No importa: eran policías

Quince policías fueron asesinados en una carretera que comunica Puerto Vallarta con Guadalajara. Cinco más quedaron heridos. Agentes del grupo de élite de la policía jalisciense se dirigían a la capital tapatía cuando, de pronto, se encontraron con que el camino estaba bloqueado por automóviles que se estaban incendiando. Los policías fueron atacados por unos 60 sicarios que previamente habían prendido fuego a los vehículos para cerrarles el paso.

Durante el funeral circuló un escrito, cuya autoría se atribuye a algún deudo de los caídos, en el cual se advierte que “la noticia terrible no impactó a la sociedad o al menos no a la mayoría de los mexicanos”, ni a las organizaciones civiles, “pues los muertos eran policías y no estudiantes o campesinos o miembros de una ONG”. Es una verdad lamentable. En México a nadie parece importar la suerte de los policías. Nadie se conduele de ellos cuando en ocasión de una protesta callejera se les arrojan bloques de cemento, tabiques, varillas, bombas incendiarias. Esos ataques, invariablemente, quedan impunes.

El subcomandante Marcos, cuando vino a la Ciudad de México en aquella curiosa gira auspiciada por el presidente Fox, dijo en entrevista con Carlos Loret de Mola, al exhibírsele una escena en la que un activista patea con gran fuerza los testículos de un uniformado que yace inmóvil en el suelo, que no condenaba el hecho, porque el activista no estaba pateando a la persona, sino a lo que ésta representaba. Ninguno de los muchos admiradores del enmascarado marcó su distancia de la atroz sentencia. El resto de la opinión pública tampoco se escandalizó ante semejante justificación. ¡Ah, es que el justificador es un guerrillero que lucha en nombre de los oprimidos; el agredido es, en cambio, un policía!

Tampoco parece importar a nadie que los policías, en su gran mayoría, tengan salarios y prestaciones laborales que no les permiten vivir a ellos y a sus familias decorosamente, ni que se les lance a su delicada labor sin la preparación necesaria, sin los vehículos, las armas y los artilugios tecnológicos que les permitirían enfrentar a la delincuencia ventajosamente. La muerte de policías en cumplimiento de su deber no amerita un minuto de silencio, ni una bandera a media asta ni la condena contra México por parte de organismos internacionales ni la exigencia de las comisiones de derechos humanos de que el crimen no quede impune.

El linchamiento de policías hace unos años en Tláhuac, los cuales fueron quemados vivos, transmitido por televisión en vivo y en directo y en cadena nacional, sin que el jefe de Gobierno, Andrés Manuel López Obrador, ni el jefe de la Policía, Marcelo Ebrard, dieran la orden de rescatarlos, no ocasionó la caída del gobierno ni un proceso penal contra esos funcionarios. El primero por poco gana después la Presidencia de la República; el segundo, lo sucedió en la jefatura de Gobierno.

No hay candidato a Presidente que no se refiera a la urgencia de revertir la inseguridad pública, pero ni los presidentes ni los gobernadores dan el primer paso indispensable para alcanzar tan anhelado objetivo: fraguar policías altamente profesionales, bien capacitados y bien pagados, capaces de conquistar el respeto de toda la sociedad.