Aun los problemas que parecen irresolubles pueden empezar a superarse gradualmente si se dan los pasos certeros orientados a ese fin. Todos conocemos el desastre en que ha derivado nuestro sistema penitenciario. El hacinamiento, la corrupción, la violencia, la falta de capacidad profesional del personal, el autogobierno, la introducción de armas, el tráfico de drogas, los homicidios, los motines y el uso de teléfonos celulares para seguir delinquiendo desde la prisión, entre otros ingredientes, han dado lugar a un coctel explosivo que ha hecho de las cárceles mexicanas sucursales del infierno.
Como indica el excelente reportaje de Rubén Mosso en Milenio, en el estado de Chihuahua, cuyas prisiones eran de las más violentas de América Latina, se ha logrado una transformación asombrosa de los reclusorios. Hace apenas tres años y medio los internos gobernaban los centros penitenciarios y procesaban la droga que se vendía en éstos y en el exterior. Operaban palenques, table dances y pistas de carreras de caballos. En 2010 se produjeron 12 motines y 189 riñas en los que perdieron la vida 216 personas entre presos, custodios y comandantes. El año pasado y en lo que va de este sólo se han registrado cuatro riñas, las cuales ocasionaron dos muertos.
Hoy siete de las ocho prisiones de la entidad cuentan con certificación de la Asociación de Correccionales Americanas. No fue barato ni fácil: el gobierno de César Duarte invirtió más de 100 millones de pesos y se adoptaron medidas que han sido exitosas en otros países. Las cárceles están dotadas de hospitales, farmacias y laboratorios, y cuentan con personal médico especializado, criminólogos, trabajadores sociales y psicólogos. Los alimentos son preparados por los propios reclusos en las cocinas y las panaderías de las prisiones. Se maquilan uniformes escolares y se fabrican muebles, ataúdes y juguetes. Por su trabajo los reclusos perciben de mil 200 a seis mil pesos mensuales, de los cuales una parte es para sus familias, otra para la reparación del daño y otra más para su propio sustento. No se maneja dinero: a los internos se les proporciona una tarjeta con su huella digital, la cual se coteja con un escáner cuando compran en la tienda de la institución.
Los movimientos de los más de siete mil internos son monitoreados las 24 horas del día por 500 cámaras conectadas al Centro de Control y Comando Penitenciario. Las cárceles cuentan con inhibidores de señal, como los que se usan para proteger al presidente de Colombia, que cortan la radiofrecuencia de todo teléfono móvil que pueda utilizarse para detonar una bomba. Los secuestradores y los extorsionadores están recluidos en módulos especiales a fin de evitar la contaminación criminógena y la continuación de su actividad criminal. Los internos sólo pueden ser visitados, además de por sus abogados defensores, por sus padres, sus cónyuges y sus hijos. Para evitar la introducción de armas, explosivos y drogas, se dispone de artilugios de tecnología de punta como los de los aeropuertos de Estados Unidos. Se logró la disciplina a tal punto, que los custodios realizan su labor sin necesidad de portar armas de fuego.
El proceso civilizatorio de una sociedad se muestra en importante medida por lo que ocurre en sus cárceles, las cuales casi nunca son una de las prioridades de los gobernantes. Chihuahua está logrando una proeza.