Luis de la Barreda
Lo que más me impresiona de Nelson Mandela, lo que más admiro de él, es que al llegar a la presidencia de Sudáfrica, después de estar preso 27 años, no quiso tomar venganza sino construir un país que dejara atrás un pasado ominoso.
Mandela combatió a uno de los regímenes más oprobiosos de la historia, totalitario y racista. La población negra, que constituía el 88% del país, era explotada y discriminada. Mandela apostó por derrocar al gobierno con acciones armadas, sabotaje y otras formas de violencia, y formó un grupo de comandos activistas que se entrenaban en Cuba, China, Corea del Norte y Alemania Oriental. En 1964 cayó preso y fue condenado a realizar trabajos forzados a perpetuidad. Las condiciones de su reclusión los primeros nueve años fueron durísimas. Se le encarceló en Robben Island,una isla frente a Ciudad del Cabo rodeada de remolinos y tiburones, en una celda minúscula, en la que no tenía comunicación con nadie, se le alimentaba tres veces al día con potaje de maíz, se le permitía media hora de visitas cada seis meses, y sólo podía recibir y remitir dos cartas al año, que eran revisadas antes de entregarse o enviarse pues no debía en ellas mencionarse ningún tema político.
En esa difícil circunstancia, lejos de cultivar el rencor, caer en la desesperación o desquiciarse, Mandela reflexionó, sometió a examen autocrítico sus ideas y llegó a la conclusión de que las formas de lucha que había elegido eran erróneas y estaban condenadas al fracaso. El camino adecuado era el de la negociación con el gobierno, el cual estaba sometido a una intensa presión internacional que le exigía terminar con el apartheid. Los blancos no debían ser pasados por las armas, como querían resentidamente muchos opositores, sino, por el contrario, persuadidos a quedarse en el país cuando Sudáfrica fuera gobernada por un representante de la mayoría negra. La convivencia entre blancos y negros no sólo era posible sino necesaria y conveniente.
Parecía un sueño de ilusa ingenuidad. La ferocidad con que se reprimía a la mayoría negra y las acciones terroristas de los líderes de la resistencia habían generado un clima de resentimiento y animadversión que hacía temer un baño de sangre. Mandela no se amilanó. Haciendo gala de argumentación lúcida y de paciencia, fue convenciendo desde la prisión a sus compañeros de lucha y posteriormente a la minoría blanca de que era factible y deseable una transición pacífica hacia un sistema en el que todos, blancos y negros, tuvieran los mismos derechos. Si resultó complicado convencer a los camaradas, mucho más trabajoso fue persuadir al grupo que detentaba el poder y se creía —como los monarcas absolutos medievales— con el indiscutible derecho de ejercerlo por siempre.
Ante el asombro del mundo, Mandela salía de su celda a beber el té de las cinco con los sucesivos gobernantes Botha y De Klerk, y en conversaciones civilizadas y cordiales les iba haciendo comprender que su planteamiento era correcto. Al quedar en libertad fue electo presidente en la primera elección multirracial. Su popularidad era gigantesca no sólo entre la población negra sino también entre los blancos. Él no se mareó con el fervor popular. Siguió siendo un hombre sencillo y razonable. Pudo haberse perpetuado en el poder, pero no quiso hacerlo: cumplida su misión se retiró a descansar a la aldea de sus mayores. Mandela es uno de los mayores héroes de la historia de la humanidad. Ω