Fosas

Horror: al tiroteo que privó de la vida a varios estudiantes normalistas que habían tomado autobuses en Iguala siguió el hallazgo de otro joven más, desollado y con las cuencas de los ojos vaciadas, y de seis fosas clandestinas en las afueras de la ciudad con 28 cadáveres no identificados aún. Dos sicarios han confesado que mataron a sangre fría a 17 muchachos que les fueron entregados por la Policía Municipal, sin aportar información acerca de cuál fue la suerte de los otros 26 reportados como desaparecidos ni aclarar por qué, si los asesinados fueron 17, en las fosas yacían 28 cuerpos calcinados. La entrega de las víctimas por parte de la policía es lo más estremecedor del episodio. Es sabido que en varias ciudades del país agentes policiacos son cómplices o encubridores del crimen organizado. Lo que es aterradoramente novedoso es que los agentes pongan a las víctimas en manos de los asesinos.

Estupefacción: ¿por qué se asesinó a los estudiantes? Lo usual es que sicarios de diversas organizaciones criminales se maten entre sí por el control territorial, o que sus víctimas sean ciudadanos que se resistieron a la extorsión, o funcionarios a los que se atribuye estar con un grupo rival, o de quienes se sospecha que han traicionado a sus aliados, o a los que se ve como estorbo para las actividades delictivas. Jamás había sucedido que el blanco de las balas del crimen organizado fueran alumnos. ¿Qué interés podría haber en matarlos?

¿Por qué se dieron a la fuga el alcalde y el jefe de la Policía Municipal? Una respuesta pavloviana apuntaría que, sin duda, lo hicieron porque habían dado a la policía la orden de disparar contra los alborotadores y al escapar eludían ser detenidos por los homicidios. Pero esa orden hubiera sido absolutamente absurda, incomprensible: ¿para qué? La única reacción razonable era condenar enérgicamente el proceder de quienes dispararon y ordenar que se les capturara de inmediato. La huida vuelve al presidente municipal y a su jefe policiaco necesariamente sospechosos de la autoría intelectual de los homicidios. Pero, dado lo incomprensible de esta atrocidad, más bien parece obedecer a que los hechos han puesto en evidencia sus vínculos con el crimen organizado. Es probable que se encuentren ya acogidos bajo el manto de protección de los criminales.

Los sucesos de Iguala tocan lo más sensible de una sociedad: la seguridad pública como un derecho humano de capital importancia, cuyo deterioro más allá de cierto límite empobrece la calidad de vida de los habitantes, erosiona el Estado de derecho y supone un riesgo constante y considerable para lo más preciado que tenemos: la vida, la libertad, el derecho a disfrutar íntegramente del fruto de nuestro trabajo. Cuando la policía no sólo no cumple su tarea de preservar esa seguridad sino participa activamente en los crímenes más repugnantes, nos encontramos ante la peor pesadilla: quienes reciben un salario por cuidarnos en cualquier momento nos pueden destruir. Por eso la reinvención de las policías es una de nuestras más apremiantes asignaturas pendientes. Tan importante como castigar a los culpables —no a chivos expiatorios con base en falsas acusaciones— es enmendar los errores y omisiones que nos han llevado a escenarios en los que son posibles sucesos tan bárbaros y absurdos como los de Iguala.