Punto final a la madrugada de un martes

Karla Salazar Serna

Antonia se preguntaba, mientras miraba su reloj, si esa tarde de café sería una correcta despedida. El retraso de Rafael la había llenado de ansiedad, esa que consume los labios de tanto morderse; además, la regla de no fumar en espacios cerrados la estaba inquietando demasiado. Constantemente volteaba hacia la entrada principal del viejo lugar por dos principales motivos: el primero era esa necesidad básica de satisfacer su deseo de encender un cigarrillo, el segundo se trataba más bien de incertidumbre, la cual había durado ya meses; un encuentro postergado que comenzaría con su llegada iluminando la entrada.

La mesera había notado esa impaciencia, esas piernas largas que no paraban de cambiar de posición, esa búsqueda constante de “algo” en el bolso, y sobre todo su cara, la cara de una mujer enamorada, adornada por cabellos castaños; por ello se portaba amable y, generosamente, se acercaba de vez en vez a servir el café sonriendo. En una de esas visitas a la mesa soltó casi por accidente una exclamación:

            —¡No se preocupe, él vendrá!

Antonia la miró agradecida por ese amable gesto y le devolvió la sonrisa; sin embargo, no tenía la certeza de desear verdaderamente su llegada; sus encuentros, por más placenteros, casi siempre terminaban en dolor.

            —Una mirada más.

Se dijo a sí misma apretando con sus manos inquietas ese abrigo que no quiso colgar.

            —Una mirada más y si no aparece me voy.

Pero no hubo tiempo para repensar decisiones, y sí, fue real, la entrada se iluminó con su presencia, con esa cara despreocupada y el cabello despeinado. Él la ubicó, y apresurado caminó a su encuentro: comenzaron con un saludo cordial acompañado de sonrisas que reflejaban nervios de adolescentes (aun cuando esa época ya había pasado muchos años atrás); de esta forma, se dio paso a una charla cargada de temas de “cartón”; en el fondo sólo querían devorarse el uno al otro, sin culpas, tal como ordena el “pecado” que había comenzado la madrugada de un martes.

Entonces, tras una charla de temas inocuos, Rafael se acercó demasiado y le preguntó mirándole fijamente:

            —¿Recuerdas esa noche?

La realidad es que no había forma de olvidarla. Sin premeditación, sin analizar consecuencias, esa noche no alcanzó para dormir siquiera un poco. Sus cuerpos apenas se tocaron y se entregaron bajo una plena armonía, los olores, los sabores y sus jugos se mezclaron continuamente; parecían olas fundiéndose en el mar, hasta que la madrugada los alcanzó y los envolvió en una entrega que parecía no tener final.

            —¿Recuerdas esa noche?

Volvió a preguntar. Sus palabras resonaron fuerte en la cabeza de Antonia. Cómo podría olvidar esa noche, si pese a mantener ese recuerdo en secreto, los meses posteriores la recordaba entre jadeos internos con ayuda de una almohada. Pero más inquietante aún, fue ese aroma que él dejaba después de sus preguntas, Rafael había tenido tiempo de fumar.

Antonia recordó que jamás había sentido una adicción hasta que conoció a Rafael, esa manera en que tomaba el cigarrillo y lo acercaba a su cara, cómo apretaba sus labios después de absorber el humo; era inevitable querer estar en su boca, por ello, en repetidas ocasiones, le pedía que salieran a fumar para después exigirle que no dejara de lamerla e impregnar en ella el aroma a tabaco.

Finalmente, Antonia se percató de que esas miradas profundas que decían todo y llegaban a nada tenían que detenerse; además, la necesidad de fumar se había apoderado ya de toda voluntad. Se levantó torpemente de la mesa, tomó su bolso y abrigo con prisa, se despidió sin muchas palabras ante la mirada incrédula de quien creía poseerla, dio dos pasos elegantes con esas zapatillas blancas que realzaban el contorno de sus piernas, soltó la mano que trataba de detenerla con una caricia y, sin reparo, le dijo de forma tierna:

            —Gracias por las diferentes formas de humedecerme.