Si la democracia es
gobierno del pueblo sobre el pueblo, será en parte gobernada y en parte
gobernante. ¿Cuándo será gobernante? Obviamente, cuando hay elecciones, cuando
se vota. Y las elecciones expresan, en su conjunto, la opinión pública.
Se dice que las
elecciones deben ser libres. Sin duda, pero también las opiniones deben ser
libres, es decir, libremente formadas. Si las opiniones se imponen, las
elecciones no pueden ser libres. Un pueblo soberano que no tiene nada que decir
de sí mismo, un pueblo sin opiniones propias, cuenta menos que el dos de copas.
Por tanto, todo el
edificio de la democracia se apoya en la opinión pública y en una opinión que
surja del seno de los públicos que la expresan. Lo que significa que las
opiniones en el público tienen que ser también opiniones del
público, opiniones que en alguna forma o medida el público se forma por sí
solo.
La expresión
“opinión pública” se remonta a las décadas que precedieron a la
Revolución francesa. Y desde luego no es por casualidad. No sólo porque en
aquellos años los ilustrados se asignaban a sí mismos la tarea de
“iluminar”, de difundir las luces, y por tanto de formar las
opiniones de un público más amplio, sino también porque la Revolución francesa
preparaba una democracia a lo grande que, a su vez, presuponía y generaba un
público que manifiesta opiniones. El hecho de que la opinión pública surja,
como expresión y como fuerza activa, en concomitancia con el l4 de julio de
1789 también viene a indicar que la asociación primaria del concepto es una
asociación política.
Que quede claro,
una opinión difundida entre el gran público puede darse, y de hecho se da,
sobre cualquier asunto. Por ejemplo, las opiniones sobre el futbol, sobre lo
bello, sobre lo bueno, son también opiniones públicas, pero cuando se dice
opinión pública a secas hay que en tender que tiene como objeto la res
publica, el interés colectivo, el bien público.
Cuando se acuñó la
expresión, los eruditos de la época sabían griego y latín, y sabían que la
objeción de siempre contra la democracia es que el pueblo “no sabe”.
De ese modo, a Platón, que invocaba a un filósofo-rey porque gobernar exige episteme,
verdadero saber, se le acabó objetando que a la democracia le basta con la doxa, es decir, es suficiente con que el
público tenga opiniones. Por tanto, ni “voluntad” cruda y ciega, ni
tampoco “verdadero saber”, sino doxa,
opinión: la democracia es gobierno de opinión, una acción de gobierno fundada
en la opinión.
Ni que decir tiene
que los procesos de formación de una opinión pública que sea en verdad del
público, es decir, que sea relativamente autónoma, son muy complejos. Karl
Deutsch nos ha proporcionado, para comprender dichos procesos, el “modelo
de cascada”, de una cascada de agua con muchas charcas sucesivas en las
que cada vez las opiniones que descienden desde arriba se mezclan y reciben
nuevas y diferentes aportaciones.
Sigue siendo cierto
que, incluso cuando conseguimos una opinión pública relativamente autónoma, el
resultado es frágil y relativamente incompleto. ¿Hasta qué punto debe
preocuparnos esa naturaleza frágil e incompleta? La respuesta es que mientras
nos atengamos al contexto de la democracia electoral, del demos que se
limita a elegir a sus representantes, ese estado de cosas no plantea problemas
serios. Es cierto que el público, el público en general, nunca está muy
informado, no sabe gran cosa de política, y no se interesa demasiado por ella.
Sin embargo, la democracia electoral no decide las cuestiones, sino que decide
quién decidirá las cuestiones. La patata caliente pasa así del electorado a los
electores, del demos a sus representantes.
Fuente:
Sartori,
Giovanni. La democracia en 30 lecciones. México, Taurus, 2009, pp.
31-34.