Lo que sucede en Egipto es un pedagógico ejemplo de lo extremadamente difícil (¿imposible?) que resulta la instauración de la democracia en las sociedades de mayoría islamista. En ese país cientos de jóvenes murieron y miles sufrieron prisión durante la revuelta popular que finalmente depuso a la dictadura castrense de Hosni Mubarak. A la caída del dictador se celebraron, por primera vez en el país, elecciones libres.
El voto mayoritario llevó a la presidencia a Mohamed Morsi, dirigente de los Hermanos Musulmanes, un movimiento religioso que había sufrido persecución durante décadas. Los perseguidos se volvieron persecutores en cuanto llegaron al poder. Los cristianos coptos, que son el 10% de la población, fueron víctimas de feroz hostigamiento y asesinatos. Los derechos humanos dejaron de estar vigentes en virtud del reinado de la sharía: se sometió a las mujeres a diversas formas de discriminación y se les obligó al uso del velo, se suprimió la enseñanza laica y mixta, se impusieron severas restricciones al derecho a la información, y en sólo un año se arruinó la economía y el orden público se volvió caos permanente.