medical Jurisprudence, Forensic Medicine, and Toxicology, 1894). Aunque parezca increíble, todavía en el último tercio del siglo XX llegó a considerarse que la mujer media estaba “equipada para interponer obstáculos eficaces a la penetración mediante las manos, las extremidades y los músculos pélvicos” (F. Lee Bailey y Henry Rothblatt, Crimes of violence: rape and other sex crimes, 1973).

            La creencia de que una mujer no puede ser forzada al coito proviene de antiguo. En El vergonzoso en palacio (Barcelona, 1624), de Tirso de Molina, el Vasco pregunta a Ruy: “Ven acá: ¿si Leonela no quisiera / dejar coger las uvas de su viña / no se pudiera hacer toda un ovillo, / como hace el erizo, y a puñadas, / aruños, coces, gritos y a bocados, / dejar burlado a quien su honor maltrata, / en pie su fama y el melón sin cata?”.

            Pero, como explica magistralmente el inolvidable profesor Mariano Jiménez Huerta, puede acontecer que “la violencia se ejerza sólo durante la parte inicial del proceso ejecutivo, transcurrida la cual la víctima abandona toda resistencia, ora por no sufrir mayores sevicias, ora por estar agotada y carecer de energía para seguir la lucha”. La violación no presupone el completo sometimiento físico: “basta que la fuerza física desplegada reduzca la voluntad en forma y grado que la despoje humanamente —no heroicamente— de la posibilidad de resistir” (Derecho Penal Mexicano. Tomo III. La tutela penal del honor y de la libertad, Porrúa, 2ª edición, 1974).

            Es evidente que ante cierta magnitud o ciertas manifestaciones de violencia física la víctima comprende que la resistencia es inútil o riesgosa para su integridad física o incluso para su vida. En tal circunstancia no desaparece tal violencia ni aparece el consentimiento tácito. Para que se considere que una persona —mujer u hombre— ha sido violada no se requiere que haya llevado su resistencia hasta el martirologio ni que su oposición a la cópula no consentida haya durado hasta el desmayo o cualquier otra forma de pérdida de la conciencia. Lo que se tutela en la correspondiente figura delictiva es una de las libertades más íntimas y sagradas: la libertad de decir no a la cópula no querida.

Un fallo ignominioso

Es una de las resoluciones más indignantes que recuerde. El juez de distrito Anuar González Hemadi concedió amparo contra el auto de formal prisión a Diego Cruz, uno de los agresores sexuales —los conocidos como Porkys— de la menor Daphne.

       Recordemos los hechos. En el puerto de Veracruz, la menor agraviada fue subida por la fuerza a la parte trasera de un auto Mercedes Benz en el que iban cuatro jóvenes. Allí los dos que la flanqueaban —uno de ellos el inculpado— le tocaron los senos, metieron las manos debajo de su falda y los dedos en su vagina. Después la llevaron a una casa en Boca del Río, a la cual la introdujeron violentamente. Uno de sus captores la metió a un baño, la tiró al suelo, se sacó el pene y la penetró.

       Esos hechos configuran indudablemente varias violaciones. La violación se comete no sólo con la introducción, por medio de la violencia, del miembro viril en alguna de las cavidades —vaginal, anal u oral— del cuerpo del sujeto pasivo, sino también con la de cualquier objeto o cualquier parte del cuerpo del agresor. Lo sabe todo alumno de derecho que haya tomado el curso de delitos.

       La menor fue violada primeramente en el automóvil, cuando se le introdujeron los dedos en la vagina, y posteriormente en el baño de la casa, cuando se le impuso el coito. Los responsables de esas violaciones son los cuatro agresores, pues no sólo lo es el que lleva a cabo la conducta típica —la penetración— sino asimismo los que inducen, compelen o auxilian al autor material a la realización de esa conducta. En el presente caso, aun los que no hubiesen introducido los dedos o el pene en la vagina de la ofendida son responsables por prestar auxilio a los que lo hicieron. Ese auxilio se empezó a dar desde el momento en que la menor fue subida por la fuerza al coche.

       Sin embargo, a Diego Cruz se le dictó formal prisión no por violación, sino por pederastia, figura delictiva que exige en el código penal de Veracruz que se cometa abuso sexual contra un menor aprovechando su estado de indefensión. Asombrosamente, el juez que ha concedido el amparo arguye que no hubo abuso sexual de parte del inculpado porque no está acreditado que los tocamientos en los senos de la menor tuvieran ánimo lascivo, le produjeran deleite sexual o satisficieran su apetito erótico, pues no hubo insinuación, mirada o acercamiento con la víctima, y que ella no estuvo indefensa porque después de que fue tocada y se le introdujeron los dedos en la vagina se le permitió pasar a la parte delantera del auto.

       El juzgador pretende apoyar su resolución en la jurisprudencia de la Suprema Corte que señala que no hay abuso sexual por “un roce o frotamiento incidental ya sea en la calle o en alguno de los medios de transporte”. Es claro que no comete delito alguno el que en la vía pública, en el autobús o en el Metro tiene contacto físico incidentalmente con otra persona. Pero en el caso que nos ocupa la víctima fue privada de su libertad precisamente para hacerla objeto de tocamientos y penetraciones vaginales. Y el estado de indefensión en que estuvo es indiscutible. Le permitieron pasar al asiento delantero del auto sólo después de que fue tocada y penetrada digitalmente, pero ni a partir de entonces cesó su indefensión, pues a la fuerza fue llevada a la casa donde se le volvió a violar.

       Por otra parte, el juez incurre en una contradicción inaudita. En las páginas 15 y 16 de su sentencia transcribe la declaración de la víctima, en la que ella narra que en el auto fue toqueteada y penetrada con los dedos en la vagina, y uno de los dos jóvenes que lo hicieron es Diego Cruz. Y en la página 24 el juzgador dice que “la ofendida no hace referencia a los tocamientos que se atribuyen al quejoso (de los que se acusa al inculpado) refiriéndose únicamente al evento sexual atribuido a diverso coacusado”.

       Parece claro que se trataba de eximir al inculpado a como diera lugar. Aun si el fallo no obedeció a un soborno, se trata de un acto de corrupción. Aunque no haya mediado dinero para que se dictara en esos términos, dejando impunes delitos tan graves —salvo que el amparo sea revocado en la siguiente instancia—, es, sin duda, una perversión de la justicia.