El sueño constitucional

Un derecho sólo lo es efectivamente cuando su titular cuenta con mecanismos para hacerlo realidad, cuando su exigibilidad está amparada con una sanción para quien, teniendo el deber de concretarlo, no lo hace.

            En el discurso oficial, y aun con cierta frecuencia en el discurso académico, se proclama con orgullo que la Constitución Mexicana de 1917, cuyo centenario ahora estamos celebrando, fue la primera en el mundo en consagrar en su articulado los derechos sociales.

            Ese señalamiento laudatorio tendría que ir acompañado, para ser justo, de la advertencia de que tales derechos, un siglo después de su consagración en nuestra ley de leyes, no han sido disfrutados por una franja muy amplia de la población mexicana.

            Como observa Héctor Aguilar Camín, hemos puesto en la Constitución una colección extraordinaria de derechos de los mexicanos: a la educación, a la salud, a la vivienda, a la alimentación, al trabajo digno y bien remunerado, a sabiendas de que no pueden exigirse, de que no hay sanción por violarlos ni previsión presupuestal o administrativa para cumplirlos.

            “Los derechos de que hablamos —agrega Aguilar Camín— no están puestos en la Constitución porque los legisladores crean que deben cumplirse, sino porque creen que a eso debe aspirar la nación. Partiendo de ese supuesto sería absurdo, en cierta forma suicida, imponer a los gobiernos sanciones por no cumplir las nobles, pero incumplibles normas en que están fundados” (“El espíritu de las leyes mexicanas”, Nexos, febrero de 2017).

            La realidad no siempre nos concede lo que nos ha prometido el sueño. Un catálogo de aspiraciones, anhelos y buenos deseos solamente puede cumplirse si se dan las condiciones para su realización.

            ¿Qué recursos serían indispensables para que el Estado pudiera cumplir con el generoso listado de derechos que estableció el Constituyente de Querétaro, listado que ha ido en aumento constante, gobierno tras gobierno? ¿Cuántos impuestos debería cobrar el Estado para que en el mundo fáctico gozaran de esos derechos los 120 millones de habitantes de la República Mexicana, cantidad ocho veces más grande que los 15 millones que había al promulgarse la Constitución?

            ¿Corresponde sólo al gobierno hacer realidad esos derechos? Parece evidente que ningún gobierno sería capaz de una hazaña tal sin la colaboración de diversos sectores de la sociedad. Vivienda decorosa, trabajo digno y bien remunerado, alimentación nutritiva y suficiente y otros derechos sociales para todas y todos —como suele decirse ahora— no los proporciona sin ese apoyo ningún gobierno del mundo.

            El inolvidable Jorge Carpizo apuntó en relación con el incumplimiento de los derechos sociales: “Estos problemas no se superan de la noche a la mañana, ojalá así fuera, pero no es así, sino que se irán despejando con crecimiento económico, buena administración y un justo reparto de la riqueza generada” (Derechos humanos y ombudsman).

            Uno de los grandes teóricos contemporáneos de los derechos humanos, Norberto Bobbio, explica que la concreción de los derechos sociales requiere de condiciones objetivas que no dependen de la buena voluntad de quienes los proclaman ni de la buena disposición de quienes presiden los medios para protegerlos.

            “Es sabido —dice Bobbio— que el tremendo problema que enfrentan hoy los países en vías de desarrollo es el de encontrarse en condiciones económicas tales que, a pesar de los programas ideales, no permiten desarrollar la protección de la mayor parte de los derechos sociales… El problema de su ejercicio no es un problema filosófico ni moral. Pero tampoco es un problema jurídico. Es un problema cuya solución depende de un determinado desarrollo de la sociedad y como tal desafía incluso a la Constitución más avanzada y pone en crisis incluso al más perfecto mecanismo de garantía jurídica” (“Presente y porvenir de los derechos humanos”, en El tiempo de los derechos).

            No es la intención de estas líneas —líbrenme los dioses— amargar la celebración de los 100 años de la Constitución. Sencillamente advierto, basado en el principio de realidad, que del dicho constitucional al hecho hay mucho trecho.