Nuestro deplorable Ministerio Público

Más allá de la curiosidad y el morbo que despertó la denuncia de la podóloga del Guadalajara contra el entonces entrenador del equipo, Ricardo La Volpe, el caso es otro ejemplo, uno más entre los muchos que se presentan todos los días, de la negligencia exasperante con la que actúan las procuradurías de justicia del país.

En abril de 2014, la joven denunció que La Volpe la obligó, por medio de la violencia física, a tocar su pene, conducta que configuraría el delito que los códigos penales denominan abuso sexual.

            Como se advierte, el asunto no presentaba mayores complicaciones técnicas ni requería peritajes complejos y minuciosos. El Ministerio Público solamente debía analizar las declaraciones de la denunciante y el imputado, tal vez ordenar un examen sicológico y, con base en los elementos de prueba disponibles, determinar si procedía consignar el expediente ante un juez o declarar el no ejercicio de la acción penal.

            ¿Cuánto tiempo, razonablemente, debía llevar el desahogo de esas pruebas, su análisis y la redacción del documento con el que se pondría fin a la fase prejudicial del procedimiento? Una semana, acaso dos semanas, un mes a lo sumo.

            Pues el órgano de la acusación se demoró todo el mesozoico en ejercitar la acción penal solicitando la orden de aprehensión contra el indiciado. ¡Dos años ocho meses, casi mil días! ¡Casi mil días para tramitar una indagatoria que debió desahogar en no más de treinta! Y, a juicio del juez, sin haber acreditado la existencia del delito. Tan antiguo es el episodio que el público ya se había olvidado del asunto y La Volpe declaró que su consignación era una venganza porque su nuevo equipo, el América, había eliminado una vez más a las Chivas. Justicia que no es pronta sencillamente no es justicia, ni para el denunciante ni para el imputado. La vida de los mortales, a diferencia de la de los dioses, es breve, ¡ay!, muy breve.

            Quien denuncia un delito espera que en un plazo razonable se le haga justicia sometiendo al presunto delincuente a proceso. De otro modo, siente que el agravio inferido por el delito queda impune y que esa impunidad se debe a que las víctimas no le importan nada a la autoridad encargada de perseguir los delitos. Al agravio de la conducta delictiva se suman la desconsideración, el desinterés y la desidia de una autoridad de la que cabría esperar un trabajo diligente y profesional.

            Por su parte, el indiciado no puede evitar la zozobra mientras no se resuelva su situación jurídica. Tiene sobre sí todo el tiempo la espada de Damocles. Si se sabe inocente, la pura espera es ya una pena a la que se le somete por lapso indefinido. Seguramente en el trabajo, en el descanso, durante la comida, antes de conciliar el sueño, durante el sueño, al departir con sus amigos, al entregarse a su afición favorita o en el momento sagrado del amor, lo asalta la inquietud de que podría verse como inculpado en un proceso penal.

            ¿Por qué nuestros ministerios públicos funcionan con esa pachorra que sacaría de sus casillas hasta al santo Job? ¿Ineptitud para desempeñar la delicadísima función de perseguir delitos? ¿Formalismos absurdos como el de enviar oficios a la policía de investigación y a los peritos para que realicen tal o cual cosa en lugar de un telefonema o un correo electrónico? ¿Falta de supervisión a los agentes ministeriales por parte de sus superiores jerárquicos? ¿Sobrecarga de trabajo? ¿Horarios absurdos: 24 horas continuas de trabajo, no obstante que a las ocho horas el cuerpo y la mente de cualquier persona exigen descanso?

            No hace falta agregar que esa tardanza no se traduce en una mejor integración de los expedientes. Muchos consignados quedan en libertad porque el Ministerio Público no hizo bien su trabajo, porque no realizó las diligencias conducentes, aconsejables aun por el sentido común, para comprobar el delito o demostrar la presunta responsabilidad del indiciado.

            Mientras nuestros órganos persecutores de delitos sigan desempeñándose con tal desidia, el Estado de derecho continuará erosionándose gravemente, pues esa impunidad significa el incumplimiento generalizado de la ley en el ámbito en que más imperioso es cumplirla: el justo y pronto castigo a los delitos.